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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (26 page)

BOOK: Más allá del hielo
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—Ya. Otra pregunta, señor… ¡Pero si no le he preguntado su nombre! ¡Qué maleducado!

—Tornero, mi comandante. Rafael Tornero Perea.

—Pues dígame, señor Tornero, ¿a quién le compró el aparato?

—A un mestizo.

—¿A un mestizo? Y ¿cómo se llamaba?

—Lo siento, pero no lo sé.

Vallenar frunció el entrecejo.

—¿No lo sabe? Quedan pocos mestizos, y que lleguen a Punta Arenas, menos.

—Es que no me acuerdo, comandante… En serio… —El comerciante trató de hacer memoria con la mirada desquiciada—. No era de Punta Arenas. Era del sur, y tenía un nombre raro.

De repente Vallenar tuvo una idea.

—¿No sería Puppup, Juan Puppup?

—¡Sí! Gracias, comandante, muchas gracias por refrescarme la memoria. Eso mismo, Puppup. Se llamaba Puppup.

—¿Dijo de dónde lo sacaba?

—Sí. Lo había encontrado en las islas del cabo de Hornos, pero yo no me lo creí. No tiene sentido que aparezca algo de valor por allá abajo. —Ahora el comerciante hablaba con verdadero atropello, como si no le salieran bastante deprisa las palabras—. Pensé que intentaba conseguir más dinero. —Se le animó la cara—. Ahora me acuerdo de que también había un piolet y un martillo un poco raro.

—¿Raro en qué sentido?

—Tenía una punta larga y curvada. En el lote también había un saco de cuero lleno de piedras. El americano lo compró todo junto.

Vallenar se apoyó en la mesa con vivo interés.

—¿Piedras? ¿Se fijó usted en ellas?

—Sí, sí que me fijé.

—Y ¿eran oro?

—No, no. No tenían valor.

—Ah. Porque claro, usted es geólogo.

El tono de Vallenar era afable, pero el comerciante se encogió en el asiento.

—Verá, comandante, es que se las enseñé a Alonso Torres, el dueño de la tienda de minerales de la calle Colinas, pensando que podían valer algo, pero me dijo que no. Que las tirara.

—Y ¿él qué sabía?

—Sabe, sabe, comandante; Torres es un experto en rocas y minerales.

Vallenar se acercó al único ojo de buey del camarote, que con tantos años de agua salada se había oxidado.

—¿Dijo qué eran?

—Según él, nada.

Vallenar volvió a mirar al comerciante.

—¿Qué aspecto tenían?

—Sólo eran piedras, sin nada de bonito.

Vallenar cerró los ojos e hizo un gran esfuerzo por no sucumbir a la ira. Habría sido indecoroso perder los estribos teniendo visita en su propio barco.

—Es posible que me quede alguna en la tienda, comandante.

Vallenar volvió a abrir los ojos.

—¿Posible?

—El señor Torres se quedó una para hacerle más análisis, y me la devolvió después de venderle yo el aparato al americano. Al principio la usaba de pisapapeles. Tenía la esperanza de que se hubiera equivocado el señor Torres y fuera valiosa. Es cuestión de buscarla.

De repente el comandante Vallenar sonrió, se sacó de la boca el puro apagado, examinó la punta y la encendió con una cerilla de madera de una caja que tenía en el escritorio.

—Tengo interés en adquirir la piedra a la que se refiere.

—¿Le interesa la piedra? Pues tendría muchísimo gusto en regalársela. No hablemos de compra, comandante.

Vallenar hizo una ligera reverencia.

—En ese caso, permita que le acompañe a su negocio a fin de aceptar su amable regalo.

A continuación dio al puro una larga calada y, con la mayor cortesía, acompañó al comerciante al fétido pasillo central del
Almirante Ramírez.

Rolvaag
9.35 h

La broca del taladro estaba expuesta en una mesa, con una base de plástico blanco donde reposaba la cabeza quemada. Los fluorescentes del techo bañaban el aparato de una luz azul. Al lado había una hilera de instrumentos de muestreo, cada uno en una bolsa hermética de plástico. McFarlane se ajustó una mascarilla a la cabeza. Las aguas del canal estaban más plácidas que de costumbre. Dentro de aquel laboratorio sin ventanas, costaba creer que se estuviera a bordo de un barco.

—¿Escalpelo, doctor? —preguntó Amira con la voz en sordina por la mascarilla.

McFarlane negó con la cabeza.

—Enfermera, creo que hemos perdido al paciente.

Amira chasqueó la lengua en señal de lástima. Eli Glinn estaba detrás, observando con los brazos cruzados.

McFarlane se acercó a un microscopio electrónico y lo enfocó sobre la mesa, haciendo que en el monitor de la terminal que había al lado parpadeara la imagen muy aumentada de la punta de la broca: un paisaje apocalíptico de cañones y montañas derretidas.

—¿Hacemos una copia? —dijo.

—Enseguida, doctor —dijo Amira, insertando un CD grabable en la unidad lectora del aparato.

McFarlane acercó una silla giratoria a la mesa, se sentó al microscopio y se ajustó el binocular. Movió los oculares lentamente, rastreando las grietas con la esperanza de que la broca se hubiera llevado algo, por pequeño que fuera, de la superficie del meteorito, pero en el paisaje lunar no brillaba ninguna partícula roja, ni siquiera al activar la luz ultravioleta. En plena búsqueda se dio cuenta de que se había acercado Glinn y miraba el monitor.

Tras varios minutos infructuosos, McFarlane suspiró.

—Póngalo en ciento veinte aumentos.

Amira ajustó el aparato, y el paisaje dio un salto hacia adelante todavía más grotesco.

McFarlane volvió a inspeccionarlo sector a sector.

—Increíble —dijo Amira mirando la pantalla—. ¡Algo tendría que haber recogido!

McFarlane se incorporó suspirando.

—Pues este microscopio no tiene bastante potencia para que se vea.

—Se deduce que el meteorito ha de ser una red cristalográfica muy resistente.

—Lo que está claro es que no es un metal normal.

McFarlane plegó el binocular y volvió a meterlo en el aparato.

—Y ¿ahora qué? —dijo Glinn en voz baja.

McFarlane hizo girar la silla, se bajó la mascarilla y reflexionó.

—Siempre queda la microsonda de electrones.

—¿Qué es?

—La herramienta favorita del geólogo planetario. Aquí tenemos una. Se mete una muestra del material en una cámara de vacío y se le dispara un chorro de electrones de alta velocidad. Normalmente se analizan los rayos X que genera, pero también se puede calentar el chorro de electrones hasta el punto de que vaporice una pequeña cantidad del material.

Luego esa cantidad se condensa en forma de película muy fina en una placa de oro. Y ya tenemos muestra. Pequeña pero viable.

—Y ¿cómo sabe que el chorro de electrones podrá vaporizar una porción de la roca? —preguntó Glinn.

—Los electrones salen despedidos a velocidad altísima de un filamento. Se puede aumentar la velocidad casi hasta la de la luz y enfocarlo con precisión de un micrómetro. Le aseguro que como mínimo arañará unos cuantos átomos.

Glinn se quedó callado. Era evidente que sopesaba tanto el riesgo como la necesidad de conseguir más información.

—Pues adelante —dijo—. Pero le recuerdo que el meteorito no se toca.

McFarlane frunció el entrecejo.

—Lo complicado es la manera de hacerlo. Normalmente se lleva la muestra a la microsonda, pero en este caso tendremos que llevar la microsonda a la muestra. La pega es que no es portátil, porque pesa unos trescientos kilos. Y en la superficie habrá que instalar algo que se parezca a una cámara de vacío.

Glinn echó mano a la radio que llevaba en el cinturón.

—¿Garza? Que vengan enseguida ocho hombres a la cubierta principal. Necesitamos una eslinga y un vehículo que pueda subir un aparato de trescientos kilos al primer transporte de la mañana.

—Dígale que también necesitamos un generador potente —añadió McFarlane.

—Y trae un cable con capacidad para veinte mil vatios.

McFarlane silbó entre dientes.

—Será suficiente.

—Dispone de una hora para conseguir la muestra. Más tiempo no tenemos. —Fueron palabras pronunciadas con lentitud y máxima claridad—. Ahora mismo llega Garza. Esté preparado.

Glinn se levantó como un resorte y salió del laboratorio. Al cerrarse, la puerta aspiró una ráfaga de aire frío.

McFarlane miró a Amira.

—Se está poniendo susceptible.

—Es que odia no saber —dijo ella—. Le vuelve loco la incertidumbre.

—Ha de ser difícil vivir así.

En el rostro de Amira apareció una fugaz expresión de sufrimiento.

—No se lo imagina.

McFarlane la miró con curiosidad, pero ella se limitó a bajarse la mascarilla y quitarse los guantes.

—Venga, a desmontar la microsonda para el transporte —dijo.

Isla Desolación 13.45 h

A principios de la tarde, la zona de excavaciones estaba lista para la prueba. Dentro de la caseta había mucha luz y hacía un calor asfixiante. McFarlane estaba al borde del hoyo, observando la superficie roja y aterciopelada del meteorito. Ni siquiera aquella luz tan cruda le restaba lustre o suavidad. La microsonda, largo cilindro de acero inoxidable, reposaba en un soporte acolchado. Amira estaba poniendo a punto el resto del equipo solicitado por McFarlane: una campana de vidrio de tres centímetros de grosor que contenía un filamento y una clavija, varios discos de oro en bolsa hermética de plástico y un electroimán para enfocar el haz de electrones.

—Necesito tener perfectamente limpios mil centímetros cuadrados de meteorito —dijo McFarlane a Glinn, que estaba cerca—. Si no, arrastraremos contaminantes.

—Déjenoslo a nosotros —dijo Glinn—. ¿Qué plan tiene para cuando hayamos conseguido las muestras?

—Someterlas a una serie de pruebas. Con un poco de suerte podremos determinar sus propiedades eléctricas, químicas y físicas básicas.

—¿Cuánto tiempo hará falta?

—Cuarenta y ocho horas. Comiendo y durmiendo, más.

Glinn apretó los labios.

—Sólo disponemos de doce. Limítese a las pruebas más esenciales.

Consultó su reloj de bolsillo, que era de oro y muy macizo.

Una hora más y estaba todo a punto. La campana de vidrio había sido fijada herméticamente a la superficie del meteorito, mediante una operación de extrema delicadeza.

Contenía diez discos pequeños para muestras, en bases de cristal y formando un círculo. A su vez, la campana estaba rodeada por un círculo de electroimanes. Cerca estaba la microsonda de electrones, parcialmente abierta y enseñando su complicado interior, del que surgían cables y alambres multicolores.

—Rachel, por favor, encienda la bomba de vacío —dijo McFarlane.

Zumbó el mecanismo, chupando el aire de la campana de vidrio. McFarlane estaba atento a una pantalla de la microsonda.

—Parece mentira, pero está aguantando la junta hermética. El vacío ha bajado a cinco microbares.

Glinn se aproximó con la mirada puesta en la pantallita.

—Encienda los electroimanes —dijo McFarlane.

—A sus órdenes —dijo Amira.

—Apague las luces.

La habitación quedó a oscuras. La única luz procedía de las rendijas de las paredes, por el pésimo acabado de la caseta, y de los indicadores luminosos que había en los controles de la microsonda.

—Ahora enciendo el chorro a poca potencia —susurró McFarlane.

En la campana de vidrio apareció un haz de color azul y poca intensidad, que con su parpadeo y rotación proyectaba una luz espectral en la superficie roja del meteorito, ennegreciéndola casi del todo. Las paredes de la barraca eran un baile de sombras.

McFarlane activó dos series de diales con precaución, alterando los campos magnéticos alrededor de la campana. El haz interrumpió su rotación y empezó a afinarse y a hacerse más luminoso, hasta que parecía un lápiz azul con la punta en la superficie del meteorito.

—Listo —dijo McFarlane—. Ahora, durante cinco segundos voy a ponerlo a potencia máxima.

Contuvo la respiración. Si los temores de Glinn eran justificados (es decir, si el meteorito tenía algo de peligroso), podían estar a punto de averiguarlo.

Pulsó el temporizados De repente apareció un haz mucho más luminoso en el interior de la campana, y, en el lugar donde tocaba la superficie del meteorito, un punto de luz muy violeta. A los cinco segundos volvía a estar todo a oscuras.

McFarlane notó que se le relajaba el cuerpo involuntariamente.

—Luces.

Cuando se encendieron, McFarlane estaba de rodillas junto a la superficie del meteorito y miraba ansiosamente los discos de oro. Se aguantó la respiración. Ahora cada uno de los discos tenía una vaga marca roja. Además, justo donde el chorro de electrones había tocado el meteorito, vio (o creyó ver) un agujerito insignificante, un simple punto en la tersura de la superficie.

Se levantó.

—¿Qué? —preguntó Glinn—. ¿Qué ha pasado?

McFarlane le enseñó los dientes.

—Parece que tampoco era tan duro.

Isla Desolación 18 de julio, 9 h

McFarlane caminaba en compañía de Amira. A simple vista estaba todo igual: las mismas hileras de contenedores y casetas prefabricadas, la misma tierra, desnuda y helada…

La diferencia estaba en él. Se sentía muerto de cansancio, pero eufórico. Caminaba en silencio con la sensación de que el aire puro lo amplificaba todo: el crujido de sus botas en la nieve reciente, el rumor lejano de la maquinaria, su propia respiración… Le ayudaba a quitarse de la cabeza las extrañas conjeturas que habían suscitado los experimentos de la noche.

Al llegar a la hilera de contenedores, se dirigió al laboratorio principal y le abrió la puerta a Amira. Dentro, a la poca luz que había, vio a Stonecipher, el ingeniero segundo del proyecto, trabajando en una caja abierta de ordenador con los discos y placas base dispuestos en abanico. Al verles entrar, Stonecipher irguió su cuerpo de hombre bajo y poco corpulento.

—Quiere verles a los dos el señor Glinn —dijo.

—¿Dónde está? —preguntó McFarlane.

—En el subterráneo. Ya les llevo yo.

Ahora, cerca de la barraca que tapaba el meteorito había otra de aspecto todavía más lamentable. Se abrió la puerta de la nueva y apareció Garza con casco debajo de la capucha y unos cuantos más en las manos. Les lanzó uno por barba.

—Pasen —dijo, invitándoles a entrar en la barraca, que era más pequeña que la otra.

Queriendo saber qué ocurría, McFarlane echó un vistazo general al espacio en penumbra. Aquella barraca sólo contenía herramientas viejas y barriles de clavos.

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