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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (15 page)

BOOK: Más allá del hielo
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—¿Y yo en qué intervengo?

—Tiene formación psiquiátrica. Quiero que revise los informes que le iré entregando, y si ve algo preocupante (sobre todo indicios de que pueda producirse otra crisis como la última), le ruego que me lo comunique.

Brambell volvió a hojear las dos carpetas, la primera y la segunda. El informe sobre el pasado de McFarlane era un poco raro. Se preguntó de dónde había sacado Glinn la información, porque apenas figuraban datos psiquiátricos o médicos normales. La información, en gran medida, no estaba vinculada a ningún nombre de médico o número de colegiado. De hecho mucha era anónima. No constaban las fuentes, pero tenía todo un tufillo de haberse gastado mucho dinero.

Acabó mirando a Glinn, mientras cerraba la carpeta.

—Pues ya me lo leeré y le tendré vigilado, aunque no sé si veo el incidente de la misma manera que usted.

Glinn se levantó para marcharse. A Brambell, sus ojos, tan impenetrables que parecían de pizarra, le provocaban una extraña irritación.

—¿Y el meteorito de Groenlandia? —preguntó—. ¿Procedía de otro sistema estelar o no?

—No, claro que no. Resultó que era una roca cualquiera del cinturón de asteroides.

McFarlane estaba equivocado.

—¿Y su mujer? —preguntó Brambell.

—¿La de quién?

—La de McFarlane, Malou Masangkay.

—Le abandonó. Volvió a Filipinas y se casó otra vez.

Poco después, Glinn se había marchado y sonaban sus pasos cadenciosos en el suelo del pasillo. El médico se quedó un rato a la escucha y pensando, hasta que se acordó de una frase de Conrad y la pronunció en voz alta:

—«Nadie llega a entender sus propias artimañas para huir de la sombra funesta del conocimiento de sí mismo.»

Con un suspiro de haber recuperado la anterior satisfacción, apartó los informes y regresó a su camarote privado. Tanto el clima ecuatorial, que aletargaba a las personas, como algún rasgo del propio Glinn, le recordaban a Somerset Maugham, concretamente sus relatos.

Fue acariciando los lomos (cada uno de las cuales reavivaba un universo entero de recuerdos y emociones) hasta encontrar lo que buscaba. Entonces se puso cómodo en un sillón de orejas y abrió la tapa con un escalofrío de placer.

Rolvaag
11 de julio, 7.55 h

McFarlane caminaba por la cubierta de parquet mirándolo todo con curiosidad. Era la primera vez que subía al puente, sin duda el espacio más teatral del
Rolvaag.
Poseía la misma anchura que el barco. Tres lados de la sala estaban presididos por ventanales grandes y cuadrados con inclinación aguda, cada uno con su propio brazo limpiador eléctrico. Ambos extremos contaban con puertas de salida a las alas del puente. Las de acceso al sector posterior estaban rotuladas con letras de latón: CUARTO DE DERROTA y CABINA DEL TELEGRAFISTA. Debajo de las ventanas delanteras había una hilera de instrumentos que ocupaba toda la longitud del puente: consolas, teléfonos en batería, conexiones con los puestos de control del resto del barco… Al otro lado del cristal, donde estaba a punto de amanecer, una borrasca cabalgaba la tormentosa y desértica extensión del océano.

En medio de la sala había un puesto de mando y control, que fue donde vio McFarlane a la capitana, un poco borrosa en la penumbra. Hablaba por teléfono, y de vez en cuando se inclinaba hacia el timonel (que estaba justo al lado de ella, iluminadas sus órbitas por la luz fría y verde de la pantalla del radar) a fin de murmurarle algo.

En el momento en que McFarlane se sumaba a la vigilia silenciosa, se abrieron un poco las nubes de lluvia y asomó en el horizonte un alba gris. Lejos, en el castillo de proa, un marinero se dedicaba en solitario a ignotos menesteres. Sobre la estela espumosa del buque daba vueltas y chillaba un grupo de perseverantes aves marinas. El contraste con la torridez del trópico, abandonado hacía menos de una semana, no podía ser más chocante.

Después de que el
Rolvaag,
entre calores sofocantes y fuertes lluvias, cruzara el ecuador, se había apoderado del barco una lasitud que a McFarlane también le afectaba, en forma de bostezos durante las partidas de shuffleboard y de horas perdidas en el camarote, mirando las paredes de nogal. Sin embargo, al proseguir rumbo al sur, había refrescado el aire, se había reducido el ritmo del oleaje (y acrecentado su empuje) y el color perla del cielo tropical se había mudado en un azul brillante con manchas de nubes. Respirando aquel aire más fresco, McFarlane notaba que el malestar general daba paso a renovadas energías.

Volvió a abrirse la puerta que daba al puente, y entraron dos personas: un oficial tercero, para cumplir el turno de ocho a doce, y ni más ni menos que Eli Glinn, que se acercó en silencio a McFarlane.

—¿Qué pasa? —preguntó este en voz baja.

Antes de que Glinn tuviera tiempo de contestar, se oyó detrás un ruido seco.

McFarlane, al girarse, vio salir a Víctor Howell de la cabina del telegrafista y presenciar el cambio de guardia.

El oficial tercero se acercó a la capitana y le murmuró algo al oído. Ella miró a Glinn.

—Vigile la proa de estribor —dijo haciendo un gesto con la cabeza para señalar el horizonte, que cruzaba el cielo como una hoja de cuchillo.

A medida que aclaraba fue definiéndose el relieve de las olas. La aurora clavó una lanza de luz en el dosel de nubes que grávidamente cubría las aguas por el lado de estribor.

La capitana se apartó del timonel y fue hacia las ventanas delanteras con las manos cruzadas en la espalda. En ese momento recortó la parte alta de las nubes otro rayo de luz, y entonces, sin previo aviso, se encendió todo el horizonte occidental como una llamarada. McFarlane entrecerró los ojos sin saber qué fenómeno se ofrecía a su vista, hasta que reconoció, ardiendo bajo el alba, una hilera de cumbres nevadas rodeadas de glaciares.

La capitana dio media vuelta y encaró al grupo.

—Tierra a la vista —dijo escuetamente—. Las montañas de Tierra del Fuego. Dentro de unas horas cruzaremos el estrecho de Le Maire y entraremos en el océano Pacífico.

Le pasó unos prismáticos a McFarlane, que los usó para mirar la cordillera: cimas lejanas e imponentes, murallas, habríase dicho, de un continente perdido, derramando largos velos de nieve.

Glinn irguió los hombros, se desentendió del panorama y miró a Víctor Howell. El primer oficial se acercó a un técnico que estaba al otro lado del puente, y que rápidamente se levantó y salió por la puerta del ala de estribor. Howell regresó al puesto de control.

—Tómese un cuarto de hora para el café —dijo al oficial tercero—. Ya me quedo yo controlando.

El oficial miró a Howell y luego a la capitana, sorprendido por aquella anomalía.

—¿Lo anoto, señora? —preguntó.

Britton negó con la cabeza.

—No es necesario. Limítese a volver en un cuarto de hora.

Cuando el oficial tercero ya no estuvo en el puente, la capitana miró a Howell y dijo:

—¿Banks ya tiene preparada la conexión con Nueva York?

El primer oficial asintió.

—Ya se ha puesto el señor Lloyd.

—Perfecto, pues pásemelo.

McFarlane reprimió un suspiro, pensando: ¿No hay bastante con una vez al día?

Estaba un poco harto de las videoconferencias que mantenía con el museo cada día a las doce.

Lloyd siempre hablaba por los codos: se moría de ganas de conocer el desarrollo del viaje, milla a milla; les sometía a todos a un verdadero interrogatorio, y al mismo tiempo que ponía en duda sus planes, se le ocurrían a él otros. McFarlane estaba sorprendido por la paciencia de Glinn.

Chisporroteó un altavoz atornillado a un mamparo, y McFarlane oyó la voz de Lloyd resonando por todo el puente, aun siendo este grande.

—¿Sam? ¿No está Sam?

—Al habla la capitana Britton, señor Lloyd —dijo Britton, indicándoles a los demás un micrófono del centro de mando—. Tenemos a la vista la costa de Chile. Falta un día para Puerto Williams.

—¡Maravilloso! —tronó Lloyd.

Glinn se acercó al micrófono.

—Señor Lloyd, soy Eli Glinn. Mañana pasaremos por la aduana chilena. El doctor McFarlane, yo y la capitana iremos en lancha a Puerto Williams para enseñar los papeles del barco.

—¿Es necesario? —preguntó Lloyd—. ¿Por qué tienen que ir todos?

—Le explico la situación. El primer problema es que los de aduanas probablemente quieran subir al barco.

—Pues vaya —se oyó la voz de Lloyd—. A ver si se descubre todo el pastel.

—El riesgo existe. Por eso lo primero que intentaremos será evitar que suban. Los chilenos querrán hablar directamente con el capitán y el ingeniero jefe de minas. Lo más seguro, si enviamos subordinados, es que insistan en subir ellos a bordo.

—¿Y yo? —preguntó McFarlane—. Le recuerdo que en Chile soy persona non grata.

Me convendría que se me viera lo menos posible.

—Disculpe, pero usted es nuestra mejor baza —repuso Glinn.

—¿Y eso por qué?

—Porque es el único que ha estado en Chile, y en situaciones así tiene más experiencia.

Si los acontecimientos siguieran un derrotero inesperado, que es una posibilidad muy remota, nos haría falta su intuición.

—Genial. Aunque considero que no se me compensa bastante por correr un riesgo así.

—Pues a mí me parece que sí. —El tono de Lloyd era de mal genio—. Una cosa, Eli: ¿y si igualmente quieren subir?

—En ese caso tenemos preparada una sala especial de recepción.

—¿De qué? ¿De recepción? ¡Si lo que nos interesa es que se queden lo menos posible!

—No será una sala que les dé ganas de quedarse. Si resulta que suben, se les conducirá a proa, a la sala de control de limpiado de cisternas, que no es precisamente cómoda. Hemos puesto unas cuantas sillas de metal, pero no bastantes, y una mesa de fórmica. Está apagada la calefacción, y algunas partes del suelo tienen una capa de líquido que huele un poco a excrementos y vómito.

La risa de Lloyd, amplificada y metálica, resonó por todo el puente.

—Espero que nunca dirijas una guerra, Eli. Pero ¿y si quieren ver el puente?

—Para eso también tenemos una estrategia. No se preocupe, Palmer, que cuando nos hayamos presentado en la aduana de Puerto Williams será muy poco probable que quieran subir a bordo, y menos que quieran ver el puente. —Dio media vuelta—. Doctor McFarlane, de ahora en adelante no habla usted ni una palabra de español. Limítese a seguir mis indicaciones. Ya hablaremos la capitana Britton y yo.

Se produjo un momento de silencio, hasta que intervino Lloyd:

—Ha dicho que era el primer problema. ¿Hay otro?

—Estando en Puerto Williams tendremos que hacer un recado.

—¿Cuál, si puede saberse?

—Quiero contratar los servicios de un tal John Puppup. Habrá que encontrarle y llevarle al barco.

Lloyd gimió.

—Eli, empieza a parecerme que disfrutas dándome sorpresas. ¿Quién es John Puppup, y para qué le necesitamos?

—Es medio yagan medio inglés.

—¿Y qué es eso de yagan?

—Los yaganes eran los indígenas de las islas del cabo de Hornos. Ya se han extinguido.

Sólo quedan unos cuantos mestizos. Puppup ya es mayor. Tendrá unos setenta años, y puede decirse que ha presenciado la extinción de su pueblo. Es la última persona que conserva algo de la sabiduría de los antiguos habitantes de la zona.

El altavoz de arriba quedó en silencio, hasta que lo devolvió a la vida otro chisporroteo.

—Eli, parece un plan un poco precipitado. ¿Dices que «tienes planeado» contratar sus servicios? ¿Y él lo sabe?

—Todavía no.

—¿Y si dice que no?

—Cuando le encontremos no estará en condiciones de decir que no.

Lloyd gruñó de contrariedad.

—O sea que vamos a añadir el secuestro a nuestra lista de delitos.

—Aquí hay muchas cosas en juego —dijo Glinn—. Ya lo sabía usted al empezar.

Puppup volverá rico. Por ese lado no va a haber problemas. El único será encontrarle y llevarle al barco.

—¿Alguna sorpresa más?

—Cuando estemos en la aduana, el doctor McFarlane y yo enseñaremos pasaportes falsificados. Es la vía con más posibilidades de éxito, aunque implique infringir un poco la ley chilena.

—Un momento, un momento —dijo McFarlane—. Viajar con pasaporte falso es infringir la ley de Estados Unidos.

—Nadie se enterará. Lo he arreglado todo para que se pierda el registro de pasaportes durante el tránsito entre Puerto Williams y Punta Arenas. Naturalmente, conservaremos los pasaportes auténticos, donde figura todo correctamente, los visados y los sellos de llegada y salida. Al menos parecerá que son correctos.

Miró alrededor como si esperara alguna objeción, pero no la hubo. El primer oficial estaba al timón, gobernando impasiblemente el barco. La capitana Britton miraba a Glinn con los ojos muy abiertos, pero no dijo nada.

—Bueno —dijo Lloyd—, pero te advierto una cosa, Glinn: este plan tuyo me pone muy nervioso. Quiero que me pongan al corriente en cuanto hayan vuelto de la aduana.

Se cortó la comunicación de manera brusca. Britton hizo señas a Víctor Howell, que se metió en la cabina del telegrafista.

—Los que vayan al puerto tendrán que ir vestidos para su papel —dijo Glinn—. El doctor McFarlane, que se presente tal cual. —Sometió a McFarlane a un repaso más bien despectivo—. En cambio, la capitana Britton tendrá que llevar algo bastante menos formal.

—Ha dicho que tendremos pasaportes falsos —dijo McFarlane—. ¿Eso significa que usaremos nombres falsos?

—Correcto. Usted será el doctor Sam Widmanstatten.

—Muy bonito.

Hubo un breve silencio.

—¿Y usted? —preguntó Britton.

Glinn rió, cosa que McFarlane nunca le había visto hacer. Fue una risa grave y menuda que a juzgar por el sonido estaba hecha casi toda de aliento.

—Llámenme Ishmael
[1]
—dijo.

Chile 12 de julio, 9.30 h

Al día siguiente, el
Rolvaag
descansaba en las aguas de los Goree Roads, un canal de gran anchura entre tres islas que emergen del Pacífico. Un sol frío subrayaba todas las aristas.

McFarlane estaba apoyado en la borda de la lancha del
Rolvaag,
embarcación decrépita que casi tenía tantas manchas de herrumbre como la principal, y veía alejarse lentamente el petrolero. Desde el nivel del mar parecía aún más grande. Muy arriba, en la bovedilla, estaba Amira enfundada en una parka que le iba tres tallas demasiado grande.

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