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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (5 page)

BOOK: Más allá del hielo
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—Convendría ir resumiendo. Estando en Chile, en Punta Arenas, uno de nuestros informadores encontró a un comerciante de equipos electrónicos que intentaba colocar una sonda tomográfica electromagnética hecha polvo. Es un aparato para minería fabricado aquí, en Estados Unidos, por la marca DeWitter. La habían encontrado con un saco de piedras y algunos documentos al lado de los restos de un prospector, en una isla cerca del cabo de Hornos. A mi informador le dio por comprar todo el lote, y al fijarse en los documentos (los que podía leer) vio que su dueño se llamaba Néstor Masangkay.

La mirada de Lloyd vagó hacia la mesa de reuniones.

—Antes de morir en aquella isla perdida, Masangkay había sido geólogo planetario, más concretamente buscador de meteoritos; y, hasta hace dos años, socio de Sam McFarlane.

Vio tensarse los hombros del aludido.

—Cuando se enteró nuestro informador, nos envió todo el material para que lo analizáramos. La sonda tomográfica contenía un disquete oxidado. Uno de nuestros técnicos consiguió recuperar los datos y los analizó gente mía, pero se salían tanto de lo normal que no acababan de encontrarles sentido. Por eso contratamos a Sam.

McFarlane había pasado de la primera a la segunda página, y de nuevo a la primera.

—Al principio creía que Néstor se había olvidado de calibrar el aparato, pero leí el resto de los datos y…

Dejó el listado y apartó las dos hojas gastadas con un movimiento lento y casi reverente. Después buscó entre los demás papeles hasta seleccionar uno.

—No enviamos ninguna expedición de tierra —continuó Lloyd, que volvía a dirigirse a Glinn— para no llamar la atención, que era lo que más queríamos evitar, pero encargamos un reconocimiento aéreo de la isla, y el documento que tiene Sam en las manos contiene datos del satélite LOG II.

McFarlane dejó cuidadosamente la hoja y se decidió a intervenir.

—Me ha costado mucho creérmelo. Debo de haberlo repasado más de una docena de veces, pero siempre llego a la misma conclusión. Sólo puede tener un significado.

—¿Cuál?

Glinn lo preguntó con voz grave y tono educado, pero sin la menor curiosidad.

—Creo que ya sé qué buscaba Néstor.

Lloyd esperó. Sabía qué iba a decir McFarlane, pero quería volver a oírlo.

—Esto de aquí es el meteorito más grande del mundo.

Lloyd sonrió.

—Dile al señor Glinn cómo de grande, Sam.

McFarlane carraspeó.

—De momento el meteorito más grande que se ha desenterrado es el
Ahnighito,
que está en el museo de Nueva York. Pesa sesenta y una toneladas. Éste, como mínimo, cuatro mil.

—Gracias —dijo Lloyd, henchido de satisfacción y con una sonrisa radiante.

Se giró y volvió a mirar a Glinn. Permanecía igual de inexpresivo.

Se produjo un largo silencio, hasta que volvió a hablar Lloyd con voz ronca por la emoción.

—Quiero tenerlo. El trabajo de usted, señor Glinn, es garantizar que lo consiga.

Nueva York, 4 de junio, 11.45 h

El Land Rover traqueteaba por West Street captando instantáneas de los muelles viejos del Hudson por la ventanilla del copiloto, bajo un cielo (mediodía en Jersey City) de un color sepia apagado. McFarlane dio un frenazo y esquivó un taxi que cruzaba tres carriles para conseguir un pasajero. Fue un movimiento fluido y automático. Los pensamientos de McFarlane estaban muy lejos.

Se acordaba de la tarde en que había caído el meteorito Zaragoza. Recién salido del instituto, por entonces no tenía trabajo ni perspectivas de tenerlo, y caminaba por el desierto mejicano con Carlos Castañeda en el bolsillo trasero. El sol estaba bajo, y McFarlane ocupado en pensar dónde acamparía. De repente se había iluminado todo el paisaje, como cuando sale el sol de unas nubes oscuras, pero el cielo estaba despejado. Delante de McFarlane, en la arena, había aparecido otra sombra de su cuerpo, la segunda; al principio era larga y angulosa, pero se había achaparrado rápidamente. Luego un silbido, y una gran explosión.

McFarlane se había caído al suelo pensando en un terremoto, una explosión nuclear o el apocalipsis. Había oído ruido de lluvia, pero no era lluvia sino millares de piedrecitas cayendo alrededor. McFarlane había cogido una, gris y con una costra negra. Dentro conservaba el frío profundo del espacio exterior, pese a haber atravesado la atmósfera a temperatura elevadísima, y estaba cubierta de hielo.

De repente, mirando aquel fragmento del espacio exterior, había sabido a qué quería dedicar el resto de su vida.

De eso hacía muchos años. Ahora procuraba pensar lo menos posible en su época idealista. Se le fueron los ojos hacia el maletín cerrado que iba en el asiento del copiloto, y que contenía el maltrecho diario de Masangkay. En eso también procuraba pensar lo menos posible.

Un semáforo se puso verde y McFarlane se metió por una calle estrecha de sentido único. Era el barrio de los mataderos, que ocupaba el extremo del West Village. En las zonas viejas de carga, hombres corpulentos metían y sacaban reses muertas de los camiones. La acera opuesta era una sucesión de restaurantes, como aprovechando la proximidad. Era la antítesis de la sede de Lloyd Holdings, el edificio de metal y cristal de donde venía McFarlane. Verificó la dirección que llevaba apuntada en el salpicadero.

Redujo la velocidad y aparcó el Land Rover frente a una zona de carga que destacaba por su decrepitud. Una vez apagado el motor, se internó en el ambiente de humedad y olor a carne y miró alrededor. Había un camión parado a media manzana, haciendo ruido. Lejos como estaba, McFarlane captó el olor del jugo verde que rezumaba del parachoques trasero.

Era una peste exclusiva de los camiones de basura de Nueva York, una peste que olida una vez nunca se olvidaba.

Respiró hondo. Aún no había empezado la reunión y ya se notaba tenso, a la defensiva.

Se preguntó qué le habría dicho Lloyd a Glinn de él y Masangkay, y eso que en el fondo daba igual, porque de lo que no supieran tardarían poco en enterarse. Las habladurías eran todavía más veloces que los meteoritos que buscaba él.

Sacó una cartera muy pesada de detrás del Land Rover y cerró con llave. Se encontraba delante de una fachada sucia de ladrillos, la de un edificio finisecular cuyo volumen ocupaba casi toda la manzana. Subió con la mirada por una docena de pisos, hasta detenerse en un letrero de industria cárnica. El tiempo casi había borrado la pintura. Las ventanas de los pisos inferiores estaban tapiadas, mientras que en las de arriba se veía un brillo de cristal y aluminio.

La única entrada visible eran dos puertas metálicas de carga y descarga. McFarlane pulsó el timbre de al lado y esperó. A los pocos segundos, las puertas se separaron con un clic, bien engrasadas.

Penetró en un pasillo mal iluminado que llevaba a otra doble puerta de metal, sólo que mucho más nueva y acompañada de teclados numéricos de seguridad y un lector de retina.

Al acercarse se abrió una de las dos y apareció un hombre bajo, moreno y musculoso con chándal del MIT y paso atlético. Tenía el pelo negro y muy rizado, con canas en las sienes; ojos inteligentes y un aire de informalidad muy poco empresarial.

—¿Doctor McFarlane? —preguntó con voz afable de cazalla, ofreciendo una mano peluda—. Soy Manuel Garza, ingeniero de construcción de EES.

Estrechó la de McFarlane con una suavidad inesperada.

—¿Esto es la sede de la empresa? —preguntó McFarlane con sonrisa irónica.

—Nos gusta el anonimato.

—Al menos no hay que ir muy lejos para comerse un bistec.

Garza rió con aspereza.

—Mientras te guste poco hecho…

Al seguirle y cruzar la puerta, McFarlane se encontró en una sala muy espaciosa con luces halógenas que la iluminaban por entero. Había varias hileras de mesas metálicas, anchas y perfectamente alineadas, formando una gran superficie en la que reposaban diversos objetos con su correspondiente etiqueta: montones de arena, piedras, motores fundidos de avión, trozos de metal retorcido… Circulaban por la sala varios técnicos con bata de laboratorio, uno de los cuales pasó al lado de McFarlane con un pedazo de asfalto en las dos manos, manos con guantes blancos que lo acarreaban como si fuera un jarrón Ming.

Garza aguardó a que McFarlane se formara una impresión general de la sala, y consultó su reloj.

—Nos quedan unos minutos. ¿Le apetece dar una vuelta?

—Adelante, que siempre me ha gustado la chatarra.

Garza circuló entre las mesas saludando a varios técnicos, hasta que se detuvo delante de una mesa más larga de lo normal donde había trozos negros e irregulares de roca.

—¿Lo reconoce?

—Sí, lo de allí es lava cordada. También hay una muestra de lava escoriácea que no está mal. Y algunas bombas volcánicas. ¿Qué pasa, que están montando un volcán?

—No —dijo Garza—, es que acabamos de reventar uno. —Señaló con la cabeza lo que había al final de la mesa, una maqueta de isla volcánica con su ciudad, sus valles, sus bosques y sus cordilleras. Luego tocó la mesa por debajo y apretó un botón.

Tras un corto runrún y una serie de crujidos, el volcán empezó a escupir lava que se derramó sinuosamente por sus laderas, bajando hacia la ciudad—. La lava es celulosa de metilo de fórmula especial.

—Esto es mejor que el tren eléctrico que tenía yo.

—Nos pidieron ayuda de un gobierno del Tercer Mundo. Les había entrado en erupción el volcán de una isla. Se estaba formando un lago de lava en la caldera, y faltaba poco para que rebosara y bajara directamente a la ciudad, que tenía sesenta mil habitantes.

Nos encargaron salvarla.

—¡Vaya! No me suena haberlo leído en el periódico.

—Es que el gobierno no pensaba evacuar la ciudad. Es un paraíso fiscal, aunque modesto. Sobre todo hay dinero de la droga.

—Quizá hubiera sido mejor dejar que se quemase, como Sodoma y Gomorra.

—Somos una empresa de ingeniería, no Dios. En la moral de los clientes no nos metemos.

McFarlane rió, notando que estaba un poco menos tenso.

—Y ¿cómo lo impidieron?

—Cerramos estos dos valles de aquí con desprendimientos de tierras. Luego le hicimos un boquete al volcán con explosivos y abrimos un rebosadero al otro lado. Hubo que usar una parte de las reservas mundiales de Semtex para uso no militar. La lava cayó toda al mar, y de paso formó casi cuatrocientas hectáreas de suelo edificable para nuestro cliente. No es que le diera para pagárnoslo todo, pero le salió menos caro.

Garza siguió caminando. Pasaron al lado de una serie de mesas con trozos de fuselaje y componentes electrónicos quemados.

—Un avión que se estrelló —dijo Garza—. Terroristas, con una bomba. —Hizo un gesto rápido con la mano, sin darle mayor importancia.

Al llegar al fondo de la sala abrió una puertecita blanca y llevó a McFarlane por una serie de pasillos desnudos. McFarlane oía el silbido de los depuradores de aire, el ruido de las llaves y unos golpes rítmicos bastante por debajo de donde estaban, que le intrigaron.

Garza abrió otra puerta y McFarlane quedó atónito. El espacio que tenía delante era de gran amplitud, como mínimo seis pisos de alto y sesenta metros de largo. Los laterales eran una selva de accesorios electrónicos: baterías de cámaras digitales, cableado de categoría cinco y pantallas enormes para efectos visuales. En una pared había una hilera de unos doce Lincoln descapotables, cosecha de principios de los sesenta; largos, rectos, cada uno tenía en su interior cuatro maniquíes muy bien vestidos, dos delante y dos detrás.

El centro de aquel espacio enorme lo ocupaba una reproducción de un cruce de calles, incluidos los semáforos, que funcionaban. Las calles estaban delimitadas por fachadas de alturas diversas. En medio de la calzada había una especie de carril dotado de un sistema de poleas, unido al parachoques delantero de otro Lincoln con sus cuatro maniquíes en perfecta posición. A ambos lados, prados ondulantes de hierba artificial. Al final de la calzada había un paso elevado, donde estaba Eli Glinn en persona con un megáfono en la mano.

McFarlane siguió a Garza hasta detenerse en la acera, a la sombra artificial de varios arbustos de plástico. En todo aquello, curiosamente, había algo que le sonaba.

Glinn levantó el megáfono desde el paso elevado y anunció:

—Treinta segundos.

La reacción fueron varias acciones simultáneas.

—Adelante —dijo Glinn.

De repente todo era movimiento. El sistema de poleas se puso en marcha con un zumbido, transportando al automóvil por el surco. Detrás de las cámaras digitales había otros tantos técnicos grabando el proceso.

Se oyó cerca una detonación, seguida por dos más. McFarlane obedeció al impulso de agacharse, porque había reconocido el ruido de un arma de fuego. Por lo visto era el único asustado. Miró hacia el lugar de donde procedía el ruido. Parecía haber salido de los arbustos que tenía a la derecha. Se fijó más y distinguió dos fusiles grandes a través del follaje, montados en pedestales de acero. Tenían serradas las culatas y cables conectados al gatillo.

De repente supo dónde estaba.

—La plaza Dealey —murmuró.

Garza sonrió.

McFarlane caminó por la hierba para examinar los dos fusiles, y al seguir la dirección de los cañones se fijó en que el maniquí derecho del asiento de atrás estaba medio caído y con la cabeza destrozada.

Glinn se aproximó al lateral del coche, inspeccionó los maniquíes y le susurró algo a alguien que tenía detrás, señalando trayectorias de balas. Cuando se apartó y fue hacia McFarlane, los técnicos acudieron en grupo al vehículo haciendo fotos y anotando datos.

—Bienvenido a mi museo, doctor McFarlane —dijo al darle la mano, subrayando el «mi»—. Y una cosa: le agradecería que bajara del césped, porque aún quedan varias balas en el fusil. —Se giró hacia Garza—. Ha salido perfecto. No hace falta repetirlo.

—O sea que ahora trabaja en esto —dijo McFarlane.

Glinn asintió.

—Hace poco salieron datos nuevos que había que analizar más a fondo.

—Y ¿qué ha descubierto?

Glinn le miró con frialdad.

—Quizá lo lea algún día en el
New York Times,
aunque lo dudo. De momento sólo le diré que a los teóricos de la conspiración les tengo bastante más respeto que hace un mes.

—Muy interesante. Debe de haberle salido por un ojo de la cara. ¿Quién lo paga?

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