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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (36 page)

BOOK: Más allá del hielo
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McFarlane dirigió a Glinn una mirada elocuente.

—Han sufrido daños el carro y el andamio —dijo Glinn—, pero me ha dicho Garza que se pueden arreglar en veinticuatro horas. Queda en pie la cuestión del meteorito.

—¿Por qué? —preguntó Lloyd—. ¿Le ha pasado algo?

—No —continuó Glinn—, por lo que se ve está intacto. Desde el principio di órdenes de tratarlo como si fuera peligroso, y ahora (si tiene razón el señor McFarlane) sabemos que lo es. Habrá que tomar precauciones adicionales para el traslado al barco, pero tenemos que actuar deprisa. También es peligroso quedarse aquí más de lo estrictamente necesario.

—No me gusta. Esas precauciones deberías haberlas previsto antes de zarpar de Nueva York.

McFarlane creyó observar un ligero entornamiento de los ojos de Glinn.

—Señor Lloyd, este meteorito ha desbaratado todas nuestras previsiones. Ahora estamos fuera de los parámetros del análisis inicial de EES, cosa que nunca había ocurrido.

¿Sabe lo que puede significar?

Lloyd no contestó.

—Que suspendemos el proyecto —concluyó Glinn.

—¡De eso ni hablar! —Ahora Lloyd vociferaba, pero se recibía tan mal la señal que McFarlane tenía que esforzarse para oírla—. Oye, Glinn, no me vengas con historias. Sube al barco la puñetera roca y tráela.

La radio se quedó muda.

—Ha cortado él la transmisión —dijo Garza.

Todos callaron y miraron a Glinn.

McFarlane, que veía a Rocco por encima del hombro de su jefe, observó que seguía con su truculenta labor. Sostenía lo que parecía un trozo de cráneo con un globo ocular colgando del nervio.

Rachel suspiró, sacudió la cabeza y lentamente se levantó de la silla.

—Pues ¿qué hacemos?

—De momento ayudarnos a recuperar el suministro eléctrico. Cuando tengamos corriente, la solución del problema correrá a cargo de ustedes dos. —Glinn se volvió hacia McFarlane—. ¿Dónde está el guante de Hill?

—Aquí.

McFarlane, cansado, metió la mano en la cartera, sacó una bolsita cerrada y la enseñó.

—Es de piel —dijo Garza—. Al equipo de construcción se le repartieron guantes de Gore-Tex.

Se hizo un silencio repentino.

—¿Señor Glinn?

El tono de Rocco era tan brusco, y se le notaba tanto la sorpresa en la voz, que todos le miraron. Conservaba en la mano el trozo de cráneo. Lo tenía a la altura de la barbilla, como si fuera a hacer una foto con él.

—¿Qué pasa, Rocco?

—Frank Hill tenía los ojos marrones.

La mirada de Glinn pasó de Rocco al cráneo y viceversa. No le hacía falta formular la pregunta, porque se le leía en la cara.

Rocco, con un movimiento de sorprendente delicadeza, limpió el globo ocular con la manga de su camisa.

—No es Hill —dijo—. Este ojo es azul.

Isla Desolación 0.40 h

La visión del globo ocular colgando de un trozo de nervio dejó a Glinn en suspenso.

—¿Garza? —Hablaba con una calma inhabitual.

—Dime.

—Forma un equipo y encuentra a Hill. Usa sondas y sensores térmicos.

—A la orden.

—Pero estad muy atentos. Ojo con las bombas y los francotiradores. No descartéis nada.

Garza se perdió en la noche. Glinn le cogió a Rocco el ojo suelto y lo hizo girar, dando a McFarlane la impresión de que lo examinaba como si fuera porcelana fina. A continuación se acercó a la mesa donde estaban clasificadas en la lona las partes corporales, junto a la nevera portátil.

—A ver qué hay aquí… —murmuró.

McFarlane le vio levantar una a una las partes, someterlas a examen, devolverlas a su anterior colocación y pasar a la siguiente como un cliente eligiendo carne en cualquier supermercado.

—Rubio —dijo Glinn, exponiendo a la luz un cabello corto. Empezó a juntar trozos de cabeza—. Pómulos marcados… pelo rapado… rasgos nórdicos… —Los soltó y siguió buscando—. Una calavera tatuada en el brazo derecho… Joven, de unos veinticinco años…

Su examen duró un cuarto de hora, durante el cual no habló nadie más. Por último, se puso derecho y fue a lavarse las manos. Como no había agua, se sacudió la materia orgánica de las manos y se las limpió con una toalla. A continuación recorrió la caseta en toda su longitud y de nuevo en sentido inverso.

De repente se detuvo, como si hubiera tomado una decisión, y cogió una radio de la mesa.

—¿Thompson?

—Sí, señor.

—¿Cómo está lo del generador?

—Lo trae la propia Britton, para no poner en peligro a su tripulación. Dice que Brambell vendrá en cuanto sea seguro. Se supone que al alba empezará a remitir la tormenta.

Se oyó un pitido por la radio, y Glinn cambió de frecuencia.

—Hemos encontrado a Hill —dijo la voz de Garza, lacónica.

—¿Y?

—Enterrado en un montón de nieve. Con el cuello cortado. Trabajo de profesional.

—Gracias, Garza.

La bombilla de emergencia de la caseta prestaba una luz tenue al perfil de Glinn, en cuya frente había una gota, sólo una, de sudor.

—Y en el barracón de entrada hay escondidas unas raquetas. Pasa como con el guante, que no son nuestras.

—Entendido. Por favor, traed el cuerpo de Hill al barracón médico. No nos conviene que se congele antes de que llegue Brambell.

—Entonces ¿el otro quién era? —preguntó McFarlane.

En lugar de responder, Glinn se alejó y murmuró algo en español, con el volumen justo de voz para que lo oyera McFarlane.

—Es usted muy poco sensato, comandante. Muy poco sensato.

Isla Desolación 23 de julio, 12.05 h

Pasó la tormenta, y veinticuatro horas sin novedad. Se reforzó bastante la seguridad, triplicando las guardias, instalando cámaras adicionales y enterrando sensores de movimiento en la nieve por todo el perímetro de la zona de operaciones.

Mientras tanto proseguía a ritmo vertiginoso el trabajo de abrir la zanja e instalar los raíles. En cuanto se tenía construida una sección, se arrastraba centímetro a centímetro el meteorito, cuyos únicos momentos de inmovilidad correspondían a los cambios de emplazamiento del cabrestante, la construcción de otro tramo de vía y el rellenado del corte anterior. En torno al meteorito se habían doblado las medidas de seguridad.

Al final las excavadoras llegaron al interior del campo de nieve, donde el meteorito aguardó, protegido por casi sesenta metros de hielo sólido, a que las brigadas de excavación perforasen el campo por los dos extremos.

Eli Glinn estaba dentro de la boca del túnel de hielo, observando los progresos a que daba lugar el trabajo de la maquinaria pesada. A pesar de las últimas dos muertes, se ceñían a lo planeado. Del agujero practicado en el hielo salía una docena de mangueras gruesas que escupían humos de diesel y hollín por los extremos. Se trataba de un sistema provisional de airear el túnel mientras la maquinaria pesada excavaba hielo. A su manera, pensó Glinn, era bonito, otro prodigio de ingeniería que añadir a una lista que desde el principio del proyecto ya se había hecho muy larga. Las paredes y el techo del túnel eran rugosos, irregulares, con un dibujo fractal de protuberancias interminables. Las paredes estaban cubiertas por redes de grietas y fisuras con aspecto de absurdas telarañas de color blanco, contrastando con el azul oscuro del hielo. Lo único liso era el suelo, cubierto con la grava omnipresente, por la que viajaría el carro.

El túnel estaba iluminado por una hilera de luces. Glinn aguzó la vista y vio el meteorito en el carro, mancha roja en un tubo azul fantasmal. El túnel resonaba con los chirridos y golpes de una maquinaria invisible. Lejos parpadeaban unos faros. Un vehículo rodeó el meteorito y se acercó a Glinn. Era un convoy de carros mineros llenos de esquirlas azules de hielo.

La revelación de que el contacto con el meteorito podía ser mortal había impresionado más a Glinn de lo que estaba dispuesto a admitir. Hasta entonces, pese a haber ordenado no tocar directamente la roca en ninguna circunstancia, siempre lo había considerado una simple precaución. Intuía que McFarlane tenía razón, que la explosión se debía al contacto. No se le ocurría otra respuesta. Había surgido la necesidad de una repetición estratégica de los cálculos, y, por ende, de otra revisión de su análisis de probabilidades; revisión que había requerido casi toda la potencia informática de EES en su sede de Nueva York.

Volvió a mirar la roca roja, posada en su lecho de roble como una piedra preciosa gigantesca. Era lo que había matado al hombre de Vallenar, a Rochefort, a Evans y a Masangkay. Lo raro era que Lloyd hubiera salido indemne. No podía cuestionarse que el meteorito era mortal… pero lo cierto, en cuanto a previsión de víctimas, era que seguían teniendo margen. El proyecto del volcán había costado catorce vidas, incluida la de un funcionario entrometido que insistía en estar donde no tenía que estar. Glinn se recordó que a pesar de la singularidad de la roca, a pesar del problema del destructor chileno, básicamente seguía siendo un problema de mover algo pesado.

Consultó su reloj. McFarlane y Amira serían tan puntuales como siempre. De hecho ya les veía apearse de un
snowcat
en la boca del túnel de hielo. McFarlane llevaba una bolsa de lona llena de instrumentos. En cinco minutos estuvieron junto a Glinn, que se dirigió a ellos en los siguientes términos:

—Tienen cuarenta minutos, hasta que esté acabado el túnel y vuelva a moverse el meteorito. Aprovéchenlos bien.

—Es nuestra intención —dijo Amira.

Glinn la vio sacar aparatos de la bolsa y ponerlos a punto, mientras McFarlane, callado, hacía fotos de la roca con una cámara digital. Amira era competente. Cumpliendo las previsiones de Glinn, McFarlane se había enterado de los informes, y con el efecto deseado: darse cuenta de que le observaban. En cuanto a Amira, ahora tenía un dilema ético con el que entretenerse, lo cual era una buena manera de distraerla de las cuestiones morales, más espinosas, que tenía tendencia a plantear. Cuestiones morales que nada tenían que ver con un frío proyecto de ingeniería. McFarlane lo había encajado mejor de lo que daba a entender su perfil. Era una persona complicada, pero que había resultado más útil de lo previsible.

Glinn vio llegar otro vehículo, y también llevaba un pasajero. Sally Britton se apeó con su largo abrigo azul marino flotando detrás. El dato curioso era que no llevaba la gorra de siempre, la de oficial. La luz del túnel sacaba brillos trigueños a su cabello. Glinn sonrió.

También lo tenía previsto, desde la explosión que había acabado con el espía chileno. No sólo previsto, sino deseado.

Al acercarse Britton, Glinn le ofreció una sincera sonrisa de bienvenida y le estrechó la mano.

—Me alegro de verla, capitana. ¿A qué debemos su visita?

Britton miró alrededor, fijándose en todo con sus ojos verdes e inteligentes, que se le helaron al ver el meteorito.

—Santo Dios —dijo, perdiendo la regularidad de su paso.

Glinn sonrió.

—Visto por primera vez siempre impresiona.

Ella asintió sin decir nada.

—En este mundo, capitana, no hay nada grande que no comporte dificultades. —Glinn hablaba afablemente pero con gran convicción—. Es el descubrimiento científico del siglo.

A Glinn no le importaba demasiado el aspecto científico. Su interés se limitaba a los aspectos técnicos. Sin embargo no pensaba hacerle ascos a una pizca de teatro, y menos si era en beneficio de sus intereses.

Britton seguía absorta en el meteorito.

—Me habían dicho que era rojo, pero no me imaginaba…

Siguió mirando fijamente un minuto, dos minutos, entre ecos de maquinaria pesada en el túnel de hielo. Finalmente, y con visible esfuerzo, respiró, apartó la vista y miró a Glinn.

—Han muerto dos personas más, pero las noticias de aquí tardaban en llegar y ahora todo son rumores. La tripulación está nerviosa, y mis oficiales también. Necesito saber exactamente qué ha pasado y por qué.

Glinn asintió y se mantuvo a la espera.

—Mientras no se me convenza de que no es peligroso el meteorito, a mi barco no sube.

Lo dijo de un tirón y se quedó muy erguida en la grava, menuda, delgada.

Glinn sonrió. Era Sally Britton al ciento por ciento. Cada día la admiraba más.

—Pienso exactamente lo mismo —dijo.

Ella le miró desconcertada. Se notaba que había previsto encontrar resistencia.

—Señor Glinn, ahora tenemos que explicar a las autoridades chilenas la muerte de un oficial de su marina. También tenemos rondando un destructor que se entretiene apuntándonos con los cañones. Han muerto tres personas de su equipo. Aquí hay una roca de veinticinco mil toneladas que o aplasta a la gente o la hace explotar, y usted quiere meterla en mi barco. —Hizo una breve pausa y siguió en voz más baja—. Todas las tripulaciones pueden ser supersticiosas, incluidas las mejores. Circulan verdaderas locuras.

—Hace bien en preocuparse. Voy a explicarle qué ha pasado. Disculpe que no haya ido yo al barco, pero es que se nos echa el tiempo encima, ya lo sabe.

Britton aguardó.

—Hace dos noches, durante la tormenta, vino un espía del barco chileno. Murió por una descarga eléctrica salida del meteorito. Antes, por desgracia, había matado a uno de nuestros hombres.

La mirada de Britton fue elocuente.

—¡O sea que es verdad! ¡Salió un rayo del meteorito! Y yo que no me lo creía. Pues oiga, no lo entiendo.

—En el fondo es muy fácil. El meteorito se compone de un metal que es un superconductor de electricidad. El cuerpo humano, la piel, tiene potencial eléctrico; si una persona toca el meteorito, este descarga una parte de la electricidad que circula en su interior.

Es como un rayo, pero más grande. McFarlane me ha explicado la teoría, y consideramos que es lo que mató tanto al chileno como a Masangkay, el descubridor del meteorito.

—Y ¿por qué reacciona así?

—Es lo que están intentando averiguar McFarlane y Amira, pero, como ahora la prioridad es mover la roca, no han tenido tiempo de analizarlo más a fondo.

—Y ¿cómo se impedirá que a bordo pase lo mismo?

—Otra buena pregunta. —Glinn sonrió—. También está en fase de estudio. Estamos tomando precauciones para asegurarnos de que no lo toque nadie. De hecho es la política que hemos seguido desde antes de saber que el contacto podía desencadenar una explosión.

—Ya. Y ¿de dónde sale la electricidad?

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