Tengo que estudiarlo.
—Pues ¿sabes qué tenemos que hacer nosotros? —dijo Lloyd con voz estentórea—.
Desenterrarlo rapidito y salir a aguas internacionales antes de que se huelan algo los chilenos.
McFarlane tuvo la impresión de que era el último coletazo de una discusión entre Glinn y Lloyd.
—Quizá pueda simplificarle yo las cosas, doctor McFarlane —dijo Glinn—. Lo que más me interesa saber es lo siguiente: ¿es peligroso?
—Sabemos que no es radiactivo. Venenoso… supongo que sí, que podría serlo. Todos los metales lo son en algún grado.
—¿Hasta qué punto?
McFarlane se encogió de hombros.
—Lo ha tocado Palmer y no se ha muerto.
—Pues será el último —repuso Glinn—. He dado órdenes de que no entre nadie en contacto directo con el meteorito, en ninguna circunstancia. —Hizo una pausa—. ¿Algo más?
¿Podría ser portador de algún virus?
—Teniendo en cuenta que lleva enterrado varios millones de años, ya hace tiempo que se habría dispersado cualquier tipo de microbio extraterrestre. Es posible que valga la pena recoger muestras de suelo, musgo, líquenes y otras plantas de la zona, para ver si hay alguna anomalía.
—¿Como cuál?
—Mutaciones, quizá, o indicios de baja exposición a toxinas o teratógenos.
Glinn asintió.
—Se lo comentaré al doctor Brambell. Doctora Amira, ¿tiene alguna idea sobre sus propiedades metalúrgicas? Porque es metálico, ¿no?
Ruido de partir un caramelo con los dientes.
—Siendo ferromagnético, lo más probable es que sí. Le pasa lo mismo que al oro, que no se oxida; aunque no veo que pueda ser rojo un metal. Justo ahora estaba comentando con el doctor McFarlane que habría que recoger una muestra.
—¿Una muestra? —preguntó Lloyd.
Su cambio de tono provocó un silencio en la sala.
—Sí, claro —dijo McFarlane al cabo—. Es lo habitual.
—¿Piensan cortarle un trozo a mi meteorito?
McFarlane miró a Lloyd y luego a Glinn.
—¿Por qué no?
—¿Que por qué no? —dijo Lloyd—. Está destinado a un museo. Lo tendremos expuesto, y no quiero que se rompa ni que se perfore.
—Nunca se ha encontrado ningún meteorito importante sin hacerle un corte. Sólo habría que extraer un trozo de cinco kilos. Sería suficiente para hacerle todas las pruebas posibles. Con un trozo tan grande tendríamos para varios años de investigación.
Lloyd negó con la cabeza.
—Ni hablar.
—Es que no hay más remedio —dijo McFarlane con vehemencia—. Este meteorito no se puede estudiar sin vaporizarlo, fundirlo, pulirlo o corroerlo. Con lo grande que es, la muestra sería insignificante.
—Tampoco es la Mona Lisa —murmuró Amira.
—Ese comentario es de ignorantes —dijo Lloyd, y con un suspiro se recostó en la silla—. Es que cortarlo parece tan… no sé, sacrílego. ¿No podría seguir siendo un misterio?
—Imposible —dijo Glinn—. Sin conocerlo más a fondo no puedo autorizar su traslado.
Tiene razón el doctor McFarlane.
Lloyd se le quedó mirando, mientras se le ponía roja la cara.
—¿Autorizar
tú
su traslado? Oye, Eli, hasta ahora me he ceñido a tus reglas y te he seguido el juego, pero las cosas claras: el que paga soy yo, y el meteorito es mío. Tú lo que has hecho es firmar un contrato para conseguírmelo. Te encanta presumir de que nunca fallas, pero como vuelva el barco a Nueva York sin el meteorito, habrás fallado. ¿Tengo razón?
Glinn le miró, y después habló con sosiego, casi como si se dirigiera a un niño.
—Tendrá su meteorito, señor Lloyd. Sólo procuro conseguírselo sin perjudicar a nadie innecesariamente. ¿Usted no?
Lloyd vaciló.
—Sí, claro.
McFarlane quedó asombrado por la celeridad con que le había puesto Glinn a la defensiva.
—Pues lo único que pido es que actuemos con prudencia.
Lloyd se humedeció los labios.
—Es que de repente se está frenando todo. ¿Por qué? Resulta que el meteorito es rojo, y pregunto yo: ¿qué tiene de malo que sea rojo? A mí me encanta. ¿Ya no se acuerda nadie de nuestro amigo del destructor? Aquí lo que menos tenemos es tiempo.
—¡Señor Lloyd! —dijo Penfold enseñando la radio como si fuera un mendigo pidiendo limosna—. El helicóptero. ¡Por favor!
—¡A la mierda! —exclamó Lloyd, y al poco rato empezó a marcharse—. Adelante, coged la muestrecita de las narices, pero tapad el agujero para que no se vea. Y deprisa.
Quiero que al volver a Nueva York hayáis empezado a mover el muerto.
Salió de la caseta hecho un energúmeno, con Penfold a la zaga, y dio un portazo. La sala quedó en silencio por uno o dos minutos, hasta que Amira se levantó y dijo:
—Venga, Sam, a hacerle un agujero al cabroncete.
Después del calor de la caseta, el viento parecía un cuchillo. McFarlane, que tenía escalofríos, siguió a Amira hacia los almacenes de instrumental, sintiendo nostalgia del calor seco del Kalahari.
El barracón era más largo y ancho que el resto, sucio por fuera y limpio y espacioso por dentro. En la penumbra brillaban varios monitores y herramientas de diagnóstico que se alimentaban del generador central, alojado en otra caseta. Amira se dirigió hacia una mesa metálica donde había un trípode plegado y un taladro de minero portátil de gran velocidad.
De no ser por la correa de cuero que tenía el aparato, McFarlane no lo habría considerado especialmente «portátil». Parecía una especie de bazuka del siglo XXI.
Amira le dio una palmadita afectuosa.
—¿A usted no le pirran los juguetes de alta tecnología que rompen cosas? Fíjese en este armatoste. ¿Conocía el modelo?
—No, tan grande no.
McFarlane la vio desmontar el taladro con mano experta y examinar sus componentes.
Una vez satisfecha, volvió a montarlo, enchufó la punta de un cable muy grueso y ejecutó el diagnóstico del aparato.
—Mire. —Cogió una barra larga y metálica de aspecto amenazador, dotada de una punta bulbosa y con muescas—. Sólo en la broca ya hay diez quilates de diamante industrial.
—Pulsó un botón y el portabrocas electrónico se desprendió con un chasquido. A continuación, gruñendo, se echó al hombro la perforadora y apretó el gatillo, llenando la habitación de un ruido gutural—. Venga, a hacer un agujero —dijo.
Salieron de la caseta de las herramientas con el cable a rastras. McFarlane procuraba que no se enrollase. Fuera era de noche. Ahora la parte desenterrada del meteorito estaba tapada por una simple barraca de mantenimiento, o algo con aspecto de tal. Dentro, la luz fría de varias hileras de focos halógenos bañaba la escasa profundidad del corte. Glinn ya estaba al borde del hoyo con la radio en la mano, mirando hacia abajo. La luz subrayaba los contornos de su cuerpo menudo.
Se reunieron con él al borde del agujero. Con aquella luz blanca, el meteorito adquiría un brillo casi purpúreo, como un morado reciente. Amira se quitó los guantes, cogió el trípode que llevaba McFarlane, desplegó rápidamente las patas y montó encima el taladro.
—Tiene un sistema de vacío que es una barbaridad —dijo, señalando un distribuidor estrecho que dibujaba una curva debajo de la broca—. Absorbe todas las partículas de polvo.
Daría lo mismo que el metal fuera venenoso.
—Por si acaso, evacuaré la zona —dijo Glinn, acercando la radio a la boca y transmitiendo un mensaje rápido—. Y repito que nada de acercarse. Ni de tocarlo.
Despidió a los trabajadores con señas.
McFarlane vio que Amira apretaba el botón de encendido, verificaba los indicadores luminosos que se alineaban en un lateral del taladro y aplicaba la broca con habilidad al meteorito.
—Ni que lo hubiera hecho toda la vida —dijo.
—Pues casi que sí. Eli me lo hizo repetir una docena de veces.
McFarlane miró a Glinn.
—¿Lo habían ensayado?
—Paso a paso —dijo Amira, sacándose un mando a distancia del bolsillo y empezando a calibrarlo—. Y de principio a fin, ¿eh? No sólo esta parte. Eli planea todos los proyectos como si fueran invasiones. Te matas a ensayos porque en el momento de la verdad te lo juegas todo a un solo intento. —Retrocedió y se sopló las manos—. ¡Si hubiera visto la bola de hierro que nos hizo desenterrar Eli y pasearla mil veces como de aquí a la luna! La llamábamos la Gran Berta, y ya puede imaginarse el odio que le cogí.
—Y ¿dónde lo hacían?
—En Montana, cerca de Bozeman. ¿Qué se creía, que era el primer intento? ¡Hombre!
Una vez tuvo calibrado el mando a distancia y aplicado el taladro a la superficie desnuda del meteorito, Amira se acercó a una caja que tenía a unos pasos y levantó la tapa.
Sacó una latita de metal, la abrió por la lengüeta y vertió su contenido sobre el meteorito, manteniendo las distancias. Era una sustancia negra y pegajosa que se derramó por la superficie roja hasta formar una capa viscosa. Luego, con ayuda de un cepillo, aplicó el resto al extremo de la broca de diamante. Por último, volvió a meter la mano en la caja, sacó una lámina fina de goma y la aplicó con cuidado al sellador.
—Ahora a esperar a que espese —explicó—. No tiene que volar ni una mota de polvo de meteorito.
Metió una mano en la parka, extrajo el tubo del puro, vio las caras que ponían Glinn y McFarlane, suspiró y optó por pelar cacahuetes.
McFarlane meneó la cabeza.
—Cacahuetes, caramelos, puros… ¿Hace algo más que pueda molestar a su madre?
Ella le miró.
—Sexo loco, rock and roll, esquí de riesgo y apostar mucho al blackjack.
McFarlane rió y le preguntó:
—¿Está nerviosa?
—Más que nerviosa, con una adrenalina alucinante. ¿Y usted?
McFarlane se lo pensó un poco. Casi parecía que se estuviera dejando entusiasmar, que se estuviera dejando acostumbrar a la idea de que había encontrado el objeto de tantos años de búsqueda.
—Sí, también —dijo.
Glinn sacó el reloj de oro, abrió la tapa y consultó la esfera.
—Es la hora.
Amira volvió al taladro y ajustó un dial. El ambiente cerrado de la barraca fue cargándose de un zumbido grave. Amira verificó la posición de la broca y retrocedió un paso tocando algo en el mando a distancia. El zumbido se convirtió en pitido. Movió un conmutador del mando a distancia, y la broca, obediente, bajó y volvió a subir en plena rotación.
Glinn sacó tres mascarillas de la caja y tiró una a McFarlane y otra a Amira.
—Es el momento de salir y trabajar con el mando a distancia.
McFarlane se colocó la mascarilla en la cabeza, con la goma alrededor de la mandíbula, y salió. Sin capucha, el viento le mordía cruelmente las orejas y la nuca. Seguía oyéndose con gran nitidez el ruido como de avispón que hacía el taladro dentro de la caseta.
—Más lejos —dijo Glinn—. Distancia mínima treinta metros.
Se apartaron de la construcción. La nieve, con su baile de copos, convertía la zona en un mar blanco, como de gasa.
—Si resulta que es una nave espacial —dijo Amira con la voz en sordina—, a los de dentro les sentará un poco mal ver asomar la cabeza de diamante.
Nevaba en tal cantidad que casi no se veía la barraca. La puerta abierta era un rectángulo blanco sumido en olas de color gris.
—Todo a punto.
—Muy bien —contestó Glinn—. Perfora el sellador. Pararemos a un milímetro debajo de la superficie del meteorito, para comprobar que no haya fugas de gas.
Amira asintió, apuntó con el mando a distancia y tocó el conmutador. Al principio aumentó el pitido, pero de repente perdió intensidad. Pasaron unos segundos.
—¡Qué raro! No avanzo nada —dijo Amira.
—Levanta la broca.
Amira cambió el conmutador de posición. Volvió a aumentar el pitido, que en poco tiempo se había convertido en una nota sostenida.
—Parece que funciona.
—¿RPM?
—Doce mil.
—Aumenta a dieciséis mil y vuélvela a bajar.
El pitido se hizo más agudo, hasta que McFarlane oyó que volvía a amortiguarse. A continuación se oyó ruido de moler algo, y luego el silencio.
Amira consultó un indicador luminoso del mando a distancia, cuyos números se destacaban muy rojos en lo negro de la carcasa.
—Se ha parado —dijo.
—¿Tienes alguna explicación?
—Parece que se caliente. Quizá le pase algo al motor, aunque lo había comprobado todo.
—Levanta y deja que se enfríe. Luego dobla la velocidad y vuélvelo a bajar.
Aguardaron a que Amira hiciera los ajustes en el mando a distancia. McFarlane vigilaba la puerta abierta del barracón. Después de un rato, gruñendo para sus adentros, Amira movió el conmutador hacia adelante, y volvió a oírse el pitido de antes, pero más ronco. De repente empezó a bajar la nota, y a ahogarse el taladro.
—Vuelve a calentarse —dijo Amira—. ¡Trasto de mierda! Se le tensó la mandíbula. Dio un tirón brusco al conmutador. Hubo un cambio de tono repentino, ruido de algo rompiéndose, y en la puerta un destello de luz anaranjada, seguido por dos chisporroteos, más fuerte el primero que el segundo. Luego, silencio absoluto.
—¿Qué ha pasado? —exigió saber Glinn.
Amira miró por la mascarilla frunciendo el entrecejo.
—No lo sé.
Impulsivamente dio un paso hacia el barracón, pero Glinn levantó la mano para detenerla.
—No, Rachel; primero determina qué ha pasado.
Amira suspiró profundamente y volvió a dedicar su atención al mando a distancia.
—Salen muchas cosas que no me suenan de nada —dijo, haciendo correr los mensajes por el indicador luminoso—. Espera, espera, que aquí hay algo. Pone «Código de error 47». —Levantó la mirada y resopló—. Genial. Y seguro que el manual se ha quedado en Montana.
Entonces apareció un librito en el guante derecho de Glinn, como por obra de un truco de prestidigitador. Lo hojeó hasta detenerse en una página.
—¿Qué código de error dices? ¿Cuarenta y siete?
—Sí.
—Imposible.
Hubo una pausa.
—Me parece que es la primera vez que te oigo decir esa palabra —contestó Amira.
Glinn, que con su parka y aquella mascarilla de tonto parecía un extraterrestre, apartó la mirada del manual.
—Se ha quemado el taladro.
—¿Que se ha quemado? ¿Con los caballos que lleva? No me lo creo.
Glinn volvió a meterse el manual en los pliegues de la parka.