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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (30 page)

BOOK: Más allá del hielo
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Britton miró fijamente a Glinn, pero no dijo nada más.

A continuación, el tono de Glinn adquirió una suavidad inesperada.

—Su preocupación es sincera. La entiendo y la valoro. —Se giró, y se le endureció un poco la voz—. Ahora bien, doctor McFarlane, este meteorito no se puede transportar a medias.

McFarlane se ruborizó.

—No quiero que haya más heridos. No es mi manera de trabajar.

—Pues yo no puedo prometérselo —dijo Glinn—. Usted sabe mejor que nadie lo excepcional que es este meteorito. No se le puede asignar un valor concreto, ni en dólares ni en vidas humanas. Se reduce todo a una sola pregunta, que le formulo en calidad de representante del museo Lloyd: ¿todavía lo quieren?

McFarlane miró a los presentes. Se había convertido en el centro de atención. En el silencio, se dio cuenta de que era incapaz de dar una respuesta.

Glinn asintió con lentitud.

—Recuperaremos los cadáveres, y al volver a Nueva York les haremos un entierro de héroes.

El doctor Brambell se aclaró la garganta e hizo oír su voz quejosa de irlandés.

—Mucho me temo, señor Glinn, que aparte de dos cajas de… de tierra mojada no haya nada que enterrar.

Glinn le dirigió una mirada gélida.

—¿Desea añadir algo importante, doctor?

Brambell cruzó las piernas por debajo de la bata verde y juntó las manos por las puntas de los dedos.

—Puedo explicarles cómo murió el doctor Masangkay.

De repente se quedó todo el mundo callado.

—Adelante —acabó diciendo Glinn.

—Fue un rayo.

McFarlane hizo el esfuerzo de asimilarlo. ¿Su ex socio muerto por un rayo, justo cuando hacía el descubrimiento de su vida? Parecía sacado de una mala novela. Bien pensado, sin embargo, tenía su lógica. Una pista la daban las fulguritas que había visto en las inmediaciones. Y encima el meteorito era un pararrayos gigante.

—¿De qué pruebas dispone? —preguntó Glinn.

—Tal como están quemados los huesos, se deduce que fue un rayo: una descarga eléctrica muy fuerte que atravesó todo el cuerpo. Ya he visto otros casos. Por otro lado, lo único que puede desmenuzar y partir los huesos de esa manera es una descarga eléctrica de la intensidad de un rayo. Los rayos, además de quedar los huesos y hacer que hierva la sangre de golpe, provocando un desprendimiento explosivo de vapor, desencadenan contracciones musculares tan violentas que parten los huesos. En algunos casos es tan violento el impacto en el cuerpo que se parece al atropello por un camión. Puede decirse que el cuerpo doctor Masangkay explotó.

El doctor se entretuvo en la palabra «explotó», demorándose con delectación en cada sílaba. McFarlane se estremeció.

—Gracias, doctor —dijo secamente Glinn—. No veo el momento de conocer su análisis de la biota que contengan las ochenta bolsas de tierra de muestra que extrajimos de las inmediaciones del meteorito. Haré que se los envíen lo antes posible al laboratorio.

Abrió la carpeta que llevaba.

—Si el meteorito atrae los rayos, es otra razón para dejarlo cubierto. Sigamos. Hace un rato he dicho que podíamos ceñirnos al plazo. No obstante, habrá que hacer algunos reajustes. Por ejemplo: el peso del meteorito es tan grande que ahora nos obliga a seguir el camino más corto entre el lugar del impacto y el barco. Por lo tanto, habrá que transportar el meteorito por el campo de nieve en lugar de rodearlo. Sólo se puede mover en línea recta y por una cuesta de inclinación constante. No será fácil, y habrá que cortar y rellenar mucho, pero es factible. Por otro lado, me informa la capitana Britton de que se acerca una tormenta de invierno. Si se mantiene en esta dirección, habrá que introducirla en nuestros planes. El lado bueno es que será más difícil que nos descubran. —Se levantó—. Escribiré cartas a la familia de Gene Rochefort y la viuda de Frank Evans. Si hay alguien que quiera incluir una nota personal, que me la entregue antes de que lleguemos a Nueva York. Bueno, sólo me queda una cosa que decir.

Miró a McFarlane.

—Me dijo que la coesita y la impactita de alrededor del meteorito se habían formado hace treinta y dos millones de años.

—Sí —dijo McFarlane.

—Pues tenga la amabilidad de recoger muestras de las coladas de basalto y el pitón de lava de detrás del campo y fecharlas. Esta claro que tenemos que profundizar en la geología de esta isla. ¿La segunda serie de pruebas ha llevado a alguna conclusión nueva?

—Sólo a nuevos enigmas.

—En ese caso, nuestro próximo proyecto será de geología insular. —Miró a sus oyentes—. ¿Desean hacer más comentarios antes de volver al trabajo?

—Sí, jefe —pronunció una voz quebradiza desde un rincón de la biblioteca.

Era Puppup, olvidado de todos. Estaba sentado en una silla de respaldo recto, con el pelo alborotado y la mano levantada a la manera de un colegial.

—Diga.

—Ha dicho que se han muerto dos personas.

Glinn no contestó. McFarlane, que le observaba, se fijó en que no miraba a Puppup de la misma manera que a los demás.

—Y ha dicho que pueden morir más.

—Yo no he dicho eso —contestó escuetamente Glinn—. Bueno, pues si no hay más preguntas…

—¿Y si morimos todos? —preguntó Puppup, que de repente hablaba con más energía.

La reacción fue de incomodidad.

—Está como una cabra —murmuró entre dientes Garza.

Puppup se limitó a señalar por la ventana sucia, arrastrando todas las miradas.

Justo detrás del perfil rocoso de la isla Deceit había una mancha negra en el cielo crepuscular. Se estaba dibujando la proa descarnada de un destructor con los cañones apuntando al petrolero.

Rolvaag
12.25 h

Glinn sacó del bolsillo unos prismáticos en miniatura y examinar el barco. Ya había previsto que volverían a saber de Vallenar. Lo visto se confirmaba.

Britton se levantó de golpe y se acercó a la ventana con un par de zancadas.

—Parece que vaya a dejar esto hecho un colador —dijo.

Glinn empezó por examinar los mástiles y continuó por los cañones de diez centímetros. Bajó los prismáticos.

—Es un farol.

—¿Cómo lo sabe?

—Controle el Slick 32.

Britton se volvió hacia Howell.

—No consta que en esas coordenadas haya radares de control de tiro.

Britton miró a Glinn con curiosidad.

Glinn le pasó los prismáticos.

—Nos tiene encañonados, pero sin intención de abrir fuego. Fíjese en que los radares de control de tiro no giran.

—Sí, ya lo veo. —Britton le devolvió los prismáticos—. Todo el mundo a sus puestos, señor Howell.

—Garza, haz el favor de verificar que esté lista la sala de recepciones, por si acaso. —Glinn se guardó los prismáticos en el bolsillo y miró a Puppup, que había vuelto a recostarse en el asiento y se acariciaba su largo y fino bigote—. Señor Puppup le ruego que me acompañe a cubierta.

La expresión de Puppup no cambió. Se levantó y siguió a Glinn por el ancho pasillo por el que se accedía a la biblioteca.

Fuera, en la bahía, soplaba un viento glacial que hacía cabrillear las aguas. Por la cubierta patinaban trozos de hielo. Llegaron, Glinn en cabeza y el viejecito detrás, a la gran curva bulbosa de la proa que fue donde se detuvo Glinn y, apoyándose en el cabestrante de un ancla, miró el destructor. Ahora que Vallenar había movido ficha, el problema sería prever sus futuras acciones. Glinn miró a Puppup de reojo. La única persona de a bordo capaz de aclarar algo sobre Vallenar era a la que menos entendía. Se había encontrado con que no sabía predecir ni controlar los actos de Puppup, que para colmo le seguía como una sombra. Glinn estaba sorprendido de lo nervioso que le ponía. —¿Tiene un cigarrillo? —preguntó Puppup.

Glinn se sacó del bolsillo un paquete sin abrir (un Marlboro que valía su peso en oro) y se lo ofreció a Puppup, que quitó el celofán y sacó un cigarrillo con un golpecito. —¿Cerillas?

Glinn se lo encendió con un mechero.

—Gracias, jefe. —Puppup dio una profunda calada—. Está el día un poco fresco, ¿eh?

—Sí, mucho. —Una pausa—. Señor Puppup, ¿dónde aprendió inglés?

—De los misioneros. La poca educación que tengo me la dieron ellos.

—¿Y por casualidad había alguno de Londres?

—Los dos, los dos.

Glinn miró fumar a Puppup. Aunque hubiera tanta diferencia de culturas, no acababa de entenderse que fuera tan difícil de interpretar. De hecho Glinn nunca se había encontrado con nadie tan impenetrable.

Empezó a hablar lentamente.

—Qué anillo más bonito —dijo, señalando al desgaire el anillito de oro que llevaba el mestizo en el meñique. Puppup enseñó el anillo y los dientes.

—Sí que es bonito, sí. Oro puro, una perla y dos rubíes. No falta nada.

—Supongo que se lo regalaría la reina Adelaida.

Puppup, que tenía colgando el cigarrillo de los labios, se llevó una sorpresa de la que, sin embargo, tardó muy poco en recuperarse.

—Supone bien.

—Y ¿qué le pasó al sombrero de la reina?

Puppup le miró con curiosidad.

—Lo enterraron con ella. La verdad es que le quedaba bien.

—Entonces ¿usted es tataratataranieto de Fuegia Basket?

—En cierto modo.

La mirada de Puppup seguía velada.

—Procede de muy buena familia.

Glinn hablaba sin perder de vista los ojos de Puppup, y, al verlos desviarse supo que el comentario había surtido el efecto deseado. Con todo, era fundamental llevar la conversación con la mayor diplomacia. No tendría otra ocasión de desentrañar el misterio de John Puppup.

—Debe de hacer mucho tiempo que perdió a su esposa.

Puppup siguió sin contestar.

—¿Viruela?

Puppup negó con la cabeza.

—Sarampión.

—Ah —dijo Glinn—. Como mi abuelo.

De hecho era verdad.

Puppup asintió.

—Y tenemos otra cosa en común —dijo Glinn.

Puppup le miró de soslayo.

—Mi tataratatarabuelo era el capitán Fitzroy. —Glinn dijo la mentira con sumo cuidado y sin mover los ojos.

Los de Puppup enfocaron el mar, pero Glinn les notó inseguridad. Los ojos siempre delataban. Salvo entrenarlos, por supuesto.

—Es curioso cómo se repite la historia —prosiguió—. Tengo un grabado de su tataratatarabuela de niña y con la reina. La tengo colgada en el salón.

Si eran correctas las lecturas etnográficas de Glinn, para los yaganes establecer la conexión familiar lo era todo.

Puppup se puso tenso.

—¿Me deja ver otra vez el anillo, John?

Puppup levantó su mano morena, pero sin mirarle, y Glinn la cogió suavemente, aplicando una cálida presión con la palma. Ya se había fijado en el anillo en Puerto Williams, al encontrar a Puppup borracho en aquel reservado. Su gente de Nueva York había tardado unos cuantos días en averiguar de qué se trataba y de dónde procedía.

—El destino es muy raro, John. Mi tataratatarabuelo, el capitán Fitzroy, que estaba al mando del
Beagle,
raptó a la tataratatarabuela de usted, Fuegia Basket, y se la llevó a Inglaterra para presentársela a la reina. Y ahora le rapto yo a usted —añadió sonriendo—. Qué irónico, ¿eh? La diferencia es que yo no me lo llevo a Inglaterra, sino que pronto volverá a estar en su casa.

En la época de Fitzroy estaba de moda volver de los confines del planeta trayendo «primitivos» para enseñarlos en la corte. Fuegia Basket había tardado muchos años en regresar a Tierra del Fuego, y lo había hecho a bordo del mismo barco, el
Beagle,
portadora del sombrero y el anillo que le había regalado la reina. En aquel viaje iba otro pasajero que se llamaba Charles Darwin.

A pesar de que Puppup no le miraba, la opacidad de sus ojos parecía estar desapareciendo.

—¿Qué pasará con el anillo? —preguntó Glinn.

—Me lo quedaré en la tumba.

—¿No tiene hijos?

Glinn ya sabía que Puppup era el último yagan, pero quería observar la reacción.

Puppup negó con la cabeza.

Glinn asintió con la suya, sin soltarle la mano.

—¿No queda ninguno más?

—Unos cuantos mestizos, pero aparte de mí nadie habla el idioma.

—Ha de ser un poco triste.

—Hay una leyenda yagana muy antigua, y cuanto más viejo me hago más me parece que está hecha para mí.

—¿Qué leyenda es?

—Cuando llegue el momento en que se muera el último yagan, Hanuxa en persona se lo llevará bajo tierra, y de sus huesos nacerá una raza nueva.

Glinn soltó la mano de Puppup.

—¿Y de qué manera se llevará Hanuxa al último yagan?

Puppup negó con la cabeza.

—Son supersticiones, tonterías. No me acuerdo de los detalles.

Glinn no insistió. Volvía a hablar el Puppup de siempre, y se dio cuenta de que era imposible saber si había tenido éxito en establecer contacto con él.

—John, necesito que me ayude con el comandante Emiliano Vallenar. Tenerlo aquí es un peligro para nuestra misión. ¿Qué puede contarme de él?

—El comandante Emiliano llegó hace veinticinco años, después del golpe de Pinochet.

—¿Por qué?

—Su padre fue arrojado de un helicóptero. Era de los de Allende. El hijo también, y le destinaron aquí abajo para… para tenerle lo más lejos posible, vaya.

Glinn asintió. Ahora se explicaba muchas cosas: su descrédito en el ejército chileno, pero también que odiara a Estados Unidos, e incluso a sí mismo como chileno.

—¿Por qué sigue al mando de un destructor?

—Porque sabe cosas de una serie de personas. Es buen oficial, y muy tozudo. Y muy prudente.

—Ya —dijo Glinn, advirtiendo la sagacidad de los comentarios de Puppup—. ¿Me conviene saber algo más de su vida? ¿Está casado?

Puppup lamió el filtro de otro cigarrillo y se lo introdujo entre los labios.

—Tiene a sus espaldas dos asesinatos.

Glinn disimuló la sorpresa encendiendo un cigarrillo.

—Se llevó a su esposa a Puerto Williams, que no es buen sitio para las mujeres: no se puede hacer nada. No hay bailes ni fiestas. Durante la guerra de las Malvinas, el comandante tuvo que bajar al estrecho de Magallanes y tener vigilada a la flota argentina, para que estuvieran informados los británicos. Al volver se enteró de que su mujer tenía un amante. —Puppup dio una larga calada—. El comandante, que es listo, esperó a poder sorprenderles con las manos en la masa, por decirlo de alguna manera. A ella le cortó el cuello, y me contaron que a él le hizo algo peor. Murió desangrado antes de llegar al hospital de Punta Arenas.

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