¿Que hace un par de años cometió un error de valoración, y que no era precisamente una menudencia? Verdad, pero eso no quiere decir que ya no se pueda confiar en él nunca más.
Además… —Le puso a Glinn una mano en el hombro—. Estás tú para vigilarle. Por si le vuelve la tentación. —Retiró la mano y volvió a mirar el barco—. Y, hablando de tentaciones, ¿dónde pondrán el meteorito?
—Venga, que se lo enseño —dijo Glinn.
Subieron por otro tramo de escaleras y recorrieron un andamio que cruzaba encima del barco en sentido transversal. Había alguien apoyado en la baranda, alguien callado, muy erguido y vestido de capitán. Al acercarse los dos hombres, la figura, personificación del mando, se apartó de la baranda y esperó a que llegaran.
—Capitana Britton —dijo Glinn—. Señor Lloyd.
Lloyd levantó la mano, y en el acto de tenderla se quedó de piedra.
—¿Una mujer? —Le salió sin querer. Ella le estrechó la mano.
—Muy observador, señor Lloyd. —Le dio un vigoroso y breve apretón—. Sally Britton.
—Claro, claro —dijo Lloyd—. Es que no me esperaba que… ¿Por qué no le había avisado Glinn? Su vista se demoró en el cuerpo esbelto y el mechón de pelo rubio que salía de debajo de la gorra.
—Me alegro de que haya podido venir —dijo Glinn—. Quería que viera el barco antes de tenerlo disfrazado del todo.
—Gracias, señor Glinn —dijo ella, manteniendo su principio de sonrisa—. Me parece que es lo más asqueroso que he visto en mi vida.
—Puro maquillaje.
—Pienso dedicar los próximos días a comprobarlo. —Señaló una serie de piezas que sobresalían de la superestructura—. ¿Qué hay detrás de aquellos mamparos?
—Equipo de seguridad adicional —dijo Glinn—. Hemos tomado todas las precauciones y más.
—Ah, qué interesante.
Lloyd observó su perfil con curiosidad —Eli no me ha contado nada de usted —dijo—. ¿Puede decirme cuatro cosas de su historial?
—He sido oficial de marina cinco años, y tres capitana.
—¿En qué tipo de barcos?
—Cisterna y superpetroleros.
—¿Superpetroleros?
—Sí, barcos con capacidad para más de doscientas cincuenta mil toneladas. Vendrían a ser petroleros con esteroides.
—Ha doblado varias veces el cabo de Hornos —dijo Glinn.
—¿Ah, sí? No sabía que aún se usara esa ruta.
—Los superpetroleros no pueden navegar por el canal de Panamá —dijo Britton—. En general, como ruta, se prefiere el cabo de Buena Esperanza, pero a veces no hay más remedio que doblar el de Hornos.
—Ha sido una de las razones de elegirla —dijo Glinn—. Tan abajo, el mar es bastante traidor.
Lloyd asintió sin apartar la mirada de Britton. Ella se la sostuvo con serenidad, indiferente al caos imperante a sus pies.
—¿Está al corriente de lo que transportamos? —preguntó él.
Britton asintió.
—¿Y no le ve ninguna pega?
Ella le miró.
—No, ninguna.
Lloyd vio algo en los ojos verdes de la capitana que contradecía la respuesta. Abrió la boca para hablar, pero Glinn le interrumpió educadamente.
—Vengan, que les enseño el andamio.
Les hizo señas de que siguieran por el andamio. Tenían la cubierta justo debajo, a pico, envuelta en nubes de humo de soldar y diesel. Como faltaban algunas planchas, quedaba a la vista un hueco muy grande. Al borde estaba Manuel Garza, ingeniero jefe de EES, aguantando una radio en la oreja con una mano y haciendo gestos con la otra. Al verlos arriba, les saludó.
Lloyd miró por el hueco y distinguió una estructura de una complejidad asombrosa, dotada de la elegancia de una celosía de cristal. La presencia de hileras de luces de sodio en los bordes hacía resplandecer la oscura bodega como una gruta profunda y encantada.
—¿Es la bodega? —preguntó.
—No, bodega no, tanque. Para ser exactos, tanque central número tres. Depositaremos el meteorito en el centro de la quilla del barco, para tener la máxima estabilidad. Y hemos añadido un pasadizo detrás de la cubierta principal, partiendo de la superestructura, para facilitar el acceso. Fíjese en las puertas mecánicas que hemos instalado en cada lado de la abertura del tanque.
El andamio estaba muy abajo. Lloyd aguzó la vista para protegerse del brillo de las luces, que eran muchas.
—¡Pero bueno! —dijo de repente—. ¡Si es medio de madera! —Se volvió hacia Glinn—.
¿Ya empezáis a racanear?
Los labios de Glinn se curvaron en una breve sonrisa.
—Señor Lloyd, en materiales de ingeniería la madera es lo último.
Lloyd sacudió la cabeza.
—¿Madera? ¿Para un peso de diez mil toneladas? No me lo creo.
—La madera es ideal. Cede un poquito pero nunca se deforma. Con los objetos pesados tiende a clavarse y trabarlos. La clase de roble que estamos usando, laminado con resina epóxica, es más resistente que el acero. Y la madera se puede tallar, dándole una forma que se adapte a las curvas del casco. Con mala mar no agujereará el casco de acero, y no está expuesta a la fatiga del metal.
—Pero ¿por qué es tan complicado el diseño?
—Hemos tenido que solucionar un problema —dijo Glinn—. Como el meteorito pesa diez mil toneladas, tiene que estar perfectamente trabado, inmovilizado en la bodega. Si el
Rolvaag
encuentra mal tiempo durante la vuelta a Nueva York, cualquier cambio de posición del meteorito, por pequeño que fuera, podría desestabilizar el barco con consecuencias desastrosas. La trama de maderas, además de asegurar que no se mueva, distribuye el peso homogéneamente en el casco, simulando la carga de crudo.
—Impresionante —dijo Britton—. ¿Han tenido en cuenta la compartimentación interna?
—Sí. La doctora Amira es un genio de los cálculos. Hizo uno que tardó diez horas en una supercomputadora Cray T3D, pero que nos dio la configuración. Claro que hasta que no conozcamos las dimensiones exactas de la roca no podremos terminarlo. Esto lo hemos construido basándonos en los datos del reconocimiento aéreo del señor Lloyd, pero cuando desenterremos el meteorito construiremos otro andamio alrededor, para que se ajuste dentro de este. Lloyd asintió.
—Y ¿qué hacen esos hombres?
Señaló lo más profundo de la bodega, donde había una brigada de trabajadores casi imposibles de discernir cortando las planchas del casco con sopletes de acetileno.
—La compuerta de seguridad —dijo Ghnn sin perder la compostura.
Lloyd sintió una punzada de irritación.
—Pero ¿aún estás emperrado en eso?
—En su momento ya lo hablamos.
Lloyd se esforzó por adoptar un tono razonable.
—Oye, que si en plena tormenta se abre el fondo del barco para soltar el meteorito, se irá a pique todo el armatoste. Eso lo entiende hasta el más burro.
Ghnn le miró con sus ojos grises e impenetrables.
—Si se activa la trampilla, tardaremos menos de sesenta segundos en abrir el tanque, soltar la roca y volver a cerrarlo. Por mucha tormenta que haya, en sesenta segundos no se hunde el barco. Al contrario: lo que ocurriría es que la entrada de agua compensaría la pérdida de lastre provocada por la salida del meteorito. También lo ha calculado la doctora Amira, y no le cuento lo larga que era la ecuación.
A su vez, Lloyd le miró fijamente. Aunque fuera increíble, aquel individuo disfrutaba con haber resuelto el problema de cómo enviar al fondo del Atlántico un meteorito de valor incalculable.
—Sólo te digo una cosa: el que tire mi meteorito por la compuerta de seguridad será hombre muerto.
La capitana Britton soltó una risa aguda, estentórea; una risa que se oía por encima del bullicio de abajo. Los dos hombres se giraron hacia ella.
—Señor Lloyd —dijo, briosa—, no se olvide de que aún no es el meteorito de nadie. Y antes de que lo sea nos queda un largo trecho de mar.
McFarlane pasó por la escotilla, cerró la puerta de acero y salió. Se hallaba en el punto más alto de la superestructura del barco, con la sensación de estar en el techo del mundo. La superficie lisa del Atlántico quedaba a más de treinta metros, moteada por la vaga luz de las estrellas. Una brisa suave traía el chillido lejano de las gaviotas, y un delicioso olor a mar.
Se arrimó a la barandilla delantera y la cogió con las dos manos, pensando en el barco gigantesco donde viviría durante varios meses. Tenía el puente justo a sus pies, y debajo una cubierta que Glinn, misteriosamente, había dejado vacía. Más abajo todavía quedaba el laberinto de camarotes de los oficiales; y, a sus buenos seis pisos de desnivel, la cubierta principal, que se alargaba un cuarto de kilómetro hasta la proa. De vez en cuando, la cabeza del castillo de proa recibía salpicaduras de un agua donde brillaba luz de estrellas. Quedaba en pie la red de tuberías y válvulas, rodeada por un laberinto de contenedores viejos (los laboratorios y talleres) que parecía una ciudad de juguete, de las que hacen los niños con cubos de madera.
En breves minutos se requeriría su asistencia a la cena, que sería su primera comida formal a bordo; pero antes McFarlane había querido subir a aquel observatorio para convencerse de que era verdad que había comenzado el viaje.
Respiró hondo para despejarse la cabeza del frenesí de los últimos días, empleados en montar laboratorios. Un arranque de euforia le hizo coger más fuerte la barandilla, y pensó: esto ya está mejor. Hasta le parecía preferible una celda chilena a tener a Lloyd siempre encima, criticando y poniéndose nervioso por detalles sin importancia. Aún no sabía qué les esperaba al final del viaje, qué había encontrado Néstor Masangkay, pero al menos habían emprendido el camino.
McFarlane inició por cubierta la larga caminata hacia la barandilla posterior. Se oía subir de las profundidades del buque cierto runrún de motores, pero a aquella altura no se notaba ninguna vibración. El faro del cabo May hacía guiños en la distancia, uno corto seguido de otro largo. Conseguidos por Glinn los documentos de embarque (a saber por qué secretas vías), habían salido de Elizabeth al amparo de la oscuridad, manteniendo el secreto hasta el final. Pronto estarían en las rutas principales de navegación, lejos de la plataforma continental; entonces tomarían rumbo al sur, y a las cinco semanas, de cumplirse los planes, volverían a ver la misma luz. McFarlane intentó imaginarse las consecuencias de que el rescate fuera un éxito: la indignación, el tirarse de los pelos, la jugada maestra a nivel científico… y para él, quizá, verse descargado de su culpa.
Se sonrió con cinismo. La vida no era así. Costaba mucho menos imaginarse de vuelta al Kalahari con algo más de dinero en el bolsillo y unos kilos de más por la comida del barco, buscando a los esquivos indígenas y reemprendiendo la búsqueda del Okavango. Lo que le había hecho a Néstor no lo borraba nada ni nadie, y menos ahora, habiendo muerto su ex-amigo y socio.
Mientras miraba a popa, McFarlane captó otro olor en el aire marino: tabaco. Al girarse vio que no estaba sólo. En la oscuridad de la cubierta se encendía y apagaba un punto rojo.
Sin él saberlo, había estado acompañado. Había otro pasajero disfrutando de la noche.
Entonces la brasa roja empezó a dar saltos, señal de que se acercaba la otra persona, y McFarlane se llevó la sorpresa de que fuera Rachel Amira, la física de Glinn y su supuesta ayudante. Sostenía con la mano derecha los últimos centímetros de un puro. McFarlane recibió con un suspiro interno aquella intromisión en sus meditaciones solitarias, sobre todo siendo la causante aquella sardónica mujer.
—
Ciao,
jefe. ¿Tiene que darme alguna orden?
McFarlane se quedó callado, aguantándose la rabia que le había despertado la palabra «jefe». No le habían contratado para ser jefe de nadie. A Amira no le hacía falta ninguna niñera. De hecho, tampoco parecía que le gustara mucho el apaño. ¿Cómo se le había ocurrido a Glinn?
—Tres horas en el mar y ya me aburro. —Amira movió el puro—. ¿Quiere uno?
—No, gracias; quiero que la cena me sepa a algo.
—¿Comida de barco? Eso es que es masoquista. —Se apoyó a su lado en la baranda, suspirando de fastidio—. Este barco me pone de los nervios.
—¿Y eso por qué?
—Es que es tan frío, tan robótico… Yo, cuando pienso en navegar, me imagino hombres de acero corriendo de cubierta en cubierta, con el capitán gritando órdenes. Pero esto… —Señaló hacia atrás con el dedo—. Doscientos cincuenta metros de cubierta y no se mueve nada. ¡Nada! Es un barco encantado. Se hace todo por ordenador.
No le falta razón, pensó McFarlane. Aunque el
Rolvaag,
según criterios modernos, sólo fuera de tamaño mediano, no dejaba de ser gigantesco; en cambio, para gobernarlo había bastante con una dotación mínima. Sumando la tripulación del barco, los especialistas y técnicos de EES y el equipo de construcción, no se pasaba de cien personas a bordo. Cualquier transatlántico la mitad de grande albergaría a doscientas.
—¡Y anda que no es grande! —oyó decir a Amira, como en respuesta a sus pensamientos.
—Eso dígaselo a Glinn. Lo que es Lloyd, habría estado más contento gastándose menos dinero en menos barco.
—¿Sabe que estos buques cisterna son las primeras embarcaciones construidas por el hombre lo bastante grandes para que las afecte la rotación de la Tierra?
—No lo sabía, no. —Estaba claro: a aquella mujer le gustaba oírse hablar.
—Pues sí. Se tiene que ajustar un poco la fuerza del motor para que tome en cuenta el efecto de Coriolis. Y tarda tres millas náuticas en pararse.
—Es usted toda una mina de detalles sobre buques cisterna.
—Soy buena conversadora. Puedo hablar de cualquier cosa.
Amira exhaló un anillo de humo en la oscuridad.
—¿Qué otras cosas hace bien?
Amira rió.
—Me defiendo en matemáticas.
—Sí, ya me lo han dicho.
McFarlane le dio la espalda y se apoyó en la baranda con la esperanza de que captara la indirecta.
—Qué se le va a hacer. ¡De mayores no podemos ser todas azafatas! —Por suerte Amira dio una calada al puro, y hubo un poco de silencio—. ¡Ah, jefe! ¿Sabe qué?
—Le agradecería que no me llamara así.
—Es lo que es, ¿no?
McFarlane se volvió hacia ella.
—Yo no he pedido ningún ayudante. No me hace falta, y este apaño me gusta tan poco como a usted.
Amira sacó el humo con una sonrisa sardónica insinuándose en sus labios, y una mirada de regocijo.