2 Nota del Traductor en la versión impresa: Así comienza Moby Dick, de Hermán Melville: “Call me Ishmael” .
—¡Eh, jefe! —exclamó ella moviendo el brazo, aunque casi no se oía su voz—. ¡No vuelva con gonorrea!
La lancha giró ciento ochenta grados con mar picada y puso rumbo al paisaje desolado de la isla Navarino. Era el territorio habitado más al sur del planeta. A diferencia de la costa montañosa junto a la que habían pasado a finales del día anterior, el lado este de Navarino era bajo y monótono: una marisma helada y nevada que terminaba en vastas playas de guijarros, lamidas por las olas del Pacífico. No se veía ningún rastro de vida humana. Puerto Williams quedaba a unos treinta kilómetros por el canal de Beagle, en aguas protegidas.
McFarlane tuvo un escalofrío y se arrebujó un poco más en la parka. Una cosa era pasar cierto tiempo en isla Desolación (remota, incluso, respecto de aquel lugar dejado de la mano de Dios), y otra estar cerca de un puerto chileno. Esto último le ponía nervioso. Menos de dos mil kilómetros al norte quedaría mucha gente que se acordase de su cara; gente con muchas ganas de hacerle probar la punta de una aguijada, y siempre existía la posibilidad, aunque remota, de que una de esas personas estuviera destinada allá abajo.
Algo se movió a su lado: Glinn, acercándose a él. Llevaba una chaqueta a cuadros roñosa, varias capas de camisas de lana sucias, una gorra naranja de punto y, en una mano, un maletín viejo. Se había dejado crecer el pelo del rostro, que en condiciones normales presentaba un afeitado impecable. Le colgaba de los labios un cigarrillo torcido, y McFarlane vio que lo fumaba de verdad, inhalando y exhalando con muestras claras de placer.
—No tengo el gusto —dijo McFarlane.
—Soy Eli Ishmael, ingeniero jefe de minas.
—Pues oiga, señor ingeniero, ya sé que es imposible, pero tiene usted pinta de estar divirtiéndose.
Glinn se sacó el cigarrillo de la boca, lo contempló y lo arrojó en dirección a los hielos.
—El placer no es necesariamente incompatible con el éxito.
McFarlane señaló la ropa desastrada de su acompañante.
—Cambiando de tema, ¿de dónde ha sacado esto? Parece que haya estado echando carbón a la caldera.
—Mientras adaptábamos el barco vinieron de Nueva York unos expertos en vestuario —contestó Glinn—. Hay varios armarios llenos, para todo lo que pueda pasar.
—Pues esperemos que no se dé el caso. ¿Y qué, cuáles son las órdenes exactas?
—Muy sencillas. Tenemos que presentarnos en la aduana, enseñar los papeles, contestar a lo que nos pregunten y encontrar a John Puppup. Somos un grupo que ha venido a buscar hierro. La empresa está al borde de la quiebra, y es nuestra última oportunidad. Si hay alguien que hable inglés y le hace preguntas, usted empérrese en que somos un equipo de primera categoría, aunque si puede no abra la boca. Y si en la aduana tenemos algún contratiempo, reaccione tal como le salga de dentro.
—¿Como me salga? —McFarlane meneó la cabeza—. Lo que me saldría sería echar a correr y no parar en dos días. —Se quedó callado—. ¿Y la capitana? ¿Usted cree que podrá?
—Se habrá fijado en que no responde al estereotipo de capitán de barco.
La lancha cortaba el oleaje. Llegaba de abajo el feroz martilleo de los motores diesel, que estaban retocados para hacer ruido de viejos. De repente se abrió la puerta de la cabina y salió Britton con tejanos viejos, chaquetón de marinero y una gorra muy usada con galones de capitán. Llevaba unos prismáticos colgados del cuello. McFarlane nunca la había visto sin su uniforme perfectamente planchado, y le pareció un cambio refrescante y seductor.
—¿Puedo felicitarla por el disfraz? —dijo Glinn.
McFarlane le miró con cara de sorpresa, porque no le sonaba haber oído ningún otro cumplido de su boca.
El capitán correspondió con una sonrisa.
—No, no puede. Yo lo odio.
Cuando la embarcación dobló el extremo norte de la isla de Navarino, apareció a lo lejos una forma oscura. McFarlane vio que era un barco enorme de hierro.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Fíjense qué armatoste! O damos un rodeo muy grande o nos hunde la estela.
Britton cogió los prismáticos, dedicó un buen rato a mirar por ellos y los bajó con mayor lentitud.
—No creo —contestó—. Tardará bastante en moverse.
Pese a que la proa del barco estaba orientada hacia ellos, tardó una eternidad en acercarse. Los dos mástiles, finos y desnudos, se inclinaron ligeramente hacia un lado, y entonces McFarlane lo entendió: era un barco que había naufragado en un arrecife, justo en medio del canal.
Glinn cogió los prismáticos que le ofrecía Britton.
—Se llama
Capitán Praxos
—dijo—. Por la pinta es un carguero. Debió de encallar en un bajío.
—Parece increíble que un barco tan grande pueda naufragar en aguas tan protegidas —dijo McFarlane.
—Este estrecho sólo está protegido cuando el viento llega del nordeste, como hoy —dijo Britton con frialdad—. Si soplara del oeste lo convertiría en un túnel de viento. Quizá coincidiera con que el barco tenía problemas de motor.
Se quedaron callados, viendo acercarse el barco. Permanecía, cosa extraña, borroso, como si estuviera envuelto por la niebla, y eso que hacía una mañana clara y de mucho sol. El barco estaba cubierto de proa a popa por una piel de herrumbre y descomposición. Tenía rotas las dos torres de hierro, una colgando de lado entre pesadas cadenas y la otra rota en la cubierta. En la superestructura, que estaba medio podrida, no había ningún pájaro. Parecía que las propias olas esquivasen sus flancos rugosos. Era fantasmagórico, surrealista: un centinela cadavérico haciendo una muda advertencia a cualquiera que pasase.
—Tendría que comentárselo alguien a la cámara de comercio de Puerto Williams —dijo McFarlane.
Nadie le rió el chiste. Era como si el grupo se hubiera quedado helado.
El piloto aceleró como si estuviera impaciente por adelantar al barco naufragado, e ingresaron en el canal de Beagle. Había, a ras de mar, montañas dotadas de un perfil de cuchillo, oscuras y amedrentadoras, con campos de nieve y glaciares titilando en sus repliegues. El barco fue azotado por una ráfaga de viento que hizo que McFarlane se ciñera más la parka.
—Lo de la derecha es Argentina —dijo Glinn—, y lo de la izquierda Chile.
—Y yo me voy adentro —dijo Britton, yendo hacia la cabina.
Una hora más tarde, en la luz gris, apareció Puerto Williams por el lado de estribor de la proa: era una acumulación de casuchas de madera amarillas y con tejados rojos en una hondonada entre montañas, sobre un trasfondo de cordilleras hiperbóreas blancas y afiladas como dientes. Delante había una hilera de muelles en mal estado, y en el puerto, pesqueros de madera y balandras con el casco embreado. McFarlane vio cerca el «barrio de los indios», que se componía tanto de casas hechas a base de planchas como de simples chozas, con chimeneas fabricadas con cualquier material desprendiendo rizos de humo. Detrás quedaba el puesto naval propiamente dicho, triste hilera de edificios de chapa, cerca del cual habían anclado lo que parecían dos gabarras de la marina y un añoso destructor.
El cielo parecía haberse oscurecido en pocos minutos. En cuanto la lancha se arrimó a uno de los muelles de madera, empezó a oler a pescado podrido, cloaca y algas. Acudieron unos cuantos hombres, salidos de las cabañas que había delante, y se acercaron con paso desgarbado por varias pasarelas de madera, desde donde, con gritos y gestos, intentaban que la lancha atracara en una docena de lugares. Cada uno de los hombres llevaba un cabo o señalaba donde amarrarlo. El barco penetró en el muelle, y entre los dos que estaban más cerca estalló un ruidoso altercado, que sólo aplacó Glinn repartiendo cigarrillos.
Bajaron los tres al muelle, que estaba resbaladizo, y miraron aquel pueblo tan deprimente. Algunos copos sueltos de nieve habían aterrizado en los hombros de la parka de McFarlane.
—¿Para ir a la aduana? —preguntó Glinn a alguien en español.
—Ya les llevo yo —dijeron tres a la vez.
Había empezado a formarse un grupo de mujeres con cubos de plástico llenos de erizos de mar, mejillones y «congrio colorado», que se empujaban entre ellas y se metían el marisco por la cara.
—Erizos de mar —dijo una en mal inglés. Las arrugas de la cara denotaban a una septuagenaria, con un solo pero blanquísimo diente—. Muy bueno para el hombre. Pone dura.
Hizo un gesto con el brazo en alto para indicar los resultados, entre las risotadas de los varones.
—No, gracias, señora —dijo Glinn, abriéndose camino por la multitud para seguir a los que se habían proclamado guías suyos.
Siguiéndoles, subieron por el espigón y caminaron por el muelle en dirección al puesto naval. Al llegar a un espigón ligeramente en mejor estado, los tres hombres se plantaron delante de un edificio bajo hecho de planchas de madera. Sólo tenía una ventana, cuya luz destacaba en la penumbra general. Por la chimenea de zinc que había en la pared opuesta salía un humo que olía agradablemente a madera. Al lado de la puerta había una bandera chilena desteñida.
Glinn repartió propinas a los guías y empujó la puerta con Britton a poca distancia.
McFarlane fue el último en entrar, pero antes aspiró una bocanada de aire frío y cargado, recordándose que en semejante lugar corría muy pocos riesgos de que le reconociera alguien por lo de Atacama.
El interior confirmó sus expectativas. Estaba todo: la mesa llena de arañazos, la estufa panzuda y el funcionario de ojos negros. Le ponía nervioso entrar voluntariamente en dependencias del gobierno chileno, aunque fueran tan remotas y tan de provincias. No pudo evitar que se le fueran los ojos hacia el fajo de carteles viejos con caras de delincuentes que había en la pared, colgado de una pinza oxidada. Tranquilo, se dijo.
El oficial de aduanas llevaba el cabello peinado hacia atrás y un uniforme sin mácula.
Al sonreírles mostró una hilera de dientes de oro.
—Siéntense, por favor —dijo en español.
Tenía la voz un poco afeminada. Toda su persona desprendía un bienestar, una afabilidad muy poco acorde con lo lúgubre de su población de destino.
La discusión que había estado oyéndose en la habitación del fondo se cortó de manera repentina. McFarlane aguardó a que se sentaran Glinn y Britton, y a continuación les imitó tomando asiento cautelosamente en una vieja silla de madera. La estufa chisporroteaba y desprendía un calor muy agradable.
—Por favor —dijo el oficial, acercándoles una caja de madera de cedro que contenía cigarrillos. Rehusaron todos menos Glinn, que cogió dos, se colocó uno entre los labios y se metió el otro en el bolsillo.
—Más tarde —dijo con una sonrisa.
El oficial se levantó un poco y le encendió el primero con un mechero de oro. Glinn dio una larga calada al cigarrillo sin filtro, y a continuación bajó la cabeza para escupir un trocito de tabaco. McFarlane le miró a él y después a Britton.
—Bienvenidos a Chile —dijo en inglés el oficial, dando vueltas al mechero con sus manos bien cuidadas y volviéndoselo a meter en el bolsillo de la chaqueta. Continuó en español—. Doy por sentado que vienen del barco minero estadounidense
Rolvaag.
—Sí —dijo Britton, asimismo en español.
Sacó unos documentos y un fajo de pasaportes de una cartera de piel muy gastada, fingiendo despreocupación.
—¿Buscan hierro? —preguntó él sonriendo.
Glinn asintió.
—¿Y esperan encontrarlo en isla Desolación?
A McFarlane le pareció que su sonrisa tenía algo de cínica. ¿O de desconfiada?
—Pues claro —contestó Glinn, tras aguantarse una tos carrasposa—. Estamos equipados con lo último en material de prospección, y tenemos un buen barco. Es una operación sumamente profesional.
La expresión del oficial, de cierto regocijo, indicaba que ya había recibido información sobre el montón de chatarra que había atracado al otro lado del canal. Cogió los papeles y les echó un simple vistazo.
—Tardaremos un poco en tramitarlos —dijo—. Seguramente querremos visitar el barco. ¿Dónde está el capitán?
—Yo misma —dijo Britton.
Las cejas del oficial se arquearon. En la habitación del fondo del puesto de aduanas se oyó ruido de pies, y por la puerta aparecieron otros dos oficiales de rango indefinido que se acercaron a la estufa y se sentaron en un banco que había al lado.
—¿Dice que es el capitán? ¿Usted? —preguntó el oficial.
—Sí.
El oficial gruñó, miró los documentos, los hojeó sin interés y volvió a mirarla a ella.
—¿Y usted, señor? —preguntó, desplazando la mirada hacia McFarlane.
Habló Glinn.
sectio
—Es el doctor Widmanstatten, el responsable científico. Y yo soy el ingeniero jefe, Eli Ishmael
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McFarlane notó que el oficial le observaba.
—Widmanstatten —repitió este con lentitud, como paladeando el apellido.
Los otros dos oficiales se giraron para mirarle. A McFarlane se le secó la boca. Ya hacía cinco años que no salía su foto en la prensa chilena, además de que entonces llevaba barba. Se dijo que no había nada que temer, pero empezaron a sudarle las sienes.
Los chilenos le miraron con curiosidad, como si detectaran sus nervios gracias a una especie de sexto sentido profesional.
—
No speak Spanish?
—le dijo el oficial aguzando un poco la mirada.
Se produjo un breve silencio, hasta que McFarlane, involuntariamente, dijo lo primero que se le ocurrió.
—Quiero una puta.
Los oficiales chilenos se echaron a reír.
—Pues habla bastante bien —dijo el de detrás de la mesa.
McFarlane se reclinó en la silla y se pasó la lengua por los labios, suspirando lentamente.
Glinn volvió a emitir una tos de perro bastante asquerosa.
—Disculpe —dijo.
Sacó un pañuelo pringoso, se limpió la barbilla, lo sacudió con fuerza (haciendo que salpicara flema) y volvió a metérselo en el bolsillo.
El oficial miró el pañuelo y se frotó sus manos de señorito.
—Espero que no se haya puesto enfermo. Con la humedad que hay por aquí…
—No es nada —dijo Glinn.
Al mirarle, McFarlane empezó a temer por él. Tenía los ojos inyectados en sangre, y cara de enfermo.
Britton tosió finamente con la mano en la boca.