El descubrimiento de un meteorito gigantesco que lleva millones de años enterrado en una isla de la costa sur de Chile atrae la atención de Palmer Lloyd, un coleccionista multimillonario que es capaz de pagar cualquir precio con el fin de conseguir algo único y valioso. Lloyd recluta a Eli Glinn, presidente de Effective Engineering Solutions Inc., para trasladar el meteorito desde la isla hasta su museo en Estados Unidos.
Douglas Preston - Lincoln Child
Más allá del hielo
ePUB v1.1
NitoStrad01.05.12
Autor: Douglas Preston, Lincoln Child
Título original:
Ice Limit
Traducción de: Jofre Homedes Beutnagel
Primera edición: junio de 2002
Este libro es una obra de ficción. Nombres, personajes, lugares e incidentes son fruto de la imaginación de los autores, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con hechos, localizaciones o personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Los autores tienen especial interés en subrayar que los personajes chilenos de esta novela son enteramente ficticios, y que de ningún modo pretenden ser representativos de la población chilena o la marina de dicho país.
Lincoln Child dedica este libro a su hija Verónica
Douglas Prestan se lo dedica a Walter Winings Nelson,
artista, fotógrafo y compañero de aventuras
El valle que no tenía nombre corría entre montañas desoladas, un largo cauce de suelo verde y gris cubierto de musgo, líquenes y hierba. Mediaba el mes de enero; era, pues, pleno verano, y las grietas de las rocas se habían colmado de flores de pinguicula. Al Este brillaba con un azul infinito la pared de un campo de nieve. El aire era un zumbido de mosquitos negros; las brumas estivales que envolvían isla Desolación se habían abierto un poco, dejando que manchara el suelo un pálido sol.
Por los bancos de grava de la isla avanzaba un hombre lentamente, haciendo altos. No seguía ningún camino, puesto que no los había en las islas del cabo de Hornos, el extremo más meridional.
Néstor Masangkay llevaba ropa impermeable muy gastada, y un sucio gorro de piel.
En su barba, escasamente poblada, se había pegado tal cantidad de sal marina que, separada en varias puntas, se agitaba como una lengua de serpiente, mientras Néstor conducía por el llano a dos mulas muy cargadas. Sus comentarios críticos sobre la parentela, manera de ser y derecho a la existencia de tales bestias no tenían auditorio. De vez en cuando se añadía a las quejas el impacto de una vara de acero. Néstor nunca había tenido simpatía a las mulas, y menos alquiladas.
La voz de Masangkay, sin embargo, no era de enfado, ni había saña en sus golpes de vara. Empezaba a embargarle el entusiasmo. Miraba el paisaje y nada le pasaba desapercibido: el escarpe basáltico columnar a menos de dos kilómetros, el pitón de lava de doble cuello, el afloramiento de roca sedimentaria, tan poco habitual… La geología prometía.
Y mucho.
Dio unos pasos por el valle con la vista en el suelo. De vez en cuando salía disparada una bota con tachuelas, desprendiendo una piedra. Entonces se agitaba la barba, Masangkay gruñía, y volvía a ponerse en movimiento la singular reata.
En el centro del valle, la bota de Masangkay desalojó una piedra, pero esta vez se agachó a recogerla y la examinó: era blanda, y al frotarla con el pulgar desprendía gránulos que se quedaban pegados a la piel. Se la acercó a la cara y estudió la arenilla con una lupa de joyero.
Reconoció el espécimen (material friable y verdoso con inclusiones blancas) como un mineral llamado coesita. Por aquella roca fea y sin valor había viajado casi veinte mil kilómetros.
Entonces sonrió de oreja a oreja y, abriendo los brazos al cielo, soltó tal grito de júbilo que resonó por las montañas, rebotando múltiples veces hasta apagarse.
Después calló y examinó el relieve a fin de evaluar la disposición aluvial de la erosión.
Volvió a detenerse en el afloramiento sedimentario, de capas nítidamente delineadas. A continuación su mirada volvió al suelo. Condujo otros diez metros las mulas y desprendió otra piedra con el pie. Después la tercera, la cuarta… Todo coesita. Casi podía decirse que alfombraba el valle.
En la tundra, cerca del borde del campo de nieve, había una gran roca, un errático glacial. Masangkay se acercó con las mulas y las ató a la roca. Acto seguido, e imprimiendo a sus pasos la mayor precaución, rehizo su camino por la grava recogiendo piedras, rascando el suelo con la bota y elaborando un mapa mental de la distribución de la coesita. Increíble.
Superaba sus expectativas más optimistas.
Había llegado a la isla con esperanzas realistas. Sabía por experiencia que las leyendas locales no solían conducir a nada. Se acordó del museo cuya biblioteca, llena de polvo, le había deparado su primer encuentro con la leyenda de Hanuxa: el olor de aquel libro de antropología que se caía a pedazos, las láminas gastadas de útiles e indios fallecidos tiempo atrás… Había estado a punto de ahorrarse la molestia. ¡Con lo lejos que quedaba el cabo de Hornos de Nueva York! Sus intuiciones, por otro lado, tenían un largo historial de dar en saco roto. Sin embargo ahí estaba, en la isla.
Y había encontrado la recompensa de toda una vida.
Masangkay respiró hondo. Se estaba precipitando. Volvió junto a la roca y tocó la panza de la mula que iba en cabeza. Con movimientos rápidos, desabrochó el enganche de diamante, deshizo la cuerda de cáñamo que rodeaba el fardo y abrió las dos alforjas, que eran cajas de madera. Seguidamente levantó la tapa de una de las dos, extrajo una bolsa larga impermeable y la depositó en el suelo. Después sacó del interior seis cilindros de aluminio, un teclado y una pantalla de ordenador pequeños, una correa de cuero, dos esferas de metal y una pila de níquel-cadmio. Se sentó en el suelo cruzado de piernas y montó los componentes en una vara de aluminio de cuatro metros y medio con proyecciones esféricas en ambos extremos. En el centro dispuso el ordenador, con la correa de sujeción, y en una ranura lateral metió la batería. Por último, se levantó y observó el instrumento de alta tecnología con satisfacción: un reluciente anacronismo entre la mugre de las alforjas. Se trataba de una sonda tomográfica electromagnética, cuyo valor superaba los cincuenta mil dólares (diez mil de entrada y el resto a plazos, lo cual, con tantas deudas acumuladas, estaba resultando un engorro). Claro que con los beneficios del proyecto, cuando los obtuviera, podría quedar en paz con todo el mundo, hasta con su antiguo socio.
Masangkay pulsó el interruptor de encendido y aguardó a que el aparato se calentara.
Después dio la inclinación correcta a la pantalla, cogió el mango que había en el centro de la vara y dejó que recayera todo el peso en su cuello, equilibrando la sonda como un funámbulo su pértiga. Con la mano que le quedaba libre, verificó la configuración, calibró y puso a cero el instrumento y emprendió una marcha regular por el fondo del valle, con la mirada fija en la pantalla. Durante la caminata volvió a bajar la niebla y se oscureció el cielo. Masangkay frenó en seco cerca del centro del llano.
Miró la pantalla con cara de sorpresa. Después hizo algunos ajustes en la configuración y dio un paso más. Otra pausa. Ceñudo el semblante, soltó una palabrota, apagó la máquina, volvió al principio del llano, puso el aparato a cero y volvió en ángulo recto hacia su anterior recorrido. Por tercera vez, la sorpresa detuvo sus pasos, seguida por la incredulidad. Marcó el emplazamiento con dos piedras, una encima de la otra. Después se dirigió al final del llano, dio media vuelta y regresó a paso más veloz, sin hacer caso a la llovizna que empezaba a mojarle la cara y los hombros. Pulsó un botón y salió una tira de papel del borde del ordenador. La examinó atentamente, mientras la niebla emborronaba la tinta. Respiró más deprisa. Al principio pensó que eran datos erróneos, pero no, había hecho tres pasadas y sin cambios. Hizo otra, menos prudente que las anteriores; arrancó otra tira de papel, la estudió deprisa y se la metió arrugada en el bolsillo de la chaqueta.
Al término de la cuarta pasada empezó a hablar consigo mismo en voz baja, deprisa y con monotonía. Volvió junto a las mulas, metió la sonda tomográfica en la bolsa y desató el fardo del segundo animal con las manos temblando. Tenía tanta prisa que se le cayó al suelo una alforja, de la que salieron, al abrirse, piolets, martillos, una barrena y un paquete de dinamita. Masangkay cogió un piolet y una pala y regresó a paso ligero al centro del llano. Al llegar tiró al suelo la pala, cogió el piolet y empezó a dar golpes febriles para quebrar la superficie. A continuación, usando la pala, recogió la grava suelta y la arrojó a bastante distancia. Continuó así durante un rato, alternando la pala y el piolet; las mulas, con la cabeza inclinada y los ojos medio cerrados, le miraban con total impasibilidad.
Mientras Masangkay trabajaba, empezó a llover con más fuerza. Se acumularon charcos poco profundos en los puntos más bajos de la superficie de grava. Llegaba olor a hielo del canal Franklin, al norte. A lo lejos retumbó un trueno, y apareció una bandada de gaviotas curiosas, trazando círculos con graznidos lastimeros.
El agujero iba ahondándose: veinticinco centímetros, cincuenta… Debajo de la dura capa de grava, la arena aluvial era blanda y fácil de excavar. Las montañas desaparecieron tras móviles cortinas de lluvia y niebla. Masangkay seguía enfrascado en su labor. Primero se quitó la chaqueta, después la camisa y por último la camiseta, prendas todas que arrojó por el borde del agujero. El barro y el agua se mezclaban con el sudor que le corría por la espalda y el pecho, definiendo los contornos de su musculatura, mientras las puntas de su barba colgaban por el peso del agua.