Más allá del hielo (37 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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La vacilación de Glinn fue muy breve.

—Es una de las cosas que está estudiando el doctor McFarlane.

Britton no contestó.

De repente Glinn le cogió una mano. Percibió una resistencia instintiva, pero al punto la capitana se relajó.

—Comprendo su preocupación, capitana —dijo amablemente—; por eso estamos tomando todas las precauciones posibles, pero le aseguro que no fallaremos. Hágame caso.

Tenga fe en mí, como la tengo yo en que usted mantendrá la disciplina en el barco a pesar del nerviosismo y las supersticiones de la tripulación.

Ella le miró, pero Glinn se dio cuenta de que no podía resistir el impulso de contemplar la roca roja.

Britton volvió a mirarle a él, y después, vacilante, al meteorito.

Justo entonces se activó la radio que llevaba en el cinturón, y la capitana soltó la mano y se apartó.

—Aquí la capitana Britton —dijo.

Al ver que le cambiaba la expresión, Glinn tuvo una idea exacta de lo que estaba oyendo.

Ella volvió a guardarse la radio.

—El destructor ha vuelto.

Glinn asintió. Seguía sonriendo.

—No es ninguna sorpresa —dijo—. El
Almirante Ramírez
ha perdido a uno de los suyos, y viene a buscarlo.

Rolvaag
24 de julio, 15.45 h

Anochecía en isla Desolación. McFarlane, con una taza de café en la mano, veía descender el crepúsculo en la soledad del puente volante. Era una tarde perfecta: despejada, fría y sin viento. Lejos quedaban algunas franjas de nubes, largos cirros de color rosa y naranja. La isla se dibujaba con una nitidez antinatural. Detrás, las aguas brillantes del canal de Franklin reflejaban los últimos rayos del sol poniente. El destructor de Vallenar, gris y maligno, casi estaba demasiado lejos para poder leer su nombre en los herrumbrosos flancos.

Por la tarde se había acercado hasta embocar el canal de Franklin, única vía de escape para el
Rolvaag.
Por lo visto no pensaba moverse.

McFarlane tomó un sorbo de café y, siguiendo un impulso, echó el resto por la borda.

En un momento así lo que menos falta le hacía era cafeína. Ya se le había hecho un buen nudo en el estómago. Tenía curiosidad por conocer los planes de Glinn respecto al destructor, que era la gota que colmaba el vaso. A decir verdad le había visto tranquilo durante todo el día, más de lo normal. Se preguntó si sufriría una crisis nerviosa.

Dificultosamente, centímetro a centímetro, el meteorito había cruzado el campo de hielo y se había desplazado por los raíles de la zanja hasta el borde mismo de la isla. Se había quedado en un risco, delante del canal de Franklin. Para esconderlo habían montado otro de los barracones de Glinn. McFarlane lo examinó desde su observatorio del puente. Volvía a ser una obra maestra del engaño: cuatro chapas gastadas en precario equilibrio, y delante una montaña de neumáticos pelados. Tuvo curiosidad por saber cómo pensaban bajarlo a la bodega, tema sobre el que Glinn había mantenido especiales reservas. Sólo sabía que lo harían todo en una noche: la que empezaba.

Oyó abrirse la escotilla y se giró, llevándose la sorpresa de ver que era Glinn; sorpresa porque, que él supiera, llevaba casi una semana sin subir al barco.

Glinn se acercó con paso tranquilo y hasta un poco saltarín, a diferencia de su cara, tan seria como siempre.

—Buenas noches —dijo.

—Muy tranquilo le veo.

Glinn no contestó, sino que sacó un paquete de cigarrillos y, para sorpresa de McFarlane, se metió uno en la boca. Al encenderlo, la cerilla le iluminó la tez cetrina. Dio una calada larga.

—No sabía que fumara. Bueno, sí, como disfraz.

Glinn sonrió.

—Me permito doce cigarrillos al año. Es la única tontería que cometo.

—¿Cuándo fue la última vez que durmió? —preguntó McFarlane.

Glinn miró las aguas tranquilas.

—No estoy seguro. Dormir es como comer: sólo lo echas de menos los primeros días.

Fumó un minuto en silencio.

—¿Algún dato nuevo de cuando han estado en el túnel? —preguntó al cabo.

—Tentaciones sueltas, como que tiene una valencia atómica que pasa de cuatrocientos.

Glinn asintió.

—Conduce el sonido al diez por ciento de la velocidad de la luz. Tiene una estructura interna muy poco pronunciada: una capa externa y otra interna con una inclusión pequeña en el centro. La mayoría de los meteoritos se forman por desintegración de algo más grande.

Este es lo contrario: parece que se haya formado por adición, seguramente en un chorro de plasma de una hipernova. Un poco como las perlas alrededor de un grano de arena. Por eso es un poco asimétrico.

—Increíble. ¿Y la descarga eléctrica?

—Sigue siendo un misterio. No nos explicamos que sólo la desencadene el contacto humano, ni que el único que se salvó de la explosión fuera Lloyd. Tenemos tantos datos que no podemos ni empezar a analizarlos, y todos se contradicen.

—¿Y lo de que después de la explosión no funcionaran las radios? ¿Tiene algo que ver?

—Sí. Se ve que después de la descarga el meteorito estaba en un estado de excitación, y que emitía ondas de radio, radiaciones electromagnéticas de onda larga. De ahí la interferencia con la comunicación normal. Se le fue pasando, pero en un radio corto, por ejemplo dentro del túnel, seguía emitiendo bastante ruido para anular las comunicaciones como mínimo durante unas cuantas horas.

—¿Y ahora?

—Se ha estabilizado. Al menos hasta la próxima explosión.

Glinn fumaba en silencio. Se veía que disfrutaba. A continuación hizo un gesto hacia la costa y el barracón que escondía el meteorito.

—Dentro de unas horas lo tendremos en la bodega. Si le queda alguna reserva, dígamela ahora. Nos jugamos la supervivencia en alta mar.

McFarlane se quedó callado. Casi notaba el peso de la pregunta en los hombros.

—No puedo hacer un pronóstico tan a la ligera. Glinn siguió fumando.

—No le pido ningún pronóstico. Sólo una conjetura con un poco de base.

—Hemos tenido la oportunidad de observarlo durante varias semanas en condiciones variables, y aparte de la descarga eléctrica, cuya causa parece ser el contacto humano, muestra una inercia total. No reacciona ni al metal ni a una microsonda de electrones de mucha potencia. Mientras sean estrictas las medidas de seguridad, no veo ninguna razón de que en la bodega del
Rolvaag
vaya a reaccionar de otra manera.

McFarlane titubeó por la duda de si su fascinación por el meteorito le hacía perder objetividad. La idea de no llevárselo era… inconcebible. Cambió de tema.

—Lloyd ha estado llamando casi cada hora y se muere por tener noticias.

Glinn dio una calada con cara de felicidad y los ojos medio cerrados, como un Buda.

—Dentro de media hora, en cuanto sea noche cerrada, arrimaremos el barco al risco y empezaremos a cargar el meteorito en una torre que sale de la bodega. A las tres de la mañana estará dentro, y para cuando amanezca nos faltará poco para llegar a aguas internacionales. Puede comunicárselo al señor Lloyd. Está todo controlado. La operación correrá a cargo de Garza y Stonecipher. Yo no haré falta hasta la fase final.

—¿Y eso? —McFarlane señaló el destructor con la cabeza—. En cuanto se empiece a bajar la roca al tanque, la verá todo el mundo. El
Rolvaag
será un blanco perfecto.

—Contamos con dos protecciones: la oscuridad y que se prevé niebla. De todos modos, en el período crítico le haré una visita al comandante Vallenar.

McFarlane no estaba seguro de haber oído bien.

—¿Que hará qué?

—Así le distraemos. —Y en voz más baja—: Y servirá para algo más.

—¡Qué locura! ¿Y si le arresta? ¿Y si le mata?

—Lo dudo. Vallenar tiene fama de hombre brutal, pero no de loco.

—No sé si se ha fijado, pero tiene bloqueada nuestra única salida.

Se había hecho de noche, y la isla quedaba bajo el manto de la oscuridad. Glinn consultó su reloj de oro y se sacó una radio del bolsillo.

—¿Manuel? Adelante.

Se encendió casi enseguida una batería de focos muy potentes que iluminaron el risco y bañaron con luz fría el desolado paisaje. Entonces apareció una muchedumbre de trabajadores, como caídos del cielo, y se oyó rugir la maquinaria pesada.

—¡Pero hombre! ¡Sólo falta que ponga un letrero diciendo «Está aquí»! —dijo McFarlane.

—Desde el destructor no se ve el risco —dijo Glinn—. Lo tapa aquel cabo. Si Vallenar quiere saber en qué consiste esta nueva actividad, y seguro que querrá, tendrá que mover el barco hacia la punta norte del canal. A veces la mejor manera de disfrazarse es no disfrazarse.

Piense que Vallenar no esperará que nos marchemos.

—¿Por qué no?

—Porque mantendremos toda la noche el señuelo de la operación minera. Se quedará en la isla todo el equipo pesado, y dos docenas de hombres trabajando sin descanso.

Lógicamente habrá algunas explosiones y muchas transmisiones radiofónicas. Encontrarán algo justo antes de amanecer, o al menos lo parecerá desde el
Almirante Ramírez.
Estará todo el mundo muy alborotado. Los trabajadores harán una pausa para comentar el descubrimiento. —Arrojó la colilla y la vio volar en la oscuridad—. El barco auxiliar del
Rolvaag
está escondido en la otra punta de la isla. Nada más marcharnos, los trabajadores embarcarán y se reunirán con nosotros detrás de la isla de Hornos. Lo demás se quedará en Desolación.

—¿Todo?

McFarlane hizo revisión mental de las barracas llenas de aparatos, las excavadoras, los contenedores-laboratorio, los enormes tráilers amarillos…

—Sí. Se quedarán funcionando los generadores y encendidas todas las luces.

Dejaremos millones de dólares de maquinaria a la vista, y, cuando nos vea zarpar Vallenar, supondrá que volveremos.

—¿No nos perseguirá?

Glinn tardó un poco en contestar.

—Puede que sí.

—¿Entonces?

Sonrió.

—Están analizadas todas las posibilidades. —Volvió a sacar la radio—. Arrimad el barco al risco.

Después de una pausa, McFarlane notó la vibración de los motores. El barco empezó a girar muy, muy lentamente.

Glinn volvió a mirarle.

—En esto, Sam, usted tiene un papel importantísimo.

McFarlane le miró con cara de sorpresa.

Glinn asintió.

—Le pido lo siguiente: esté en contacto con Lloyd, téngale informado, procure que no se ponga nervioso y, lo principal, que no se mueva de donde está. En estos momentos podría ser un desastre que viniera. Y ahora me despido, porque tengo que prepararme para la visita a nuestro amigo chileno. —Se quedó callado y miró a McFarlane a los ojos—. Le debo disculpas.

—¿Por qué? —preguntó McFarlane.

—Ya lo sabe. No podría haber encontrado a un científico mejor ni de más confianza. Al cierre de la expedición destruiremos el informe que tenemos sobre usted.

McFarlane no supo cómo tomárselo. Glinn parecía sincero, pero era un hombre tan calculador que hasta aquella confesión podía esconder segundas o terceras intenciones al servicio de los planes de su autor.

Glinn tendió la mano. McFarlane la cogió y le puso la otra en el hombro.

Segundos después Glinn se había marchado.

McFarlane aún tardaría un poco en comprender que el relleno que había tocado no era el de la chaqueta, sino un chaleco antibalas.

Canal de Franklin 20.40 h

En la proa de una lancha, Glinn disfrutaba del aire glacial que le soplaba en la cara.

Callados, invisibles para él, los cuatro hombres que formaban parte de la operación estaban sentados en el puente de la cabina, donde no había ninguna luz encendida. Directamente enfrente titilaban las luces del destructor en las aguas plácidas del estrecho. Se había desplazado canal arriba, confirmando las previsiones de Glinn.

Miró hacia atrás, hacia la propia isla. La actividad minera, febril, estaba rodeada de una ingente cantidad de focos, a cuya luz circulaba sin descanso la maquinaria pesada.

Mientras miraba, retumbó en el aire el eco sordo y lejano de una explosión. En comparación, el verdadero trabajo, el del risco, parecía secundario. Por radio se había presentado el movimiento del
Rolvaag
como medida de precaución frente a otra tormenta: el buque se pondría a sotavento de la isla y tendería cables a la costa.

Aspiró el aire marino, cargado de humedad, y se empapó de aquella tranquilidad engañosa. En efecto, se acercaba una gran tempestad, cuyas características concretas sólo conocían Glinn, Britton y los oficiales de guardia del
Rolvaag.
Siendo el momento tan crítico, no habían considerado necesario preocupar a la tripulación ni a los técnicos de EES. Sin embargo, el análisis por satélite indicaba la posibilidad de que se convirtiese en un
panteonero,
y que se declarase pronto, al alba. Los vientos así siempre llegaban del sudoeste, y luego, al ganar fuerza, viraban al noroeste. Podían llegar a ser de fuerza 15, pero, si el
Rolvaag
conseguía cruzar el estrecho de Le Maire a mediodía, estarían a sotavento de Tierra del Fuego antes de que empezara lo peor. Y tendrían el viento detrás: ideal para un gran petrolero e infernal para un perseguidor de menor tamaño.

Tenía la seguridad de que Vallenar, a esas alturas, ya estaba al corriente de su llegada.

La lancha navegaba lentamente y con todas las luces de navegación encendidas. En aquella agua negra, sin luna, ni siquiera haría falta radar para detectar su presencia.

La lancha se colocó a menos de doscientos metros del barco. Glinn oyó ruido de caer algo en el agua, pero no se giró. Cumpliendo las previsiones, hubo tres ruidos más de zambullida. Glinn experimentaba una calma sobrenatural, la agudeza sensorial que precedía a todas las operaciones de combate. Después de tanto tiempo, fue una sensación placentera, casi nostálgica.

Se encendió un foco en la bovedilla del destructor, foco que al orientarse hacia la lancha deslumbró a Glinn. Este permaneció inmóvil en la proa, mientras perdía velocidad la lancha. Si le pegaban un tiro sería ahora. No obstante, tenía la firme convicción de que no habría disparos. Inspiró, exhaló lentamente y repitió el proceso. Había pasado el momento crítico.

Le recibieron en la escotilla de embarque y le condujeron por una serie de pasillos hediondos y pasarelas resbaladizas de metal hasta detenerse a la entrada del puente. Vallenar tenía por único acompañante al oficial de puente. Estaba al lado de las ventanas de proa, mirando la isla con un puro en la boca y las manos en la espalda. Hacía frío. O bien no funcionaba la calefacción, o bien la habían apagado. El puente olía igual que el resto del barco: a una mezcla de combustible, agua de sentina y pescado.

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