Authors: Christian Cameron
—Venid conmigo —dijo. Fue lacónico, y todos nosotros, aun Bion, pensamos que podría haber problemas.
Dejamos nuestros aperos y lo seguimos por la viña hacia la casa.
Pater
no decía nada y nosotros tampoco. Entramos en el patio y solo entonces vimos la ladera y oímos los carros por la vereda.
Yo no podía ver mi cara, pero sí la de Hermógenes. Dirigió a su padre una sonrisa de gozo total.
—¡Seréis libres! —dijo
pater
; algo que, por entonces, no significaba nada para mí.
Epicteto conducía sus propios bueyes desde el carro. Su hijo iba a su lado y dos de los hombres que había contratado, en la caja, pero el segundo carro había desaparecido… como debieron de hacer las sonrisas de todos los rostros de la
oikía
. Incluso las de las mujeres, asomadas sobre la barandilla de la exedra.
Epicteto el joven saltó del carro y corrió hacia las cabezas de los bueyes, y dirigió una sonrisa a
pater
; entonces caímos en la cuenta.
Cuando Epicteto el Viejo descendió del carro, no podía borrar la sonrisa de su rostro.
Después bajaron los hombres contratados y dejaron en el suelo unos pesados sacos de lana. Hacían un ruido como de roca, pero más fino: cobre; lo supe por el sonido. Y después estaño envuelto en piel de un lugar lejano, del norte.
Epicteto avanzó con los pulgares metidos en la faja.
—Era más barato comprar cobre y estaño que comprar lingotes de bronce —dijo—. Y te he visto hacerlo. Si no te gusta —añadió, elevando una ceja—, te dejo el carro para que lo devuelvas.
—Lingotes chipriotas —dijo
pater
. Había abierto los pesados sacos de lana—. ¡Por Afrodita, amigo, si todo este cobre y este estaño son míos por veinte dracmas, menos un octavo por el transporte, menudos tratos haces!
Epicteto se encogió de hombros, pero era un hombre feliz, un hombre que le había hecho un favor indiscutible a otro hombre.
—Cincuenta dracmas de plata menos un octavo por el transporte —dijo—. Gasté treinta de tus ganancias en material nuevo. Me pareció que tenía sentido.
Pater
estaba arrodillado en el cobre como un chiquillo jugando en el barro.
—Te lo debo —dijo.
Epicteto se encogió de hombros.
—Hace tiempo, hiciste algún dinero. Eres un hombre demasiado bueno para pasar hambre. Sabes trabajar, pero no ser rico —dijo, tendiendo una bolsa—. Trescientas setenta y dos dracmas de plata, además de los portes y de todo ese cobre —añadió, asintiendo—. Y hay un hombre que va a venir a verte en relación con un casco.
—¿De Atenas?
Parecía como si
pater
no se hubiera percatado de lo que le habían dicho y se hubiese quedado solo con la idea del hombre de Atenas que iba a venir.
—¿Trescientas setenta dracmas? —dijo.
Epicteto y él se abrazaron.
Aquella noche,
mater
y
pater
cantaron juntos.
Formaban una pareja notable cuando estaban sobrios y se trataban de forma amistosa. No lo creerás,
zugater
, pero, cuando tengas mi edad, te resultará bastante difícil echar la vista atrás y ver con claridad a tu padre y a tu madre y, si Apolo tiende su mano y Plutón me concede la gracia suficiente de vivir hasta verte con hijos en tus rodillas, ¿por qué me vas a recordar solo como un viejo con bastón, eh? Pero me encanta recordarlos en aquel día. En años posteriores, cuando yo estaba muy lejos, como esclavo, pensaría en
pater
vestido con sus mejores galas, un quitón de lana engrasada tan fina que se le notaban todos los músculos del pecho, y en su cuello, como el de un toro, y en su cabeza —tenía una cabeza noble—, como una estatua de Zeus, con el pelo completamente oscuro y rizado. Siempre lo llevaba largo, en trenzas que rodeaban la coronilla cuando estaba trabajando. Más tarde, lo comprendí: era el peinado de un guerrero, con las trenzas para amortiguar el casco. Nunca fue un vulgar herrero.
Y
mater
, cuando estaba sobria… Es difícil que un niño vea a su madre como una mujer hermosa, pero ella lo era, Cuando era niño, los hombres me decían eso, y ¿qué puede haber más embarazoso que otros hombres encuentren atractiva a tu madre? Sus ojos eran azules y grises; su nariz, recta; su rostro, fino; sus pómulos, altos y hundidos… A menudo me pregunto cuántas madres Hera del templo fueron talladas de manera que se parecieran a
mater
. A ella le gustaba llevar un vestido de lana teñida de rojo de Tiro con bordados —no suyos, Atenea lo sabe— y era esbelta y flexible, sobre todo, para mí, cuando estaba sobria.
El día siguiente,
pater
liberó a Bion. Le ofreció un sueldo para que se quedara y mandó a buscar al sacerdote de Tebas para que lo elevase a la categoría de herrero libre. Bion y
pater
regatearon sobre el precio de su familia y
pater
estableció el trabajo de dos años en la fragua. Bion aceptó y ambos escupieron en las manos y las chocaron.
El día siguiente,
pater
vino a verme adonde yo estaba barriendo.
—Es hora de ir a la escuela —dijo. No sonreía. En realidad, parecía nervioso—. Lo… siento, chico. Siento haberte pegado tan fuerte por un cuchillo de una dracma. —Y me lo devolvió; me lo
había
confiscado
junto con
el bronce que me había hecho en una ocasión—. Te he hecho una vaina —dijo.
Efectivamente, me la había hecho. Una vaina de bronce con un adorno de remaches de plata. Era una cosa maravillosa, más fina que cualquiera que yo hubiera tenido.
—Gracias,
pater
—murmuré.
—Hice el juramento de que, si lo hacíamos durante el verano… —se detuvo y echó un vistazo afuera de la fragua—. Si lo hacíamos durante el verano, te llevaría a la ermita del héroe y pagaría al sacerdote para que te enseñase.
Yo asentí.
—Quiero decir que voy a mantener mi palabra, pero quiero que sepas que… eres un buen… trabajador —dijo, asintiendo—. Por eso, ponte tu cuchillo alrededor del cuello. Veámoslo. Ahora, ve y ponte un quitón blanco como si fueses a una fiesta y dale un beso a tu madre.
Mater
me miró como si me hubiesen arrastrado hasta allí los perros, pero luego sonrió. Me miró como una reina.
—En tu mano está parecer un señor —dijo—. Recuérdalo.
Puso ante mí su espejo, uno de plata fina que no había sido vendido cuando éramos pobres, que tenía en el reverso a Afrodita peinándose el cabello. Me vi. No era la primera vez, pero todavía recuerdo mi sorpresa al ver lo alto que era y cuánto me parecía a mi idea de un señor: quitón de fina lana, el cabello en tirabuzones y el cuchillo bajo el brazo. Después, me ofreció la mejilla para que la besara —nunca los labios y nunca un abrazo— y salí.
Fui andando con
pater
. Había treinta estadios hasta la ermita de nuestro héroe de la guerra de Troya y yo no estaba acostumbrado a llevar sandalias.
Pater
marchaba en silencio. Me sorprendió que no hubiese enviado a Bion ni a nadie más, pero me cogió él mismo y, cuando hubimos subido a una altura suficiente por la ladera de la montaña para adentrarnos en la arboleda —unos hermosos cipreses enhiestos y algún que otro pino raquítico—, se detuvo.
—Escucha, muchacho —dijo—. El viejo Calcas es un hombre de fiar, para ser un borracho. Pero… bueno, si no quieres nada con él, corre a casa. Y si te hace daño, lo mato.
Me cogió por los hombros y me besó, y después anduvimos el resto del camino.
Calcas no era tan viejo. Era de la edad de
pater
; tenía una barba más poblada, más blanca, pero el cuerpo de un atleta. No parecía un borracho. Me lo imaginaba como un experto; después de todo, conocía muy bien cada fase de la bebida de
mater
, desde los ojos ribeteados de rojo y el aliento repugnante hasta un modesto llanto. Calcas no mostraba ninguno de esos síntomas. Y estaba
tranquilo
. Lo vi de inmediato. No estaba nervioso ni mostraba ansiedad.
Pero lo que me llamó la atención fueron sus ojos. Tenía los ojos verdes como yo mismo, pero nunca había visto otros iguales. Tenían también una característica peculiar: parecía que te miraban desde muy lejos.
Lo sé, querida. Mis ojos hacen lo mismo, pero no entonces.
No creo que la mayoría de los labradores del valle del Asopo supieran lo que era Calcas. Creían que era un sacerdote inofensivo, un borracho, un anciano útil que enseñaba a leer a sus hijos.
Dado lo que Platea iba a ser, resulta casi divertido que, en todo el valle, no hubiese un hombre lo bastante duro como para mirar al sacerdote a los ojos y verlo como lo que era: un matador de hombres.
Viví con Calcas durante varios años, pero nunca pensé que su choza, al lado del manantial y de la tumba, fuese mi
casa
. Desde el extremo de la tumba, podía ver nuestra colina, que se elevaba a treinta estadios de distancia, y, cuando sentía añoranza, trepaba por las piedras redondeadas hasta la parte superior, me tumbaba en el tejado de la tumba y miraba la casa a través del aire en calma.
Y muy a menudo me enviaba a hacer recados allá, porque le pagábamos con vino, aceite de oliva, pan y queso, y porque era un hombre bondadoso para todos los que tenían la mirada vacía. Dejaba que llorara al irme a dormir durante varias noches y entonces me mandaba a casa con algún recado, sin preguntarme nada.
Aquel primer otoño, aprendí las primeras letras y nada más. Durante cuatro horas diarias. Después fregábamos los platos de madera y su jarro de bronce, un gran objeto que, sin duda, había sido una donación hecha en el pasado. No hablaba mucho, excepto para dar clase. El, simplemente, me enseñaba las letras, una y otra vez, con infinita paciencia, algo que, con
pater
, habría acabado en gritos de frustración.
Me gustaría poder decir que fui un aprendiz listo, pero no lo fui. Era a principios de otoño y todo era de color dorado, y yo era un chico de exteriores atrapado en sus lecciones. Quería ver las águilas evolucionando en las alturas y me fascinaban los bosques que rodeaban la ermita por su profundidad y su oscuridad. Un día, vi un ciervo —el primero— y después, un jabalí.
Me sentía como si hubiese caído en la tierra del mito.
A veces, llegaban viajeros a la ermita por la montaña. No muchos, solo unos pocos. Siempre eran hombres y a menudo llevaban armas, una visión que era rara en el valle. Calcas me hacía salir y después se sentaba con los hombres y bebía una copa de vino.
Evidentemente, eran soldados. Venían a la ermita soldados de toda Beocia, porque se decía que la ermita y el manantial sanaban a los hombres que venían de la guerra. Yo creo que era Calcas quien los curaba. El hablaba y ellos escuchaban y, por unos pocos daricos y algo de atención, se iban más aliviados. A veces, se emborrachaba después, pero, en la mayoría de los casos, iba y decía en la ermita algunas oraciones por el héroe, y después hacía unas gachas de cebada.
Su comida era terrible y siempre igual: pan negro, caldo de alubias sin carne y agua. He vivido en un grupo informal espartano y he comido mejor. En aquella época, no me preocupaba mucho. La comida era el combustible.
En su choza, Calcas tenía cosas fascinantes. Tenía un
aspis
tan fino como el de
pater
: un gran cuenco de bronce y madera, con una serpiente pintada en rojo y un centenar de abolladuras en la superficie. Tenía una espada, una espada larga de hoja estrecha; ni comparación con el cuchillo largo de
pater
. Tenía un casco mate, muy simple, no un elegante casco corintio como el de
pater
, y su coselete estaba formado por capas de cuero blanco con señales y rozaduras, remendadas un centenar de veces, sin un pedazo de bronce que lo reforzara. Tenía una fina lanza de caza, bellamente manufacturada por un maestro, con una punta ahusada de acero, grabada y cuidadosamente incrustada, al estilo medo, y un arco de factura extranjera con un carcaj de flechas.
Le gustaba dejarme tocar todo aquello, cosa que nunca me hubieran permitido con el equipo
de pater
. Todo excepto el arco.
Naturalmente, yo tenía que robar el arco.
No era difícil. Su choza tenía una pieza de adorno, una ventana hecha con hojas de asta, aplanadas y prensadas. En invierno, dejaba entrar la luz y estaba bellamente elaborada —el regalo de algún patrono rico—. Estaba hecha de manera que pivotara sobre un par de bisagras de bronce delicadamente trabajadas. Calcas solía reírse de ella. La llamaba la «puerta de Cuerno» y decía que todos sus sueños pasaban por ella; también la llamaba la «ventana del Señor».
—Una locura para tenerla en la choza de un campesino —decía, aunque esa ventana me permitía leer en invierno.
Pronto descubrí que podía entrar y salir por aquella ventana. Tallé una vara con mi afilado cuchillo de hierro de manera que pudiera hacer palanca para abrir la ventana desde fuera. Esperé hasta que estuvo borracho; después entré y cogí el arco y el carcaj y salí corriendo por uno de los centenares de caminos que salían del claro por el manantial. Fui por una vereda hacia un pequeño prado con un viejo tocón, que había descubierto en un paseo anterior, y mi aventura tocó a su fin cuando traté de tensar el arco. Pasé la tarde luchando contra la fuerza del arma de un hombre y fracasé.
Así que bajé con el arco y el carcaj y me deslicé al interior de la choza, devolviendo el arco a la clavija de la que colgaba.
Tras las lecciones del día siguiente, dije:
—Maestro, cogí vuestro arco.
Estaba recogiendo el punzón y las hojas de cera que hacía. Se volvió tan rápido que me estremecí.
—¿Dónde está? —preguntó.
—En su clavija —dije, inclinando la cabeza—. No pude tensarlo.
No vi moverse la mano, pero, de repente, me dolió la oreja; un dolor como de
fuego
.
—Eso es por la desobediencia —dijo con tranquilidad—. ¿Quieres tirar con el arco?
—¡Sí! —dije. Creo que estaba llorando.
El asintió.
—Te voy a mandar a por más vino —dijo—. Cuando vuelvas, quizá hagamos un arco con el que puedas disparar —añadió, y se detuvo—. Y haremos las danzas. Las danzas militares. Ahora, ¿qué letra es esta?
Dibujó una letra y yo dije:
—Qmicron.
—¡Buen chico! —respondió.
La oreja me siguió doliendo durante los treinta estadios, hasta llegar a casa.