Había alguien apoyado en la baranda de estribor y con la cabeza inclinada. Al acercarse, McFarlane vio que era Amira, envuelta de nuevo en aquella parka que de tan grande le quedaba ridícula.
—¿Qué hace usted aquí fuera? —preguntó.
Amira se volvió hacia él, dejando entrever una cara verdosa al fondo de la capucha forrada de piel de la parka. Se le habían escapado unos mechones de cabello que volaban al viento.
—Intentar vomitar —dijo—. ¿Y usted qué excusa tiene?
—No podía dormir.
Amira asintió con la cabeza.
—Ojalá vuelva el destructor. ¡Cómo disfrutaría tirándole lo que tengo en el estómago a aquel cardo borriquero de comandante!
McFarlane no contestó. Durante la cena casi no se había hecho otra cosa que comentar el encuentro con el barco chileno y hacer conjeturas sobre el comandante Vallenar y sus motivos. En cuanto a Lloyd, al enterarse se había puesto histérico. El único que no parecía preocupado era Glinn.
—Fíjese —dijo Amira.
McFarlane siguió la dirección de su mirada y vio la forma oscura de alguien corriendo al lado de la baranda de babor con un chándal por única ropa. Después de un rato mirando vio que era Sally Britton.
—Es la única lo bastante hombre para salir a correr con este tiempo —dijo Amira con mal tono.
—Es dura.
—Más que dura, loca. —Amira soltó una risita—. ¿Ha visto cómo le salta la camiseta?
McFarlane, que había estado mirándolo, no dijo nada.
—No me malinterprete, que lo digo por puro interés científico, ¿eh? Estoy pensando cómo se calcularía una ecuación de estado para unos pechos tan rotundos.
—¿Una ecuación de estado?
—Se usa en física. Relaciona todas las propiedades físicas de un objeto: temperatura, presión, densidad, elasticidad…
—Ya voy haciéndome una idea.
De repente Amira cambió de tema y dijo:
—Mire, otro naufragio.
McFarlane vio destacarse a lo lejos, en la grisura invernal, la silueta de un barco grande con la parte trasera empotrada en una roca.
—¿Cuántos llevamos? ¿Cuatro? —preguntó Amira.
—Me parece que con este cinco.
Desde Puerto Williams habían aumentado las apariciones de buques naufragados, algunos del tamaño del
Rolvaag.
Aquella zona era un verdadero cementerio de barcos, y ya nadie se sorprendía de encontrarlos.
Britton ya había rodeado la proa y corría hacia ellos.
—Que viene —dijo Amira.
Al llegar a su altura, Britton se detuvo y empezó a correr sin desplazarse. Como tenía la ropa mojada por el aguanieve y la lluvia, se le pegaba al cuerpo. Ecuación de estado, se dijo McFarlane.
—Quería informarles que a las nueve emitiré la orden de que en cubierta sólo se pueda circular con arnés de seguridad.
—¿Por qué? —preguntó McFarlane.
—Porque se acerca una borrasca.
—¿Acercarse? —dijo Amira con risa agorera—. Yo diría que ya ha llegado.
—Cuando salgamos del abrigo de la isla Navarino, nos meteremos en una tormenta.
No se permitirá que salga nadie sin chaleco salvavidas.
Britton había contestado la pregunta de Amira, pero mirando a McFarlane.
—Gracias por avisarnos —dijo él.
Britton le hizo una señal con la cabeza y se alejó corriendo. En un minuto ya estaba lejos.
—¿Por qué le cae tan mal? —dijo McFarlane.
Amira se quedó un rato callada.
—Tiene algo que me pone nerviosa. Es demasiado perfecta.
—Me parece que es lo que se llama irradiar autoridad.
—Y es una injusticia que todo el barco tenga que pagar por su problema con el alcohol.
—Eso lo decidió Glinn —dijo McFarlane.
Amira suspiró y sacudió la cabeza.
—Muy propio de él. Seguro que detrás de la decisión hay un razonamiento impecable.
Lo que pasa es que no se lo ha contado a nadie.
Sopló una ráfaga de viento frío que hizo tiritar a McFarlane.
—Bueno, yo de momento ya he respirado bastante aire de mar. ¿Vamos a desayunar?
Amira gimió.
—Baje, que yo me quedo un poco más. En algún momento tendrá que salir esto.
Después del desayuno, McFarlane fue a la biblioteca del barco, donde había quedado con Glinn a petición de este. Era una sala grande, como todos los espacios del barco, con una pared de ventanas donde corría el agua. Abajo, a gran distancia, se veía nevar casi en horizontal, y caer remolinos de copos en el agua negra.
Las estanterías contenían una amplia selección de títulos: textos náuticos, enciclopedias, condensaciones del
Reader's Digest,
viejos bestsellers… McFarlane, que estaba nervioso, distrajo la espera mirándolos. Cuanto más se aproximaban a isla Desolación (el lugar donde había muerto Masangkay), más nervioso se ponía. Ya estaban muy cerca. Antes de que anocheciera habrían rodeado el cabo de Hornos y puesto el ancla en sus islas.
Sus dedos se detuvieron en un libro delgado:
Las aventuras de Gordon Pym.
Era la obra de Poe a la que se había referido Britton durante la primera noche en el mar. Tuvo curiosidad y se lo llevó al sofá que tenía más cerca, sofá cuya piel, al tomar asiento y abrir el libro, le acogió resbaladiza. Ascendió a su nariz el agradable olor del bocací y el papel viejo.
Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre, respetable comerciante, trabajaba en el puerto de Nantucket, que es donde nací. Mi abuelo materno era abogado, y de buena posición. Tenía suerte en todo, y había especulado con mucho éxito en acciones del Edgarton NewBank, como se llamaba entonces.
El inicio era gris, decepcionante, y fue un alivio ver abrirse la Puerta y entrar a Glinn.
Detrás iba Puppup encorvado y sonriente. Apenas se reconocía al borracho a quien habían llevado a bordo la tarde anterior. Su larga y gris cabellera, recogida en trenzas por detrás, no invadía su frente, y el bigotito que le colgaba del fofo labio superior había recibido escrupulosos cuidados, que no le impedían seguir siendo un poco escaso.
—Perdone que le haya hecho esperar —dijo Glinn—. He estado hablando con el señor Puppup y parece dispuesto a ayudarnos.
Puppup enseñó los dientes y volvió a dar la mano a troche y moche, sorprendiendo a McFarlane por lo fría y seca que la tenía.
—Acompáñeme a las ventanas —dijo Glinn.
McFarlane le siguió y miró por ellas. Ahora, al nordeste, los jirones de niebla permitían entrever una isla desierta que salía del agua como si sólo fuera la cima dentada de una montaña submarina, con el blanco oleaje arañando y lamiendo sus laderas.
—Lo de ahí delante —murmuró Glinn— es la isla Barnevelt.
Pasó un frente lejano, como si se hubiera corrido una cortina desde el horizonte, agredido por el temporal. Luego apareció otra isla, negra, escarpada y con nieve y bruma en las cimas.
—Y lo de ahí la isla Deceit, la que queda más al este de las islas del cabo de Hornos.
Detrás, la luz reciente alumbraba otro páramo de cimas montañosas emergiendo del mar. Mientras miraban, desapareció la luz tal como había aparecido. Fue como si cayera la noche sobre el barco. Recibieron el impacto de otro turbión que lanzó toda su furia contra las ventanas, mientras ametrallaba el casco con granizo. McFarlane notó que el buque, a pesar de su volumen, se escoraba.
Glinn enseñó un papel doblado.
—He recibido este mensaje hace media hora.
Se lo entregó a McFarlane, que lo desplegó con gran curiosidad. Se trataba de un breve telegrama: «No se desembarcará bajo ningún concepto en la isla de destino sin nuevas instrucciones por mi parte. Lloyd».
Se lo devolvió a Glinn, y este al bolsillo de donde lo había sacado.
—Lloyd no me ha contado nada de sus planes. ¿Usted cómo lo entiende? ¿No habría sido más fácil llamar por teléfono o enviar un e-mail?
—Puede que no tenga ningún teléfono cerca. —Glinn se puso derecho—. En el puente todavía hay mejor vista. ¿Me acompaña?
McFarlane sospechó que al jefe de EES no le interesaba la vista. Le siguió. En todo caso, Glinn tenía razón: desde el puente todavía intimidaba más la furia del océano. Era un entrechocar, una contienda de negras olas cuya cresta rizaba el viento, profundizando los intervalos. McFarlane vio que el castillo de proa del
Rolvaag
cabeceaba en aquel hervidero de espuma, bajando y volviendo a subir con un chorreo de agua de mar en sus flancos.
Britton orientó hacia ellos un rostro al que la luz artificial daba tintes fantasmagóricos.
—Veo que han traído al piloto —dijo con una mirada de reojo, no muy convencida, a Puppup—. A ver si cuando hayamos doblado el cabo de Hornos nos da algún consejo para el momento de acostar.
Víctor Howell, que estaba al lado de ella, se sobresaltó.
—Ya se ve —dijo.
A gran distancia del barco, en el fragor de las aguas revueltas, un claro en la tormenta iluminaba un peñasco de abundantes fisuras, más alto y negro que los anteriores.
—El cabo de Hornos —dijo Glinn—. Pero vengo por otro motivo. Existe la posibilidad de una visita inminente…
—¡Capitana! —le interrumpió el oficial tercero, que estaba inclinado sobre una pantalla—. El Slick 32 detecta un radar. Contacto aéreo acercándose por el nordeste.
—¿Curso?
—Cero cuatro cero, señora. Directamente hacia nosotros.
El ambiente de cubierta se hizo tenso. Víctor Howell se acercó en pocos pasos al oficial tercero y miró la pantalla por encima de su hombro.
—¿Distancia y velocidad? —preguntó Britton.
—Cuarenta millas y acercándose a unos ciento setenta nudos, señora.
—¿Es un avión de reconocimiento?
Howell se irguió.
—¿Con este tiempo?
Una ráfaga de viento enloquecido acribilló con lluvia las ventanas.
—¡Pues no será un aficionado con un Cessna! —murmuró Britton—. ¿Podría tratarse de un avión de línea desviado de su ruta?
—Difícilmente. Por aquí abajo sólo vuelan aviones pequeños en viajes concertados. Y con este panorama ni siquiera despegan.
—¿Militares?
Nadie contestó. Durante un minuto, en la cubierta no se oyó nada que no fuera el aullido del viento y el ruido del oleaje.
—¿Curso? —volvió a preguntar la capitana en voz más baja.
—Igual que antes, señora.
Britton asintió.
—Muy bien. Señor Howell, todo el mundo a sus puestos.
De repente asomó la cabeza el oficial de comunicaciones, Banks, que estaba en la cabina del telegrafista.
—¿Lo que viene volando? Un helicóptero de la compañía Lloyd.
—¿Está seguro? —preguntó Britton.
—He comprobado el indicativo de llamada.
—Señor Banks, entable contacto.
Glinn carraspeó, y McFarlane le vio meterse el papel doblado en la chaqueta. No se le había contagiado en ningún momento la alarma y sorpresa que acababan de cundir.
—Convendría que preparasen una zona de aterrizaje —dijo con calma.
Banks salió de la cabina del telegrafista.
—Piden permiso para aterrizar, señora.
—Increíble —exclamó Howell—. ¡Estamos en plena tormenta de fuerza ocho!
—Me parece que no hay alternativa —dijo Glinn.
Los siguientes diez minutos fueron de actividad frenética a causa de los preparativos para el aterrizaje. Cuando McFarlane llegó en compañía de Glinn a la escotilla por donde se salía a la bovedilla, les fueron entregados sendos arneses de seguridad por parte de un hombre muy serio y que no abría la boca. McFarlane se puso el suyo, que abultaba mucho, y se lo abrochó. El encargado le propinó un rápido estirón, dio su visto bueno con un gruñido y abrió la escotilla.
Al cruzarla, McFarlane estuvo a punto de caerse por la borda por culpa de una ráfaga de viento. Haciendo acopio de fuerzas, enganchó el arnés a la baranda exterior y se encaminó al área de aterrizaje. Una parte de la tripulación se repartía por la cubierta con los arneses firmemente sujetos a las barandas de metal. Habían reducido máquinas hasta dejarle al barco el mínimo margen de maniobra, sin que la tormenta le hiciera perder el rumbo, y aun así cabeceaba. La tripulación encendió una docena de bengalas y las repartió por todo el perímetro, oponiendo chorros rojos de luz irregular a la fuerza del viento y la nieve.
—¡Ya llega! —gritó alguien.
McFarlane entrecerró los ojos para protegerlos de la tormenta y vio un helicóptero Chinook suspendido en el aire con las luces encendidas. Vio que se acercaba dando bandazos por la fuerza del viento, ora a diestra, ora a siniestra. De repente, cerca de él sonó una alarma, y la superestructura del
Rolvaag
quedó iluminada por varios indicadores naranja. McFarlane oía las hélices del aparato, que luchaban con la furia del temporal. Howell daba órdenes por un megáfono, sin despegarse la radio de la cara.
El helicóptero empezaba a tomar posiciones para el aterrizaje. McFarlane distinguió al piloto en el morro, afanándose con los controles. El viento de las hélices duplicaba la virulencia del granizo. En su cautelosa aproximación a la cubierta, sometida a constante vaivén, la panza del helicóptero parecía un péndulo. Una ráfaga de especial intensidad hizo que se desviara del rumbo. El piloto, rápidamente, se alejó y dio media vuelta para realizar otra tentativa. Hubo un momento peliagudo en que McFarlane tuvo la seguridad de que el piloto perdería el control, pero acabó produciéndose el contacto entre los neumáticos y la zona de aterrizaje, y acudieron corriendo varios marineros para poner cuñas de madera debajo de las ruedas. Entonces se abrió la puerta de carga y salió un tropel de hombres, mujeres y maquinaria.
En ese momento McFarlane vio bajar a la superficie mojada de la zona de aterrizaje al inconfundible Lloyd, genio y figura, con impermeable y botas. Salió corriendo de debajo del aparato. Se protegía la cabeza con un suéter que intentaba arrancarle el vendaval. Al ver a McFarlane y Glinn les dirigió un saludo entusiasta con la mano. Un marinero acudió corriendo para ponerle cinturón y arnés de seguridad, pero Lloyd le rechazó con gestos, siguió caminando mientras se secaba la lluvia de la cara y asió a McFarlane y Glinn por sus respectivas manos.
—Caballeros —dijo con voz de trueno, más fuerte que la tormenta; y sonriendo de oreja a oreja añadió—: Al café invito yo.
McFarlane entró en el ascensor mirando su reloj de pulsera, y apretó el botón de la cubierta central. Muchas veces, al pasar de largo, se había preguntado por qué Glinn prohibía el acceso a aquella zona vacía. Ahora que empezaba a subir el ascensor, comprendió a qué había estado reservada. Parecía que Glinn tuviera prevista la visita de Lloyd desde el principio.