Una manera educada de referirse al contrabando, pensó McFarlane; y repuso:
—Más o menos.
—Y ¿qué opina?
—Es metal; básicamente, mena. Queda fuera de las leyes de patrimonio cultural.
Lloyd, por consejo mío, ha creado una empresa que en estos momentos está comprando concesiones mineras a la isla. Le he propuesto que vayamos como operación de minería, lo desenterremos y nos lo llevemos a casa. No tiene nada de ilegal, al menos según los abogados.
Amira volvió a sonreír.
—Ya, pero si el gobierno chileno se da cuenta de que es el meteorito más grande del mundo, y no un yacimiento cualquiera de hierro, la operación podría quedar en entredicho.
—Por decirlo suavemente. Podrían pegarnos a todos un tiro.
—Que es la suerte que estuvo a punto de correr usted al llevarse del país las tectitas de Atacama, ¿no? —preguntó Garza. No había perdido su amabilidad en toda la reunión; no participaba ni de la hostilidad de Rochefort ni de la actitud sardónica de Amira, pero McFarlane no pudo evitar sonrojarse.
—Corrimos algunos riesgos. Forma parte del trabajo.
—Ya, ya. —Garza pasó riendo las hojas de su carpeta—. Me extraña que esté dispuesto a volver a ese país, porque este proyecto podría provocar un incidente internacional.
—En cuanto Lloyd descubra el meteorito en su nuevo museo —contestó McFarlane—, le garantizo que lo habrá.
—La cuestión —intervino sosegadamente Glinn— es que hay que hacerlo en secreto.
Lo que pase después de concluida nuestra participación en el asunto ya es cosa del señor Lloyd.
Durante un momento nadie habló.
—Hay otra cuestión —se decidió a proseguir Glinn—. Es sobre su ex socio, el doctor Masangkay.
Ya estamos, pensó McFarlane, armándose de valor.
—¿Sabe de qué murió?
McFarlane titubeó. No era la pregunta que esperaba.
—Ni idea —dijo—. No han recuperado el cadáver. Congelación, hambre… a saber. El clima de allá abajo no es lo que se dice muy hospitalario.
—Pero ¿no había ningún problema médico? ¿Ningún historial que pudiera haber influido?
—Como no sea que fue un niño desnutrido… Al menos yo no le conocía nada más. En el diario no hay ningún comentario sobre enfermedades o hambre.
McFarlane vio que Glinn hojeaba el contenido de su carpeta. Parecía el final de la reunión.
—Lloyd me dijo que volviera con una respuesta —dijo.
Glinn apartó la carpeta.
—Costará un millón de dólares.
McFarlane quedó desconcertado. Era una cantidad inferior a la que esperaba. Sin embargo, su mayor sorpresa era lo deprisa que la había calculado Glinn.
—El sí tiene que darlo el señor Lloyd, claro, pero parece muy razonable…
Glinn levantó la mano.
—Perdone, pero me parece que lo ha entendido mal. Costará un millón de dólares determinar si podemos encargarnos del proyecto.
McFarlane se quedó perplejo.
—¿Un millón de dólares sólo por la estimación?
—Peor —dijo Glinn—. Es posible que acabemos diciéndoles que EES no puede aceptar.
McFarlane sacudió la cabeza.
—A Lloyd le encantará.
—Este proyecto tiene muchas incógnitas, empezando por lo que encontraremos al llegar. Hay problemas políticos, técnicos y científicos. Para analizarlos tendremos que construir modelos a escala. Van a hacernos falta muchas horas en un superordenador.
Necesitaremos el asesoramiento confidencial de físicos, ingenieros de estructuras, expertos en derecho internacional e incluso historiadores y politólogos. El hecho de que el señor Lloyd quiera que se hagan las cosas deprisa las encarecerá todavía más.
—Bueno, bueno. Entonces ¿cuándo nos dirán algo?
—Pasadas setenta y dos horas desde que recibamos el cheque conformado del señor Lloyd.
McFarlane se humedeció los labios. Empezaba a pensar que a él le pagaban demasiado poco.
—¿Y si la respuesta es que no? —preguntó.
—En ese caso, a Lloyd le quedará el consuelo de saber que el proyecto es imposible. Si hay alguna manera de llevarse el meteorito, la descubriremos.
—¿Alguna vez han dicho que no a alguien?
—Muchas.
—¿Sí? ¿Por ejemplo?
Glinn tosió ligeramente.
—El mes pasado, sin ir más lejos, un país de Europa del Este quería que tapáramos con hormigón un reactor nuclear que ya no funcionaba, y que lo pasáramos por una frontera internacional sin que se diera cuenta nadie, para cargarle el muerto a un país vecino.
—Lo dirá en broma —dijo McFarlane.
—En absoluto —dijo Glinn—. Y claro, tuvimos que rechazarlo.
—No tenían bastante presupuesto —explicó Garza.
McFarlane sacudió la cabeza y cerró con fuerza la carpeta.
—Si me dice dónde hay un teléfono, le comunicaré su oferta a Lloyd.
Glinn le hizo señas a Garza, que se levantó.
—Por aquí, por favor, doctor McFarlane —dijo Garza, sujetándole la puerta.
En cuanto la puerta se cerró, Rochefort volvió a suspirar de irritación.
—¿En serio que hay que trabajar con ese tío? —Se quitó de la bata un grumo de jalea morada—. No es científico, es un chatarrero.
—Tiene el doctorado en geología planetaria —dijo Glinn.
—Lo obtuvo hace tanto tiempo que ni se acuerda. Pero no lo digo sólo por lo que le hizo a su socio, ni porque tenga más o menos ética. Fijaos. —Se señaló la camisa—. Un tío así es capaz de cualquier cosa. Es imprevisible.
—No hay nadie imprevisible —repuso Glinn—. Sólo gente a la que no entendemos. —Observó el estado de su mesa de cincuenta mil dólares—. Nosotros, como es natural, procuraremos entenderlo todo del doctor McFarlane. Rachel.
Ella le miró.
—Voy a encargarte algo muy especial.
Amira dirigió a Rochefort otra sonrisa sardónica.
—Para variar.
—Serás la ayudante del doctor McFarlane.
La sonrisa de Amira se diluyó en un silencio repentino. Glinn siguió hablando como si nada, sin darle tiempo de reaccionar.
—Le vigilarás, y cada cierto tiempo redactarás un informe y me lo entregarás.
—¡Coño, ni que fuera psiquiatra! —estalló Amira—. ¡O soplona!
Ahora la diversión, o algo que con menos inquina habría pasado por tal, se reflejaba en otro rostro, el de Rochefort.
—Serán informes de pura observación —dijo Glinn—, y los evaluará a fondo un psiquiatra. Rachel, tú de observar a la gente sabes casi tanto como de matemáticas. Se entiende que lo de ayudante es puro formulismo. En cuanto a lo de soplona, estás equivocada. Ya sabes que McFarlane tiene un pasado accidentado. Será el único de la expedición a quien no hayamos elegido nosotros, y tenemos que vigilarle de cerca.
—¿Y eso me da permiso para espiarle?
—Imagínate que no te lo hubiera pedido. Si le hubieras visto hacer algo que pudiera amenazar la expedición, me lo habrías contado sin pensártelo dos veces. Sólo te pido formalizar un poco el proceso.
Amira se quedó enrojecida y callada.
Glinn recogió sus papeles, que desaparecieron enseguida en los pliegues de su traje.
—También puede que el proyecto resulte imposible, y que todo quede en mera hipótesis. Primero tengo que comprobar una cosita.
McFarlane se paseaba por su despacho del edificio nuevo de oficinas del museo, yendo de pared a pared con la inquietud de una fiera enjaulada. La habitación, que era grande, estaba casi llena de cajas sin abrir, y el escritorio cubierto de planos, notas, gráficos y listados.
Sólo se había molestado en quitar el envoltorio de plástico de una silla; el resto del mobiliario seguía empaquetado, y el despacho olía a moqueta nueva y a recién pintado. Al otro lado de las ventanas, la construcción proseguía a ritmo frenético. Era inquietante ver gastar tanto dinero tan deprisa, pero McFarlane suponía que si alguien podía permitírselo era Lloyd. Las empresas que componían el grupo Lloyd, muy diversas (aeroespacial, informática de alto nivel, sistemas electrónicos de procesamiento de datos), generaban suficientes ingresos para que su dueño fuera uno de los dos o tres hombres más ricos del mundo.
McFarlane hizo el esfuerzo de sentarse, apartó los papeles para tener sitio, abrió el último cajón y sacó el diario enmohecido de Masangkay. La simple visión de las palabras escritas en tagalo había despertado infinitos recuerdos, casi todos agridulces y borrosos como fotos viejas en sepia.
Abrió la tapa, pasó las páginas y volvió a mirar la caligrafía extraña y apretada de la última anotación. Masangkay no sabía llevar un diario. Era imposible saber las horas exactas transcurridas entre aquella entrada y su muerte.
Nakaupo ako at nagpapausok para umalis ang mga lintik na lamok. Akala ko masama na ang
South Greenland, mas grabe pala dito sa isla Desolación…
M…
McFarlane leyó la traducción que había hecho para Lloyd:
Estoy sentado al lado de la hoguera, en medio del humo, intentando ahuyentar a los mosquitos.
Y yo que pensaba que el sur de Groenlandia era duro. Isla Desolación: buen nombre. Siempre había
querido saber a qué se parecía el fin del mundo. Ahora ya lo sé.
Se ve prometedor: los estratos invertidos, el volcanismo extraño, las anomalías secundarias…
Cuadra todo con las leyendas, pero no tiene sentido. Debió de bajar muy deprisa, puede que hasta
demasiado deprisa para una órbita elíptica. No se me va de la cabeza aquella teoría tan absurda de McFarlane. ¡Jo, casi me gustaría tenerlo aquí, al muy cerdo, sólo para que lo viera! Aunque si estuviera conmigo seguro que encontraría la manera de joderlo todo.
Mañana empezaré el examen cuantitativo del valle. Si está, aunque sea a gran profundidad, lo
encontraré. Todo depende de mañana.
Nada más. Había muerto solo, en uno de los lugares más remotos de la Tierra.
McFarlane se recostó en la silla. «Aquella teoría tan absurda de McFarlane»… En realidad, la traducción exacta de
walang kabalbalan
no era «absurda» sino algo bastante menos halagüeño, pero tampoco hacía falta que lo supiera todo Lloyd.
En fin, se estaba apartando del tema, que era el hecho de que su teoría era en efecto absurda. Ahora, con lo que sabía, le extrañaba haberse aferrado a ella con tanta tozudez, durante tanto tiempo y a tan alto precio.
Todos los meteoritos conocidos procedían del interior del sistema solar. En retrospectiva, su teoría de los meteoritos interestelares (meteoritos de origen externo, de otros sistemas estelares) resultaba ridícula. Pensar que una roca pudiera vagar por la inmensa separación entre estrella y estrella y caer justo en la Tierra… Los matemáticos siempre decían que las probabilidades rondaban una sobre un trillón. Entonces ¿por qué no había renunciado? Su idea de que un día alguien (preferiblemente él mismo) encontraría un meteorito interestelar era descabellada, ridícula e incluso pretenciosa. Más aún: había perturbado su sensatez, y acabado por arruinarle la vida casi sin remedio.
Ahora resultaba extraño leer que Masangkay, en su diario, la sacaba a colación. La inversión de los estratos era previsible. ¿A qué no le veía sentido? ¿Qué le extrañaba tanto?
Cerró el diario, se levantó y volvió a la ventana. Se acordó de la cara redonda de Masangkay, de su pelo negro, recio y revuelto, de su mueca sarcástica y del humor, la viveza y la inteligencia que brillaban en sus ojos. Se acordó del último día fuera del museo de Nueva York, un día en que el sol lo doraba todo con una luz excesiva, y en que Masangkay había bajado corriendo por la escalinata con las gafas torcidas y exclamando: «¡Sam! ¡Nos han dado luz verde! ¡Nos vamos a Groenlandia!». Otro recuerdo, más doloroso, era el de la noche después de haber encontrado el Tornarssuk, con Masangkay levantando la preciosa botella de whisky y bebiendo un trago largo con la espalda apoyada contra el metal oscuro, mientras bailaba el reflejo de la hoguera en las profundidades ambarinas del alcohol… ¡Qué resaca al día siguiente! Pero sí, lo habían encontrado, plantado en medio de la grava como si lo hubiera puesto alguien a la vista de todos. Juntos, a lo largo de los años, habían encontrado muchos meteoritos, pero ninguno semejante. Había descendido en un ángulo agudo, y de hecho había chocado con la capa de hielo, rodando por una extensión de varios kilómetros. Era una siderita preciosa, con forma de caballito de mar…
Y ahora estaba en el jardín de algún empresario de Tokio. Le había costado su relación con Masangkay. Y su reputación.
Volvió al presente con la mirada fija en la ventana. Por encima de los arces frondosos, de los robles blancos, crecía una estructura que allá en el valle superior del Hudson quedaba fuera de lugar, incomprensible: una pirámide egipcia, antigua y castigada por el tiempo.
McFarlane asistió al momento en que una grúa levantaba otro bloque de arenisca por encima de las copas de los árboles y la posaba suavemente en la estructura a medio construir. La piedra soltó un chorrito de arena que se llevó el viento. Vio a Lloyd en la explanada de la base de la pirámide, con un sombrero de safari demasiado grande en el que los árboles proyectaban manchas de luz. Lloyd tenía debilidad por las maneras exageradas de taparse la cabeza.
Llamaron a la puerta y entró Glinn con una carpeta debajo del brazo. Sorteando las cajas, llegó al lado de McFarlane y contempló la vista.
—¿Lloyd también ha comprado la momia, para hacer juego? —preguntó.
McFarlane contestó con una risa, o gruñido.
—Pues la verdad es que sí; la original no, porque hace muchos años que la saquearon, pero otra. Algún desgraciado que no sospechaba que pudiera pasar la eternidad en el valle del Hudson. Para la cámara sepulcral, Lloyd ha encargado copias de los tesoros de oro de Tutankamón. Se ve que no podía comprar los originales.
—Todo tiene su límite, hasta treinta mil millones de dólares —dijo Glinn, y señaló la ventana con la cabeza—. ¿Vamos?
Salieron del edificio y bajaron al bosque por un camino de grava. Sobre sus cabezas, en el follaje, chirriaban las cigarras. Tardaron poco en llegar a la explanada de arena, y en tener la pirámide muy cerca, muy amarilla contra el cielo cerúleo. La estructura medio levantada desprendía un olor a arena antigua y desierto sin fin.
Lloyd les vio y acudió de inmediato con las dos manos extendidas.
—¡Eli! —tronó, de buen humor—. Llegas tarde. ¡Ni que tuvieras que mover el Everest y no sólo un trocito de hierro!