Volvió la opacidad, y esta vez fue bienvenida, porque se parecía a volver a dormir en brazos de su madre. En el momento de sumirse en un sueño delicioso, oía constantemente la voz de Rachel: «No es lo que crees. No es lo que crees».
De repente cambió la voz. Se hizo más fuerte y metálica. «Aquí Georgia del Sur. Les tenemos a la vista. Nos acercamos para rescatarles.»
Apareció una luz en las alturas, junto con un traqueteo y golpes rítmicos. Voces, una radio. McFarlane se resistió a todo. ¡No, no, dejadme dormir! ¡Dejadme en paz!
Y entonces comenzó el dolor.
Palmer Lloyd estaba en el barracón de enfermería de la base científica británica, en una litera de contrachapado y mirando el techo, que era del mismo material: curvas interminables de madera más clara o más oscura, dibujos que habían recorrido mil veces sus ojos en los últimos días. Percibió el olor de la comida rancia que tenía al lado de la cama desde la hora del almuerzo. Oyó el silbido del viento al otro lado del ventanuco por donde se veían los campos de nieve azules, las montañas azules y los glaciares azules de la isla.
Desde el rescate habían pasado tres días. Había muerto mucha gente, tanto en el barco como en las lanchas salvavidas y la isla de hielo. «Y sólo uno vivo, los demás han muerto / de sesenta que eran al zarpar del puerto.» El refrán marinero de L
a isla del tesoro
se le repetía en la cabeza como desde que había recuperado la conciencia en aquella misma cama.
Había sobrevivido. Al día siguiente un helicóptero le llevaría a las Malvinas, desde donde emprendería el regreso a Nueva York. Tuvo vaga curiosidad por saber cómo lo enfocarían los medios de comunicación, pero se percató de que le daba igual. Quedaban muy pocas cosas que le parecieran importantes. Estaba acabado, como estaban acabados, en lo que a él respectaba, el museo, sus negocios y la ciencia. Todos sus sueños (¡qué remotos parecían!) se habían ido a pique con la roca. Sólo le apetecía una cosa: ir a su granja del norte del estado de Nueva York, prepararse un martini bien cargado, sentarse en la mecedora del porche y ver a los ciervos comiendo manzanas en el huerto.
Entró un camillero, retiró la bandeja y se dispuso a dejar otra.
Lloyd negó con la cabeza.
—Oiga, que es mi trabajo —dijo el camillero.
—Bueno.
Justo entonces llamaron a la puerta.
Era McFarlane. Tenía vendadas la mano izquierda y una parte de la cara. Iba con gafas de sol, y se veía que le costaba caminar. De hecho tenía un aspecto deplorable. Se sentó en la silla plegable de metal que ocupaba casi todo el espacio libre de la salita, y que crujió.
Para Lloyd fue una sorpresa. Después de tres días sin verle, había dado por supuesto que McFarlane estaba harto de él. Nada más lógico. En general apenas le habían dirigido la palabra. De hecho su único visitante de la expedición había sido Howell, y sólo para que firmase unos papeles. Ahora le odiaban todos.
Supuso que McFarlane esperaba a que se hubiese marchado el camillero para hablar, pero una vez cerrada la puerta se quedó callado. Fue un largo silencio, que concluyó con el gesto de quitarse las gafas de sol e inclinarse.
Lloyd quedó azorado por el cambio. Casi parecía que le ardieran los ojos. Los tenía rojos y en carne viva, con grandes ojeras. Iba sucio y descuidado. Le habían afectado mucho la pérdida del meteorito y de Amira.
—Tengo que decirle una cosa —dijo McFarlane con voz aguda por la tensión.
Lloyd aguardó.
McFarlane se inclinó un poco más y le habló directamente al oído.
—El
Rolvaag
se hundió a 61°32'14" sur 59°30'10" oeste.
—Sam, por favor, no me hables de ese tema. Es mal momento.
—Pues tiene que ser ahora —dijo McFarlane con una vehemencia inesperada.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un disco compacto, que reflejó la luz como un arco iris.
—Este disco…
Lloyd se giró de cara a la pared de conglomerado.
—Sam, que ya está. El meteorito ha desaparecido. Olvídate del tema.
—Este disco contiene los últimos datos que reunimos sobre el meteorito. Hice una promesa, y he estado… estudiándolos.
Lloyd estaba cansado, cansadísimo. Se le fue la mirada por la ventanita, hacia las montañas rodeadas de glaciares que horadaban las nubes con sus cimas. Le repugnaba la visión del hielo. No quería volver a verlo en toda su vida.
—Ayer —prosiguió McFarlane sin darle tregua—, uno de los científicos de la base me dijo que han captado una serie de maremotos muy raros y superficiales; a docenas, y todos por debajo del tres en la escala Richter.
Lloyd aguardó a que continuara. ¡Era todo tan irrelevante!
—El epicentro de los terremotos está en 61°32'14" sur 59°30'10" oeste.
A Lloyd le temblaron los ojos, y giró lentamente la cabeza para mirar al científico.
—He estado analizando estos datos —continuó McFarlane—. Tratan casi todos sobre la forma y la estructura interna del meteorito. Son muy peculiares.
Lloyd no contestó, pero tampoco le dio la espalda.
—Tiene varias capas y es casi simétrico. No es natural.
Lloyd se incorporó.
—¿Que no es natural?
Empezaba a estar alarmado. McFarlane había sufrido una crisis mental y necesitaba ayuda.
—Ya le digo que tiene varias capas: una cáscara externa, otra capa interna muy gruesa y una inclusión pequeña y redonda justo en el centro. No es accidental. Piénselo. ¿A qué se parece? A algo muy común. Debe de ser una estructura universal.
—Estás cansado, Sam. Voy a avisar a la enfermera. Te…
Pero McFarlane le interrumpió.
—Lo descubrió Amira justo antes de morirse. Lo tenía en la mano. ¿Se acuerda de que dijo que no había que analizarlo desde nuestro punto de vista, sino adoptar el del meteorito?
Al final ella tenía la respuesta. Reaccionaba al agua salada. La estaba esperando desde hacía millones de años.
Lloyd buscó el botón de emergencia que había cerca de la cama. McFarlane estaba mucho más grave de lo que le había parecido.
McFarlane hizo una pausa y le brillaron los ojos más de lo normal.
—Resulta que no era ningún meteorito.
Lloyd notaba que en la habitación reinaba un silencio extraño. Ya había encontrado el botón. La cuestión era discurrir una manera de apretarlo sin poner nervioso a su acompañante. McFarlane tenía la cara roja y sudada y respiraba deprisa. La pérdida de la roca, el hundimiento del
Rolvaag,
las muertes en el agua, en el hielo… debían de haberle vuelto loco. Lloyd sintió una punzada de culpabilidad. Incluso los supervivientes habían quedado impedidos.
—¿Me oye, Lloyd? He dicho que no es ningún meteorito.
—¿Pues qué es, Sam? —consiguió decir Lloyd sin alterarse, y moviendo la mano hacia el botón como si fuera un simple gesto sin importancia.
—Eso de que haya habido tantos terremotos superficiales justo donde se hundió el barco…
—¿Qué? —dijo Lloyd para aplacarle.
Pulsó el botón, no una, sino tres veces. Enseguida vendría la enfermera y McFarlane recibiría ayuda.
—¿Sabe qué le pasa a lo que plantamos en el fondo del océano?
—¿Qué?
Lloyd procuró adoptar un tono normal. Suerte que ya oía los pasos de la enfermera por el pasillo.
—Que germina.
Esta obra se inspira parcialmente en una expedición científica real. En 1906 el almirante Robert E. Peary descubrió el meteorito más grande del mundo en el norte de Groenlandia y lo bautizó Ahnighito. Lo encontró gracias a que los esquimales de la zona usaban puntas de lanza de hierro batido en frío. Peary las analizó y descubrió que eran de origen meteorítico.
Al final rescató el Ahnighito y, superando infinitas dificultades, lo subió a su barco. Una vez estuvo a bordo, la masa de hierro estropeó todas las brújulas del barco. Peary consiguió llevarlo al Museo de Historia Natural de Nueva York, en cuya sala de meteoritos permanece expuesto, y contó la historia en su libro
Northward over the Great Ice.
Se lee en ella: «Nunca he tenido una prueba tan potente de la majestad de la fuerza de gravedad como al manipular aquella montaña de hierro». El Ahnighito pesa tanto que descansa en seis grandes pilares de acero que penetran en el suelo de la sala de meteoritos del museo, atraviesan el sótano y están fijados con pernos a la capa de roca debajo del edificio.
Huelga decir que, así como muchos escenarios mencionados aquí poseen existencia real, Lloyd Industries, Effective Engineering Solutions y todos los personajes y barcos descritos en la novela, tanto norteamericanos como chilenos, son puramente ficticios. Es más: aunque en los atlas figure una isla grande con el nombre de Desolación unos doscientos cuarenta kilómetros al nordeste de donde se sitúa gran parte de la acción de la novela, nuestra isla Desolación (su configuración, tamaño y situación) se debe enteramente a nuestra inventiva.
[1]
Así comienza Moby Dick, de Hermán Melville: “Call me Ishmael”.
[2]
Siglas en inglés de “Free On Board", que se traduce como “Libre a bordo” o “Puesto a bordo”.
Los autores desean dar las gracias al comandante Stephen Littfin, oficial de marina en la reserva, por su inestimable ayuda en los aspectos navales de esta obra. Gracias, asimismo, y de todo corazón, a Michael Tusiani, que ha corregido diversos elementos del manuscrito relacionados con los buques cisterna. También queremos dar las gracias a Tim Tiernan por sus consejos sobre metalurgia y física, al buscador de meteoritos Charlie Snell, de Santa Fe, por informarnos sobre las técnicas de su profesión, y a Frank Ryle, ingeniero jefe de estructuras de Ove Arup & Partners. Asimismo, deseamos hacer constar nuestra gratitud a varios ingenieros —cuyos nombres no citamos—, que nos confiaron datos técnicos sobre el traslado de objetos extremadamente pesados.
Lincoln Child quiere agradecerle a su esposa Luchie prácticamente todo, a Sonny Baula las traducciones al tagalo, a Greg Tear ser un crítico tan entusiasta y competente, y a su hija Verónica la felicidad de cada día. Gracias, también, a Denis Kelly, Malou Baula y Juanito
Boyet
Nepomuceno por una larga lista de atenciones. Y gracias de todo corazón a Liz Ciner, Roger Lasley y en particular a George Soule, mi consejero (¡ojalá me hubiera dado cuenta!) durante el último cuarto de siglo. Que eternamente luzca el sol sobre Carleton College y su progenie, y que les infunda calor y luz.
Douglas Preston expresa su agradecimiento a su mujer Christine y sus tres hijos, Selena, Aletheia e Isaac, por su amor y apoyo.
También deseamos expresar nuestra gratitud a Betsy Mitchell y Jaime Levine, de Warner Books, a Eric Simonoff, de Janklow & Nesbit Associates, y a Matthew Snyder, de CAA.