—No, si no lo sabía.
Volvieron a quedarse en silencio, dejando el rastro blanco de sus dos respiraciones. En pocos minutos estuvieron en el paso, y McFarlane se detuvo para hacer otra pausa.
—Estoy en baja forma. Eso de pasarse tres semanas en un barco… —resolló.
—Pues esta noche no has estado mal.
Empezó a formarse una sonrisa en la boca de Amira, pero de repente se ruborizó y apartó la cara.
McFarlane no contestó. Rachel había sido una buena compañera, y a pesar del engaño le parecía que podía fiarse de ella, pero lo de la última noche era una complicación inesperada y, dadas las circunstancias, habría preferido evitarlas.
Descansaron un par de minutos bebiendo de la misma cantimplora. McFarlane vio una franja oscura al oeste del horizonte: presagio de tormenta.
—Te veo diferente del resto del equipo de Glinn —dijo—. ¿Por qué?
—Porque lo soy. Y no es casualidad. La gente de EES es el colmo de la prudencia, incluido Glinn. Le hacía falta alguien que corriera riesgos. Y no sé si te has fijado, pero soy inteligente.
—Sí, sí que me había fijado —dijo McFarlane, sacando una barra de chocolate y ofreciéndosela.
Masticaron en silencio hasta que McFarlane volvió a guardar el envoltorio vacío en la mochila y se la echó a la espalda, examinando la cuesta que tenían por delante.
—A partir de aquí parece un poco complicado. Ya voy yo a…
Sin embargo, Rachel ya había empezado a trepar por el campo de nieve helada, que, en su ascenso hacia la base de la roca, se iba poniendo azul (azul de hielo) cuanto más pronunciada era la cuesta.
—¡Qué prisas! —exclamó él, contemplando el panorama de las escarpadas islas del cabo de Hornos, que era espectacular.
Más allá del horizonte se distinguían las cimas de las montañas fueguinas. Por voluminoso que fuera el
Rolvaag,
parecía una bañera de juguete flotando en el agua negra de la bahía. El destructor se entreveía tras una isla de accidentado relieve. En el límite de su visión, McFarlane veía la línea de tormenta corroyendo el cielo cristalino.
Volvió a mirar hacia arriba, a la montaña, y al ver lo deprisa que había escalado Rachel se asustó.
—¡No vayas tan deprisa! —le dijo con mayor seriedad.
—¡Tortuga! —le provocó ella.
Justo entonces bajó rodando una piedra, seguida por otra mayor que le pasó a pocos centímetros de la oreja. A los pies de Rachel, una parte pequeña del talud se deshizo ruidosamente dejando a la vista una cicatriz oscura debajo de la nieve. Su estómago chocó contra la piedra y se quedó con las piernas colgando en el vacío. Ahogó un grito de miedo y se retorció buscando un punto de apoyo.
—¡Aguanta! —exclamó McFarlane, empezando a trepar.
Tardó poco en llegar a un saliente de gran anchura que quedaba justo debajo de ella.
Desde ahí fue acercándose con mayores precauciones, asegurando cada pie en la dura superficie. Tendió la mano y cogió a Rachel por el antebrazo.
—Ya te tengo —jadeó—. Suéltate.
—No puedo —dijo ella con los dientes apretados.
—Tranquila, que te aguanto —repitió él con calma.
Rachel emitió un gemido agudo y aflojó los dedos. Al notar el peso de su cuerpo, McFarlane cambió de postura y le guió los pies hacia el saliente donde estaba apoyado. La caída fue brusca. Rachel se dejó caer de rodillas y temblando.
—Dios mío —dijo con voz trémula—. Casi me caigo.
Rodeó a McFarlane con un brazo.
—No pasa nada —dijo él—. Te habrías caído un metro y medio, en un montón de nieve.
—¿En serio? —Rachel miró hacia abajo e hizo una mueca—. Pues parecía que se derrumbara toda la montaña. Iba a decir que me has salvado la vida, pero parece que no. De todos modos, gracias.
Acercó su cara a la de él y le dio un besito en la boca. Después de unos segundos le dio otro menos apresurado, pero al notar resistencia se apartó y le miró fijamente con sus ojos oscuros. Se miraron un rato sin decirse nada, con el mundo a más de trescientos metros.
—¿Aún no te fías, Sam? —preguntó ella con voz queda.
—Sí que me fío.
Rachel volvió a acercarse y arrugó las cejas con mirada de consternación.
—¿Pues entonces qué pasa? ¿Hay otra? ¿No será nuestra aguerrida capitana? Parece que hasta a Eli…
De repente se quedó callada, bajó al suelo la mirada y se abrazó las rodillas.
A McFarlane se le ocurrieron cinco o seis respuestas, pero ninguna que no le pareciera frívola o condescendiente; por eso, a falta de nada mejor, se limitó a ponerse otra vez la mochila y a mover la cabeza con una sonrisa tonta.
—Unos seis o siete metros más arriba hay un buen sitio para recoger muestras —dijo después de un rato.
Rachel seguía mirando el suelo.
—Pues ve a cogerlas. Yo creo que me quedo.
Llegar al punto en cuestión, arrancar de la roca una docena de pedazos de basalto oscuro y volver junto a Rachel fue cosa de minutos. Al verle acercarse, ella se levantó y volvieron al paso entre los picos sin decirse nada.
—Un descansito —acabó diciendo McFarlane de la manera más natural que pudo.
Miraba a Rachel. Iban a colaborar estrechamente en lo que quedaba de expedición, y lo que menos le convenía era tener mal ambiente. Le tocó el codo, y ella se giró a la expectativa.
—Oye, Rachel, lo de esta noche ha sido maravilloso, pero mejor que se quede como está. Al menos de momento.
La mirada de ella se endureció.
—Explícate.
—Estamos aquí para trabajar. Trabajar juntos. Ya hay bastantes complicaciones, ¿no?
Pues no forcemos la máquina. ¿Vale?
La reacción de Rachel consistió en un veloz parpadeo, un gesto de asentimiento y una sonrisa breve para disimular la decepción, y hasta el dolor, que le habían asomado a la cara.
—Vale —dijo apartando la mirada.
McFarlane la rodeó con sus brazos. Con la parka tan gruesa que llevaba, era como abrazar al muñeco de Michelin. Le levantó la cabeza con un dedo.
—¿En serio que vale? —preguntó.
Ella volvió a asentir.
—No es la primera vez que lo oigo —dijo—. Así es más fácil.
—¿Por qué lo dices?
Se encogió de hombros.
—No, por nada. Será que no se me dan muy bien estas cosas.
Se abrazaron, asediados por un viento frío. McFarlane miró los cabellos sueltos que salían de la capucha de Rachel. Entonces impulsivamente, le formuló la pregunta que llevaba haciéndose desde la primera noche en cubierta.
—¿Entre tú y Glinn ha habido algo?
Ella le miró y se apartó. Primero estaba como a la defensiva, pero al poco suspiró y se relajó.
—Total, por qué no iba a contártelo… Pues sí, hace años nos liamos. Nada, duró poco, pero… fue bonito.
En sus labios apareció una sonrisa que lentamente se borró. Entonces dio la espalda a McFarlane y se sentó en la nieve con las piernas extendidas, contemplando el blanco panorama.
McFarlane se sentó al lado.
—¿Qué pasó?
Ella le miró de reojo.
—¿Tengo que explicarlo con pelos y señales? Rompió Eli. —Sonrió fríamente—. Y ¿sabes qué? Que iba todo perfecto. No había ninguna pega. Es cuando he sido más feliz. —Se quedó callada—. Supongo que es lo que le dio miedo. No aguantaba la idea de que con el tiempo pudiera ser menos perfecto. Por eso cortó cuando ya no podía mejorar. Así, por las buenas. Porque cuando algo no puede mejorar sólo puede empeorar. Y claro, entonces sería un fracaso, ¿no? Y Eli Glinn es el hombre que no puede fracasar.
Rió sin ganas.
—Pero en algunas cosas seguís pensando igual —dijo McFarlane—. Como ayer en la biblioteca. Yo pensaba que intervendrías. Sobre lo de Rochefort y Evans, digo. Pero no. ¿Eso qué quiere decir, que a ti también te parece bien que se murieran?
—Sam, por favor. A nadie puede parecerle bien que se muera otra persona. Pero casi todos los proyectos de EES en que he participado han tenido bajas. Es algo intrínseco a este negocio.
Se quedaron sentados y sin mirarse, hasta que después de un rato Rachel se levantó.
—Venga —dijo con calma, sacudiéndose la nieve—. El último limpia las probetas.
Desde el puente del destructor, el comandante Emilio Vallenar escudriñaba el enorme petrolero con sus prismáticos de campo. Lenta y cuidadosamente sus ojos viajaban desde la proa a la cubierta principal, y proseguían hasta llegar a la superestructura. Como siempre, estaba siendo un viaje interesante. Se había demorado tanto en cada detalle, había prestado tal atención, que le parecía conocer cada ojo de buey herrumbroso, cada pescante y cada mancha de aceite. Aquel supuesto carguero de minerales tenía algunas cosas que le parecían sospechosas: aquellas antenas disimuladas, que por su aspecto bien podían pertenecer a algún dispositivo electrónico de vigilancia pasiva; y una antena muy larga al final del mástil, que no obstante su apariencia desastrada parecía un radar de búsqueda aérea.
Bajó los prismáticos, se metió en la chaqueta una mano enguantada y extrajo la carta que le había enviado el geólogo de Valparaíso.
Estimado señor:
El mineral que tuvo la amabilidad de enviarme es una clase bastante poco habitual de cuarzo estriado (concretamente, dióxido de silicio) con inclusiones microscópicas de feldespato, hornblenda y mica. Lamento, sin embargo, comunicarle que carece de valor, sea comercial, sea de cara al coleccionismo de minerales. En referencia a su pregunta, no aparecen restos de oro ni de plata, ni en general de minerales o compuestos que posean algún valor. Este tipo de mineral tampoco se encuentra asociado a depósitos de petróleo, gas, esquistos bituminosos u otros hidrocarburos comerciales.
Lamento una vez más que la información que le comunico sea desfavorable a su intención de profundizar en las pretensiones mineras de su tío abuelo.
Vallenar acarició el membrete en relieve, y a continuación, en un arrebato, arrugó la carta y se la metió en el bolsillo. Demasiado buen papel para un análisis tan pobre.
Volvió a dirigir los prismáticos hacia el buque extranjero. Aquellas aguas no eran las adecuadas para que fondeara una embarcación de aquel tamaño. A las islas del cabo de Hornos sólo se les conocía un fondeadero, Surgidero Otter, pero estaba al otro lado de la isla Wollaston. El canal de Franklin no ofrecía ningún fondo de firmeza aceptable, a excepción de un arrecife descubierto por el propio comandante y que no conocía nadie más. Las corrientes eran fuertes. Fondear allí sólo podía ocurrírsele a un capitán muy ignorante; y, aun en ese caso, seguro que habría tendido amarras a la costa.
Aquel barco, sin embargo, había anclado en mal lugar y llevaba varios días a merced de la marea y el viento como si hubiera encontrado el fondeadero más firme que pudiera concebirse. Al principio a Vallenar le había parecido un milagro, hasta que se había fijado en ciertos remolinos menudos que se generaban en la popa del barco, y comprendido que se debían al funcionamiento de hélices auxiliares. Un funcionamiento constante, sujeto a ajustes cuyo objetivo era garantizar la inmovilidad del barco en un canal de corrientes muy volubles, menos cuando cambiaba la marea; entonces Vallenar había visto que se usaban para dar la vuelta al barco.
Lo cual sólo podía significar una cosa: que los cables de las anclas eran un engaño. El barco disponía de un sistema de posicionamiento dinámico. Para ello se precisaba un satélite de geoposicionamiento, y un ordenador de mucha potencia que gobernara el motor del barco.
Juntos el satélite y el ordenador, se ocupaban de mantener el barco en unas coordenadas invariables. Era lo último en tecnología. Vallenar lo conocía por lecturas, pero nunca había visto ninguno. En la marina chilena no había ningún barco equipado con sistema de posicionamiento dinámico. Costaba muchísimo instalarlo, hasta en barcos pequeños, y consumía una barbaridad de combustible. Sin embargo, aquel petrolero reconvertido (o que quería pasar por tal) lo tenía instalado.
Respiró hondo y apartó los prismáticos del barco para enfocarlos en la isla de detrás.
Vio el barracón de herramientas, y la fusta que llevaba a la mina. Una de las colinas presentaba una cicatriz muy grande, hecha con maquinaria pesada. Lo de al lado parecían estanques de lixiviación, pero era otro engaño. No había toberas hidráulicas ni canales de lavado que indicasen una explotación aurífera. Aparte de los estanques, la operación era muy limpia; demasiado. Vallenar había pasado su infancia en un campo minero del norte del país, y estaba familiarizado con operaciones de esa clase.
Ahora el comandante estaba seguro de que los americanos no buscaban oro; en cuanto a hierro, se habría dado cuenta hasta un tonto de que tampoco era su objetivo. A lo que más se parecía era a buscar diamantes, aunque en ese caso, ¿qué sentido tenía traer un barco tan enorme? De principio a fin, la operación apestaba fuertemente a engaño.
Se preguntó si tendría algo que ver con las leyendas sobre la isla, los antiguos mitos yaganes. Se acordaba vagamente de que una noche, en el bar, el borracho de Juan Puppup había desbarrado acerca de un dios furioso y su hijo fratricida. En cuanto le pusiera las manos encima, se aseguraría de que el último acto terrenal del mestizo fuera contarle con pelos y señales todo lo que sabía.
Se acercaron pasos, y apareció el oficial de guardia.
—Comandante —dijo cuadrándose—, informan del cuarto de motores que están todos en marcha.
—Muy bien, pues ponga rumbo cero nueve cero. Y envíeme a Timmer, por favor.
El oficial repitió el saludo y abandonó el puente. Viéndole bajar por la escalera metálica, Vallenar frunció el entrecejo. Habían recibido nuevas órdenes. Lo de siempre: más patrullar para nada en aguas desiertas.
Metió su mano buena en el bolsillo de la chaqueta y encontró el mineral que le habían devuelto junto con la carta. Su tamaño apenas superaba el de una ciruela seca. Vallenar, a pesar de todo, tenía la certeza absoluta de que la clave de las actividades de los yanquis estaba contenida en aquella piedra. El aparato y la bolsa de minerales del prospector les habían proporcionado alguna información, datos de suficiente importancia para llevar dinero e instrumental a espuertas a aquel lugar remoto y peligroso.
Vallenar cerró el puño alrededor del mineral. Era necesario averiguar qué sabían los yanquis. Si no podía ayudarle aquel geólogo gilipollas de la universidad, encontraría a otra persona. Sabía que algunos de los mejores geólogos del mundo eran australianos. Eso haría: enviarla a Australia por correo urgente. Allí descifrarían el secreto de la piedra. Entonces sabría qué buscaban, y cómo reaccionar.