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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (11 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Hice una pira elevada. Estuve tentado de prender la casita, pero sabía que otro hombre vendría a cuidar la tumba. ¿Por qué iba a destruírsela?

Después, entré y extendí mi capa en el suelo. Levanté su cadáver y lo puse delicadamente sobre la buena lana. Algunos pedazos de él se cayeron. Yo no era aprensivo, Llené mi capa y lo llevé al patio. En las cuencas vacías de su calavera, puse unas monedas de cobre y deposité la bolsa hecha con mi capa y sus huesos encima de la pila de leña; después, Milcíades, con su equipo de hacer fuego, prendió la llama.

—Era un gran guerrero —dijo—. Dos veces me salvó la vida en el fragor de la batalla. Una vez salvó mi barco. Y podía cantar poesía como un bardo. Era un caballero como los héroes antiguos. Que su sombra vaya con las suyas, a la isla de los benditos, porque era la reunión de todas las antiguas virtudes en un solo hombre.

Después lloré. Dije unas pocas palabras vacilantes y las llamas se elevaron y lo consumieron.

Pero él vive en mis palabras, cariño. Hónralo. El me hizo a mí. En cierto sentido, él te hizo a ti. Porque él puso en mí la destreza de las armas y, gracias a él, no estoy muerto.

Su muerte fue el principio de todos los males.

Milcíades y yo volvimos a casa. Quizá pienses que yo habría podido gritarle a
pater
, pero no lo hice.
Pater
lo sabía, es decir, lo sabía cuando nos marchamos, el día en que me apartó de Calcas. Sabía lo que ocurriría y dijo la verdad. Nosotros no lo matamos. Nosotros fuimos como una espada que se deja tirada en una taberna y luego se utiliza en un asesinato. Fuimos los instrumentos de su muerte.

Creo que algo de Calcas atravesó la piel de mis manos y entró en mi corazón. Creo que me hice un hombre cuando saqué su cuerpo, hueso ligero y seco, al patio para incinerarlo en su pira. ¿Es solo la memoria que gasta sus bromas?

Mater
no lo conoció nunca; no obstante, lloró por él, algo un tanto raro en cierto modo. No le interesaban las mujeres y, sin embargo, una mujer que no lo había conocido lloró su pérdida. De alguna manera, aquello encajaba.

En nuestra casa, guardamos una vigilia de tres días, como si fuera de la familia, y Milcíades se unió a nosotros —o nos dirigió—, y eso lo vinculó aún más con la familia y a nosotros con él. Se sentó con
mater
y le leyó, y le dijo que era hermosa. Ella bebió un poco y coqueteó de forma inofensiva.

Después, llegaron Draco y Terón, montados en burros.

Entraron en el patio, con el fracaso escrito en sus cuerpos como palabras sobre papiro. Draco desmontó primero, sin cruzar su mirada con la de Milcíades, pero contó la historia sencilla y rápidamente. Los espartanos se habían reído de ellos tres, llamándolos campesinos y rebeldes, y les dijeron que llevaran sus insignificantes intentos de democracia a Atenas, donde esas cosas eran bienvenidas.

Draco no era un hombre derrotado, pero la experiencia lo había cambiado. Estaba acostumbrado a que lo tomasen en serio, y lo habían tratado como a un bárbaro y un imbécil. Estaba muy quejoso y muy dolido. De hecho, durante el resto de su vida, se quejó del trato recibido en Esparta.

Mirón llegó después. Se quejaba menos, pero su resentimiento era más profundo. Quizá, al ser agricultor y no artesano, y miembro de una antigua familia que se decía descendiente de los dioses, se considerara un aristócrata. Todo es posible. Pero los insultos de los espartanos le hicieron hervir la sangre. La diferencia estaba en que él nunca volvió a hablar de ello. Tampoco lo hizo Terón. Por otras razones, como verás.

Los siguió Epicteto y después el mismo arconte. El tenía un caballo, aunque parecía un triste animal al lado de las espléndidas monturas que había traído Milcíades.

Mater
quería saber quién había llegado y subí a los aposentos de las mujeres para decírselo.

—Tu padre está a punto de descubrir por qué un hombre como Milcíades ha esperado con impaciencia cinco días en nuestra casa —dijo—. ¿Te convertirás en un hombre como él, como Milcíades, o solo en otro buen artesano como tu padre? Pobre hombre. Yo lo conduje a esto. Yo no podía ser solo la esposa de un herrero y ahora vamos a participar en un juego político —añadió, bebiendo a continuación un trago de vino—. Yo debería caer sobre una espada como tu maestro. El sabía lo que pasaba.

Yo suspiré y la dejé.

Aquella noche, cuando decidieron llevar a Atenas el «impuesto de la sal», serví el vino. Milcíades mandó con ellos a su esclavo y se quedó con nosotros, en la misma frontera de su ciudad natal.

No tuvimos que esperar mucho.

Los acontecimientos de aquel verano fueron como una de las tormentas que retumbaron en los valles de Beocia. Primero ves la tormenta, las nubes negras elevándose como las torres más fuertes, ascendiendo en espiral por la montaña, y después oyes el trueno. Y, cuando llega el trueno, cariño, o corres o te mojas. Al principio, parece que está muy lejos, un murmullo en el horizonte lejano y quizá una plegaria al dios de la tormenta. Después, antes de que te des cuenta, a menos que estés en el granero o en casa, te mojarás en un instante; la lluvia traspasa capas y quitones, mientras el relámpago destella cada pocos latidos y se estrella contra la tierra, a veces a tu lado, y el viento arranca ramas de los árboles y parece que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina.

Cuando los hombres de Platea enviaron a Mirón a Atenas, la tormenta todavía era una torre oscura en el horizonte y estábamos cegados por nuestros propios deseos. Pero los deseos de los hombres no son nada cuando los dioses envían una tormenta. Estaban cayendo las primeras gotas de lluvia y solo Milcíades sabía lo grande que era la tormenta. Y no nos lo dijo.

Al cabo de una semana, Atenas nos envió una delegación a caballo, por la ruta comercial, Los delegados traían un decreto por el que se recibía de nuevo a Milcíades y nos presentaron un tratado. Los hombres de Platea firmaron el tratado, prometiendo apoyar a Atenas; Atenas prometía lo mismo. Los hombres de la ciudad fueron al templo de Hera y juraron todos en el sagrado recinto.
Pater
y mi hermano fueron. Yo era demasiado joven.

Era un verano magnífico. Recuerdo a todos los hombres de nuestro valle, con sus ropas de gala —llevábamos entonces quitones y grandes capas—, volviendo del templo. Formaban una hermosa procesión. Yo pensaba que ese debía de ser el aspecto del rey de Persia.

El sol estaba en lo alto y el cielo lucía ese magnífico color azul que es tan difícil de recordar en un día lluvioso como este. Todos estábamos orgullosos de que Atenas nos quisiera. Y los hombres de Atenas actuaban como si nosotros fuéramos hombres de valía.

Recuerdo aquel período como una época feliz. Quizá solo sea por el contraste con lo que vino después.

Los hombres de Atenas se fueron a su ciudad y Milcíades marchó con ellos.
Pater
volvió a trabajar sobre un pedido de puntas de lanza. Draco subió a la montaña con sus dos hijos a cortar madera de roble para llantas. Mirón se fue a su casa a velar por que sus esclavos recogieran la cebada.

Yo empecé a hacer mi primera copa.

No iban mal las cosas cuando el mensajero ateniense recorrió a caballo el valle convocándonos para la guerra.

Dos semanas. Ese es el tiempo que tuvimos antes de que estallara la tormenta.

Nunca dudé de que iría con los hombres. Fui como escudero, por supuesto —un
hipaspista
—. Era demasiado joven para luchar como un hoplita. En nuestros días, los hombres toman esclavos, pero, en aquella época, estaba mejor visto llevar a adolescentes para que transportaran el equipo.

Hermógenes fue con su padre y yo fui con mi hermano. Mi padre llevó a un esclavo.

Nunca pensamos negarnos a los atenienses. Y, aparte de mi madre, que lloró y clamó contra la fatalidad, hubo pocos que vieran hasta qué punto nos habían engañado los atenienses. No nos estaban salvando. Nosotros marchábamos para protegerlos. Pero eso no lo dijo nadie.

Tardamos menos de una semana en preparar nuestra salida. Podríamos haberlo hecho más deprisa, pero nuestros agricultores tenían que recoger sus cosechas. Ya se sabía en la polis que Tebas trataría de vengarse, que nos consideraban rebeldes. Podrían venir e incendiar nuestras cosechas si no las recogíamos. No era conveniente dejar la uva en las vides y la aceituna en los olivos.

No sabía de ningún hombre que hubiese siquiera sugerido que olvidáramos nuestra alianza con Atenas o, simplemente, que enviáramos un mínimo de hombres. Eramos campesinos orgullosos y enviamos la totalidad de nuestro contingente a través de las montañas. Hombres como Mirón trabajaron como esclavos para recoger la cosecha. Recuerdo estar trabajando con Hermógenes y nuestros esclavos, sintiéndome ya como un hombre en guerra. Por la noche, bebía vino con los hombres y esperaba que me regalaran un
aspis
y me introdujeran en el
taxis
. Los agricultores liberaban a esclavos para reclutarlos como soldados, pero a mí no me invitaron.

Atravesamos las montañas después de la fiesta de Deméter. Marchamos por la misma carretera que pasaba por la ermita y todos los soldados tocaron la tumba. Yo pensé en Calcas. Oímos que los espartanos y todos sus aliados del Peloponeso habían marchado rodeando la montaña por el sur y entrado en Ática. Los chicos como yo temíamos que hubiésemos salido demasiado tarde.

La guerra es algo a lo que un hombre debería querer llegar tarde. Cruzamos a Ática y los espartanos estaban situados cruzando el río, desde la torre de Oinoe, una fortificación que habían construido los tiranos de Atenas contra este mismo tipo de guerra. Por supuesto, Esparta había sido enemiga de la tiranía, pero, cuando los espartanos vieron la fuerza que iba a tener la nueva Atenas, también se hicieron enemigos de la democracia. Las ciudades estado siempre estaban en ese plan. No tienen más moralidad que una puta de El Pireo tratando de conseguir un poco de vino. Hacen cualquier cosa para lograr lo que quieren.

¡Ares, cómo temíamos a los espartanos! Cleómenes, su rey, un hombre famoso, solo tenía con él a mil
espartiatas
, los ciudadanos espartanos, y había seis mil ciudadanos atenienses. Pero con los «aliados», las ciudades del Peloponeso que tenían que ir a la guerra cuando Esparta lo ordenaba, reunía gente suficiente.

¡Y cómo nos vitoreaban los atenienses, aunque solo aportáramos mil hoplitas! Nos concedieron el honor del extremo izquierdo del frente. La posición de máximo honor es el flanco derecho. Si la derecha cae, el ejército está perdido, muerto. El padre de Milcíades, también llamado Milcíades, ocupaba la derecha del frente, con las tribus principales de Atenas. Su aspecto era magnífico, con capas de lana tejidas al modo de los tapices, y toda la línea del frente ostentaba corazas de bronce, como héroes. Todos los hombres llevaban un plumero de crines en sus cascos. Hacían que pareciésemos labradores.

¡Ah!
Éramos
labradores. La mitad de nuestros hombres tenían gorros de cuero. Solo la línea de vanguardia llevaba casco y la mitad de nuestros hombres llevaba gorros de guerra sin antifaz. Mi padre era uno de la docena de guerreros con panoplia de bronce y no todos los que formaban en primera línea llevaban el cuerpo cubierto de cuero. Un par de hombres llevaban fieltro.

Hermógenes y yo éramos
psiloi
. Eso significaba que teníamos que acercarnos al enemigo, tirarles piedras e incitarlos a la acción. Algunos
psiloi
se limitaban a proferir insultos. Todo era, más bien, como algo religioso. Era raro que los
psiloi
hirieran a nadie.

Yo tenía seis buenas jabalinas, muy pocas para un chico de mi edad, pero ninguno de los demás, esclavo o libre, había pasado dos años en las montañas, cazando ciervos. Le di tres a Hermógenes.

Nuestro jefe era Calicles, el hijo más joven de Mirón. Era un año mayor que yo y muy mandón. Yo estaba acostumbrado a mi hermano, que escuchaba cualquier razonamiento que le hiciese y lo juzgaba por sus méritos. Mi hermano era lento, minucioso y del todo serio y responsable. Calicles carecía de todas estas cualidades. Mis intentos vacilantes de decirle que yo sabía mucho más de estos asuntos que él solo consiguieron que me diese un codazo en la nariz. Me cogió por sorpresa y me tiró al suelo en un instante. Me liberé antes de que pudiera hacerme daño, pero opté por obedecer.

Acampamos durante dos días, vigilando a los espartanos. El despliegue suponía que, si entrábamos en combate, seríamos los que nos enfrentáramos a los
espartiatas
. Ellos estarían a la derecha de sus líneas y nosotros estaríamos a la izquierda de las nuestras. La gente hablaba, pero ninguno de los hombres nos dedicaba mucho tiempo a los chicos, excepto mi hermano. Me dijo que estaba muy asustado.

—Me siento como si fuese a morir —dijo—. Tengo frío constantemente. ¡Voy a ser un cobarde y lo odio!

Lo abracé.

—¡Eres un valiente! —le dije—. Pero no seas demasiado valiente.

Me sonreí y le di el consejo de Calcas, que, viniendo de un crío imberbe, debió de sonar como una estupidez:

—Quédate en el muro de escudos y no dejes que nadie pase por encima del tuyo —dije.

A pesar de su miedo, se rio conmigo.

—Estoy en la sexta fila —dijo—. ¡Más seguro de lo que estamos en casa durante una tormenta!

Se echó a reír, pero después se puso serio.

—Vamos a formar en profundidad, para retrasar a los espartanos —dijo—.
Pater
dice que, si formamos de doce en fondo, resistiremos más tiempo.

Me pareció que tenía sentido. Y todavía me lo parece.

Cariño, en aquellos días los hombres no luchaban como lo hacen hoy. Bueno, los espartanos sí. Eran disciplinados y cuidadosos, pero la mayoría de los hombres ni siquiera formaban una auténtica falange, con filas y columnas, algo que ahora hacen todas las ciudades. No, entonces todavía éramos como las bandas guerreras de los señores de la
Ilíada
. Los hombres se agrupaban en torno a los jefes como los árboles alrededor de un manantial y, si un jefe moría, todos sus hombres huían.

Pero mi padre prestaba atención a las cosas que veía y oía, y él fue quien sugirió que cada hombre de Platea debía ocupar un puesto en una fila y una columna y tenía que practicar en esos puestos, como hacían los espartanos y los mejores de entre los tebanos, sus
apobatai
, los luchadores de elite, que una vez fueran los carristas. Y ahora
pater
les había ordenado que lucharan en un orden muy profundo: en aquella época, doce en fondo era el doble de la profundidad habitual en orden de combate.

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