Authors: Christian Cameron
Y ahí podría haber quedado todo si no hubiese sido por la Daidala.
Creerás que lo sabes todo acerca de la Daidala, querida, porque yo soy aquí el amo y hago que los campesinos celebren la fiesta de mi juventud. Pero, escucha,
zugater
, en las laderas del Citerón fue donde Zeus temió por primera vez perder el amor de su esposa, Hera. Ella lo dejó, porque era un mal esposo y la engañó, porque dime: ¿crees que tu esposo no debería nunca abandonar tu lecho? Ya me ocuparía yo de que volviera o acabaría con sus tripas deshechas.
En todo caso, ella lo dejó y, cuando se fue, como ocurre en el caso de los hombres, él la echó en falta. Por eso le pidió que volviese. Pero, cuando eres un dios y el padre de los dioses —sí, o cuando solo eres un hombre mortal y pagado de tu propia importancia—, es difícil pedir perdón y más difícil aun que te lo nieguen.
Por eso, Zeus se fue a Beocia, en aquellos días en que había reyes. El encontró al rey, plateo, por supuesto, y le pidió consejo.
El rey pensó en ello durante un día. Preguntó a su propia esposa si aquello tenía algún sentido. Después volvió al poderoso Zeus, no dudó en encogerse de hombros ante la ironía de todo el asunto y dijo:
—Poderoso Zeus, primero entre los dioses y los hombres, puedes conseguir que vuelva la hermosa Hera, la de los ojos de vaca, si la pones celosa, haciendo que crea que tratas de reemplazarla para siempre.
Así que le propuso hacer una estatua de madera de una hermosa
koré
, una doncella, vestida con traje nupcial y que la llevaran a los sagrados recintos de la montaña e imitaran la forma en que hombres y mujeres asisten a una boda.
—Hera vendrá en toda su gloria a destruir a la usurpadora —dijo el rey—. Y cuando vea que solo hay un trozo de madera, se echará a reír. Después os reconciliaréis.
Es posible que Zeus pensara que era el plan más estúpido que hubiera oído nunca, pero estaba desesperado. Para un anciano como yo, ese plan me parece profundamente cínico. Sin embargo, funcionó. La procesión nupcial ascendió por la ladera y Hera vino y destruyó la estatua con sus poderes. Después, vio que solo había quemado un trozo de madera y se echó a reír, y ella y Zeus se reconciliaron y celebraron de nuevo su matrimonio eterno.
Por eso, todas las ciudades de Beocia se turnaban para celebrar la Daidala: cuarenta y ocho ciudades y, en el año cuarenta y nueve, se celebraba la Gran Daidala, cuando las hogueras ardían como ardían los faros cuando llegaron los medos. Y competían para celebrar la mejor fiesta, tener la mayor hoguera, los adornos más refinados en los vestidos, la
koré
más bella. Pero como la federación de Tebas se hizo con el poder, también Tebas se apoderó de la fiesta. No permitiría ningún rival y la Daidala solo la celebraría Tebas, y la pequeña Tespias y nuestra Platea. Solo nuestros dos pequeños estados osaron insistir en nuestros antiguos derechos.
Ahora bien, cuando los hombres de Tebas nos vencieron en aquella ocasión, nuestros dirigentes firmaron el tratado, acataron sus leyes y aceptaron la federación, igual que un hombre pobre acepta un embutido malo en el mercado cuando no se atreve a regatear. Pero el tratado no decía nada sobre la Daidala. Y el turno de Platea se acercaba, su primer turno para celebrar la fiesta en cerca de cincuenta años.
Durante un año después de la batalla, los hombres no hablaron mucho sobre la cuestión. Pero entonces hacía pocos años que se había celebrado la Daidala platea, y las ciudades trabajaban durante años para hacer que la fiesta fuese grande. Por tanto, no mucho después de que el sacerdote viniera a nuestra casa —así lo recuerdo yo— y el fuego de la fragua volviera a encenderse, los hombres empezaron a volver a la herrería. Primero venían a que arreglaran sus ollas y a que reforzaran sus arados, pero pronto comenzaron a venir a hablar. Cuando cambiara el tiempo y
pater
saliera a trabajar fuera, los hombres vendrían en cuanto acabaran su trabajo en el campo, o antes, y se sentarían en los bancos de la fragua de
pater
o se apoyarían en la cerca de la vaca o en su cobertizo. Traerían su propio vino, se lo servirían para cada uno y para
pater
y hablarían.
Yo era un chico y me encantaba oír hablar a los hombres. Eran hombres sencillos, no señores, pero tampoco idiotas. Aun aquí, en esta casa, oigo que la vida del hombre rústico es motivo de diversión. Quizá. Quizá haya gañanes que piensen más en el precio de un burro que en una bella estatua. ¿Y qué? ¿Cuántos de estos filósofos podrían arar un surco recto, eh, chica? En el mundo, hay sitio para muchos tipos de saber: esa fue la revelación de mi vida y tienes que escribirlo.
¡Ah!, es bueno ser señor.
En cualquier caso, al final del día, estaban en el patio el alfarero, Karpos, hijo de Foibos; el carretero, Draco, hijo de Draco; el peletero Zerón, hijo de Xenón, algunos de sus esclavos y una docena de labradores. Y discutían de todo, desde la inmortalidad de los dioses hasta el precio del trigo en el mercado de Tebas, y en Corinto y en Atenas.
Atenas. ¿Cuántas veces la mencionaré en esta historia? No era mi ciudad, pero estaba coronada de belleza y fuerza; en cierto modo, Platea nunca podría ser fuerte, aunque fuese caprichosa y, a veces, cruel, como una doncella. Como tú lo serás bastante pronto, querida. Atenas es ahora la mayor ciudad del mundo, pero entonces no era más que otras polis, y fuera de Atica, los hombres le prestaban poca atención.
Sin embargo, estaba empezando a descubrir su poder. Tengo que aburrirte con algo de historia. Durante cuarenta años, Atenas ha estado sometida a una tiranía, la de los pisistrátidas. Unos dicen que los tiranos fueron buenos para Atenas y otros, que fueron malos. Tengo amigos de ambos grupos y sospecho que la verdad era que los tiranos fueron buenos en ciertos sentidos y malos en otros.
Mientras los tiranos eran dueños y señores de Atenas, el mundo estaba cambiando. Primero, Esparta se hizo con el poder, aplastando inicialmente las ciudades próximas a la suya y obligando después al resto de sus vecinos a celebrar una serie de tratados que los obligaban a servir a Esparta. Ahora, en el Peloponeso, y en todos los demás lugares también, solo luchaban en las guerras los hombres que tenían propiedades inmobiliarias. Los esclavos podían lanzar piedras y los labradores pobres podían lanzar una jabalina, pero los
guerreros
eran los aristócratas y sus amigos.
Los ejércitos eran pequeños, porque, gracias a los dioses, solo hay unos pocos aristócratas en el mundo. Pero, cuando Esparta creó su «Liga», cambió el mundo. De repente, el Peloponeso pudo alistar un ejército mayor que ningún otro. Los espartanos eran grandes guerreros —pregúntales—, pero lo que los hacía peligrosos era el
tamaño
de su ejército. Esparta podía poner en el campo de batalla a diez mil hombres.
Los otros estados tenían que responder. Tebas formó su propia liga, la federación de Beocia, pero otros estados tenían que buscar otra manera de reunir esa fuerza. En Platea, optamos por armar a todos los hombres libres. Aun así, como he dicho, nunca pudimos reunir a más de mil quinientos hombres armados.
En Atenas, los tiranos mantenían unos ejércitos reducidos. No permitían que los hombres llevaran armas al extranjero y, cuando tenían que luchar, contrataban a mercenarios de Tesalia y Escitia. No se fiaban de su pueblo.
No te engañes, cariño. Nosotros también éramos tiranos.
En todo caso, siendo yo todavía un niño, cayeron los pisistrátidas. Los supervivientes huyeron a refugiarse bajo el Gran Rey de Persia y Atenas se convirtió en una democracia. De repente, en un día, Atenas tuvo la gente suficiente para poner en pie un gran ejército: diez mil hoplitas o más. La Atenas de mi infancia era como un chiquillo que acabara de desarrollar sus primeros músculos.
Te has mantenido despierta durante mi lección de historia —ese tipo que te está cortejando debe de estar haciendo su efecto—. La cuestión es —porque hay una cuestión, cariño— que, por primera vez, Atenas se sentía fuerte y, de repente, se abría como mercado para los píateos, justo al otro lado de las montañas y evitando el paso a Tebas. Algunos de los agricultores más ricos habían descubierto que, si acarreaban el aceite de oliva, el grano y el vino por la montaña hasta Atenas, conseguían un precio
mucho
mejor que el que obtenían en el mercado de la pequeña Platea, o en el de la poderosa Tebas.
Yo deseaba con todas mis fuerzas ir a Atenas. Soñaba con ello. Había oído que toda la ciudad estaba construida con mármol de Paros. Mentiras, por supuesto, pero uno tenía sus propios sueños… ya sabes cómo son los sueños. Y oímos que los alcmeónidas estaban construyendo en Delfos el nuevo templo de Apolo en mármol —nunca se había hecho antes— y era una maravilla. Draco, el carretero, lo más parecido a un buen amigo que tenía
pater
, fue en peregrinación a Delfos y volvió hablando maravillas del nuevo templo.
¡Bah!, dame esa copa de vino y no hagas caso de las digresiones de un viejo. De todos modos, la comidilla de aquel verano eran la Daidala y el precio del grano.
Epicteto era el labrador más rico de la localidad. Había nacido esclavo, se había labrado su riqueza con su propio sudor y podía haber renacido como el viejo Hesíodo; un hombre que no convenía tener como enemigo. Había viajado a Atenas el año anterior y le había entusiasmado. Recuerdo el día en que llegó con un carro grande lleno de jornaleros.
—¿Esta es la fiesta? —dijo. Tenía una voz sombría y profunda.
—Aquí no hay ninguna fiesta —dijo
pater
, que estaba haciendo un caldero, un caldero hondo; el yunque cantaba con cada golpe, mientras doblaba el bronce a su voluntad—. ¡Solo un puñado de holgazanes que no quieren trabajar!
Había veinte hombres en el patio de la fragua y todos se reían. Era media tarde y no había allí ningún holgazán. Había un pellejo de vino del año anterior, el magnífico líquido púrpura que daban las uvas de la casa, oscuro como el rojo de Tiro.
Epicteto se apeó de su carro y los hombres que había contratado se bajaron. Era un carro grande y alto, el mejor trabajo de Draco, del tipo que podría llevar el peso del grano de cinco fincas. Tenía un hijo ya adulto, Epicteto hijo, que era la sombra de su laborioso padre.
—Trae nuestro vino, hijo —dijo el padre, entrando a continuación en el patio.
Era todo un acontecimiento, porque Epicteto
nunca
entraba a holgazanear en el patio de la fragua. Decía que un hombre solo tenía una vida y que todo el tiempo que perdiese iba en su contra ante los dioses. Era el único labrador de Beocia dueño de cuatro arados. Solo necesitaba dos, pero construyó los otros dos por si acaso. Era de esa clase de hombres.
Entró, pues, en el patio y
pater
me envió a por un taburete a la cocina. Era como si un señor visitara a otro. Agarré un taburete y Epicteto hijo sirvió vino de una pesada ánfora a cada uno de los hombres que estaban en el patio. Yo probé un sorbo del de
pater
. No era barato.
Epicteto miró a su alrededor.
—He escogido el día adecuado —dijo, y asintió—. Quería hablar con los hombres, los hombres de verdad, sin delatarme ante esos bastardos tebanos de la ciudad.
Pater
le entregó a Bion el nuevo caldero.
—Ponle los remaches —dijo—. ¿Me puedes pasar otra chapa?
Bion asintió. Fundiendo bronce era aun mejor que
pater
.
—Suave como un bebé —dijo.
—Será un rival para ti cuando lo liberes —dijo Draco.
—No —dijo
pater
.
Se quitó su delantal de cuero y se lo dio a otro esclavo. Después, se echó agua por la cabeza, se secó la cara con un trapo y se acercó.
—Me alegro de verte en mi patio, y un invitado siempre es una bendición —dijo
pater
; e hizo una libación—. Siempre tengo tiempo para escucharte, Epicteto.
Epicteto hizo una venia. Se levantó, como para hablar en la asamblea. Y, en cierto modo, así era, porque en el patio estaban los jefes de los que podríamos llamar hombres «corrientes», los hombres que sostenían los templos y santuarios, que servían en la guerra. Había algunos aristócratas y dos hombres muy ricos, pero quienes estaban en nuestro patio eran… bueno, eran la voz de los labradores, por así decir.
—¡Hombres! —dijo.
¡Era imponente!: alto, fuerte y tan bronceado que parecía de caoba. Incluso a los cincuenta, era una persona con la que había que contar.
—¡Hombres de Platea! —comenzó otra vez.
Y de repente, supe que estaba nervioso. Eso también me puso nervioso a mí. ¿Un hombre tan fuerte… y rico?
—El año pasado fui a Atenas —dijo—. Sabéis que Atenas ha derrocado a los tiranos. Han desaparecido: han huido junto al Gran Rey de Persia o han muerto —se detuvo y sonrió ligeramente—. Pero todos lo sabéis, ¿no? Soy un charlatán. Escuchad. Atenas tiene dinero: sus búhos de plata son la mejor moneda de la Hélade. Y tienen un ejército: reúnen a diez mil hoplitas cuando van a la guerra —añadió, mirando a su alrededor, y tomó un trago de vino—. Tienen tantas bocas que alimentar en su ciudad que necesitan nuestro grano. ¡Sí, importan continuamente grano de la Propóntide y del Ponto Euxino!
Los hombres se movían inquietos.
—Esto me supera. Por eso, he aquí lo que trato de deciros. No podemos luchar solos contra Tebas. Necesitamos un amigo. Atenas debe ser ese amigo. Ellos necesitan nuestro grano —dijo, encogiéndose de hombros—. He hablado con algunos hombres de Atenas. En Atenas, ellos hablan con los agricultores como si fuesen hombres importantes. No como algunos hijos de puta que conozco, ¿eh? Y los hombres con los que hablé estaban muy interesados. Interesados en ser amigos.
Miró a su alrededor.
Recuerdo que la idea me pareció tan excitante que creí que iba a estallar. ¿Atenas, la gloriosa Atenas, una aliada?
Eso va a demostrar lo que uno sabe cuando tiene siete años. El resto arrastraba los pies y miraba al suelo.
Draco se encogió de hombros.
—Escucha, Epicteto, Tu idea es notable, y ya es hora de que empecemos a hablar de estas cosas. Ninguno de los que estamos aquí va a negar que necesitamos un amigo. Pero Atenas está muy
lejos
. Más allá de las montañas. A quinientos estadios a vuelo de cuervo, y más si es para un hombre y un carro.
Mirón, otro agricultor, se inclinó hacia delante, apoyándose en su pesado bastón.