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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (34 page)

BOOK: Más allá del hielo
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Químicamente, el impacto produjo una variedad de coesita que se desconoce.

Señaló las mandíbulas de Hanuxa.

—La potencia de la erupción, la turbulencia del magma y el desprendimiento explosivo de gases volvieron a levantar el meteorito hasta que se quedó enterrado a varios miles de metros de profundidad. Luego, a lo largo de millones de años, al surgir y erosionarse la cordillera meridional, fue acercándose a la superficie hasta que, con la erosión, salió por el valle de la isla. Al menos es una teoría que se ajusta a los datos.

Tras un silencio reflexivo, Glinn miró a Garza y Stonecipher.

—Adelante.

Garza dio órdenes a grito pelado, y McFarlane vio que algunos ocupantes del túnel ataban una red de correas Kevlar de mucho grosor al andamio y el meteorito, mientras otros, igual de precavidos, las pasaban por encima del carro y las ataban alrededor del cabestrante.

A continuación se apartaron todos. Un ruido metálico, una vibración, y empezó a temblar el suelo que pisaba McFarlane. Dos generadores diesel de gran potencia y tamaño empezaron a accionar el cabestrante de acero, cuya rotación, al enrollar las correas Kevlar, las tensó alrededor de la roca. Los generadores se apagaron. El meteorito ya estaba listo para su traslado.

La mirada de McFarlane volvió a reposar en el meteorito. Toda la zona estaba cubierta por la sombra de la tormenta, con lo cual el meteorito presentaba un color más mate, como si se hubiera apagado un fuego interno.

—¡Ay, que ya la tenemos aquí! —dijo Rachel, mirando la pared de nieve y viento que se les echaba encima.

—Ya está todo colocado —dijo Garza.

Glinn se giró con la parka al viento.

—A la primera señal de relámpagos, lo suspendemos —dijo—. Movedlo.

De repente aumentó la oscuridad, silbó el viento y llegaron ráfagas horizontales de copos de nieve como perdigones. La visión de McFarlane se redujo en cuestión de segundos a sombras en blanco y negro. Con el encendido de los generadores, el rugir de la maquinaria pesada se sumó al del viento. El suelo se movía más que antes, y McFarlane notó una vibración por todo el cuerpo, una presión en los oídos y las tripas que quedaba por debajo de lo audible. Los generadores fueron adquiriendo velocidad y zumbaron con mayor intensidad en sus esfuerzos por mover la roca.

—Un momento histórico y no veo tres en un burro —se quejó Rachel.

McFarlane se ciñó a la cara la capucha de su parka y se agachó. Vio que ahora las correas estaban tiesas como barras de hierro zumbando por la tensión. Por encima del viento se oían crujidos y extrañas vibraciones. La roca no se movía, pero aumentaba la tensión. Las vibraciones, como tañidos de cuerdas, se hacían más agudas; rugían los generadores, pero la roca seguía en su lugar. De repente, con la cacofonía en su apogeo, a McFarlane le pareció ver que se desplazaba, pero, ensordecido por el viento y medio ciego por la nieve, no podía estar seguro.

Garza levantó la cabeza con media sonrisa y les enseñó los dos pulgares.

—¡Se mueve! —exclamó Rachel.

Garza y Stonecipher vociferaron órdenes a los de la zanja. Los rieles de acero de debajo del andamio chirriaban y sacaban humo.

Los trabajadores bombeaban un chorro continuo de grafito sobre los rieles y la superficie del carro. A McFarlane le llegó el olor punzante del acero quemándose.

Y de repente estuvo todo hecho. El meteorito y el andamio se asentaron en el carro con un ruido tremendo. Se soltaron las correas y se apagaron paulatinamente los generadores.

—¡Lo hemos conseguido!

Rachel se llevó a la boca los dos índices y emitió un silbido penetrante.

McFarlane miró el meteorito, que ya estaba fijo en el carro.

—Tres metros —dijo—. Y faltan quince mil kilómetros.

Detrás de las Mandíbulas de Hanuxa, el destello de un relámpago, precediendo en poco a otro, originó un trueno descomunal que retumbó en los oídos de todo el grupo. El viento creciente barría el suelo con blancas cortinas de nieve que se metían en la zanja.

—¡Ya está! —dijo Glinn al grupo—. Garza, por favor, tapen el túnel.

Garza se volvió hacia el operador de la grúa y se protegió la vista del viento con una mano enguantada.

—¡No se puede! —exclamó—. Hay demasiado viento. Derribará la pluma.

Glinn asintió.

—Pues, mientras pasa la tormenta, tápalo con las lonas.

McFarlane vio que un grupo de trabajadores corría por ambos lados de la zanja desenrollando una lona y procurando que no se levantara con el viento. Llevaba impresa un dibujo de manchas blancas y grises, a fin de parecerse a la superficie desierta de la isla. Una vez más, admiró el talento de Glinn para prever todas las posibilidades y disponer en todo momento de un plan alternativo.

Otro relámpago, más cercano que el anterior, iluminó la nevada con extrañas luces.

Cuando Glinn consideró que la lona aguantaría, le hizo señas a McFarlane con la cabeza.

—Vamos a las barracas. —Miró a Garza—. Hasta que pase la tormenta que nadie circule por la zona. Ponga vigilancia en turnos de cuatro horas.

A continuación, mediante gestos, invitó a McFarlane y Rachel a acompañarle por la zona de excavaciones, inclinados contra el viento feroz.

Isla Desolación 22.40 b

Adolfo Timmer aguardaba al amparo de una pared de nieve, a oscuras y sin moverse.

Tanto tiempo llevaba vigilando boca abajo que la tormenta casi le había sepultado. Abajo la nieve hacía parpadear las lucecitas. Era más de medianoche y no había visto ninguna actividad. En la zona despejada no había nadie. Seguro que los trabajadores se habían metido en las barracas. Era hora de actuar.

Levantó la cabeza, exponiéndola a un viento que arreciaba sin tregua. Se puso de pie, y el viento barrió la nieve acumulada en sus extremidades. Alrededor de Timmer, la tormenta había formado largas crestas diagonales que llegaban a superar los tres metros de altura.

Como protección eran perfectas.

Avanzó con las raquetas y escudándose en las crestas hasta detenerse cerca del borde de la zona despejada. Delante había un área de luz sucia. Se agachó detrás de un banco de nieve y, después de un rato esperando, levantó la cabeza y echó un vistazo. Tenía delante, a unos cincuenta metros, un barracón aislado con agujeros en el techo de cinc por los que silbaba el viento. Al fondo de la zona despejada, tomando como referencia la barraca, se adivinaba la larga hilera de casetas prefabricadas, cuyas ventanas eran rectangulitos amarillos. Al lado había otras estructuras y varios contenedores. Timmer aguzó la vista. Se había confirmado que los estanques de lixiviación y los colectores del otro lado de la isla eran una estratagema, la tapadera de algo más. Pero ¿qué?

Se puso tenso. Había aparecido alguien por la esquina de la barraca. El hombre, que llevaba una parka muy acolchada, abrió la puerta, miró dentro y volvió a cerrarla. A continuación caminó lentamente por el borde de la zona despejada, frotándose los mitones y agachando la cabeza contra el viento y la nieve.

Timmer observó con atención. Aquel hombre no había salido a fumar. Estaba de guardia.

Pero ¿qué sentido tenía poner vigilancia en un páramo así?

Se arrastró centímetro a centímetro hasta alcanzar otra cresta de nieve. Ya estaba mucho más cerca de la barraca. Permaneció a la espera, sin moverse, mientras el vigilante regresaba a la puerta, daba patadas en el suelo para entrar en calor y volvía a marcharse.

Debía de ser el único, salvo que hubiera alguien más haciendo guardia dentro de la barraca.

Timmer rodeó la cresta y se acercó a la construcción de tal manera que la tenía interpuesta entre él y el vigilante. No se despegaba del suelo, para no abandonar la protección de la oscuridad y la tormenta. Procuraba que el círculo de luz no recayera más que en el nailon blanco de su ropa.

Antes de abandonar el
Almirante Ramírez,
el comandante le había dicho que no corriera riesgos innecesarios. Dicho y repetido: «Cuidado, señor Timmer, que quiero que vuelva entero». Como no se podía saber si el vigilante iba armado, Timmer actuaría sobre la premisa de que sí. Se agachó a la sombra de la barraca y metió la mano entre la ropa hasta empuñar el cuchillo y desenfundarlo para comprobar que no se hubiera atascado por el frío. Después se quitó un guante y tocó la hoja: glacial, y afilada como una navaja. Perfecto. Sí, mi comandante, pensó; tendré muchísimo cuidado. Apretó los dedos sin importarle el frío.

Quería que la hoja estuviera bastante caliente para cortar carne sin desgarrarla.

Durante la espera, la tormenta se agravó. El viento silbaba y gemía alrededor de los flancos desnudos del barracón. Se bajó la capucha y aguzó el oído hasta que lo oyó de nuevo: suave crujir de pisadas acercándose por la nieve.

En la penumbra de la esquina de la barraca se adivinó una sombra. Viéndola acercarse, Timmer se arrimó a la pared. El ruido de respiración y de brazos golpeando el cuerpo atestiguaba los esfuerzos del hombre por contrarrestar el frío.

Timmer salió por la esquina proyectando el pie a baja altura. El otro cayó de bruces en la nieve. Timmer estuvo sobre él en un periquete, hincándole una rodilla en la espalda al mismo tiempo que le torcía la cabeza y le arrastraba hacia la oscuridad. El cuchillo se clavó profundamente en el cuello de la víctima. Timmer notó que la hoja tocaba las vértebras cervicales. Primero se oyó un borboteo, y a continuación salió un chorro de sangre caliente.

Timmer siguió levantando la cabeza del hombre para que se desangrara en la nieve. Después aflojó la presión y dejó desplomarse el cadáver.

Le dio la vuelta y le examinó la cara, viendo que era blanco, no el mestizo que le había mandado vigilar el comandante. Rápidamente le palpó los bolsillos y encontró un radiorreceptor y un arma pequeña semiautomática. Se los guardó y escondió el cadáver tras un montón de nieve que había cerca, tapándolo con ella y alisando después la superficie. Por último, limpió el cuchillo en la nieve y se esmeró en esconder la pasta roja. Que sólo hubiera visto un vigilante no quería decir que no hubiese otro.

Rodeando la barraca por detrás, y evitando la luz, se deslizó por el borde de la zona despejada mediante el procedimiento de seguir las huellas que había dejado el vigilante.

Resultaba francamente extraño: sólo había nieve. De repente, al reanudar la marcha, se le hundió el pie en el suelo y retrocedió alarmado. Exploró la zona a gatas y notó algo raro debajo de la capa fina de nieve. No era tierra ni una grieta, sino un hueco tapado con alguna tela tensada y aguantada con separadores.

Timmer, cauteloso, volvió a la protección de la parte trasera de la barraca. Antes de seguir explorando había que asegurarse de que dentro no hubiera sorpresas. Cuchillo en mano, se deslizó hacia la pared delantera, entreabrió la puerta y miró por la rendija. Nadie.

Entró, cerró la puerta, sacó una linterna pequeña y paseó su luz por el interior, pero el haz sólo iluminaba barricas de clavos.

¿ Qué sentido tenía poner vigilancia a una barraca vacía y sin utilidad?

De repente se fijó en algo y apagó la linterna. Una de las barracas tenía debajo una plancha de acero, y salía luz por el borde.

Al apartarla, Timmer vio una trampilla metálica. Se arrodilló al lado y, tras unos momentos de escucha, la cogió y la levantó con suavidad.

Después de tantas horas de noche invernal, horas de espera y vigilancia, la fluorescencia que salía de abajo tenía efectos deslumbrantes. Volvió a cerrar la trampilla y se quedó en cuclillas pensando, hasta que se quitó las raquetas, las escondió al otro lado de la barraca, volvió a abrir la puerta y esperó a que se le acostumbrara la vista, momento en que bajó por la escalerilla cuchillo en mano.

A diez metros bajó de la escalera y pisó el túnel. Se detuvo. Abajo hacía más calor, pero al principio casi no se fijó, porque con tanta luz se sentía vulnerable. Encorvado, veloz, se desplazó por el túnel. Aquello no se parecía a ninguna descripción de mina de oro; ni, a decir verdad, de ningún otro mineral.

Llegó a una encrucijada, que se detuvo a examinar. No había nadie. No se oía ni se movía nada. Se humedeció los labios y meditó el paso siguiente.

Le llamó algo la atención. El túnel se ensanchaba por delante. Había un espacio abierto que contenía algo muy grande. Se deslizó hacia su entrada y usó la linterna. Una carreta gigante.

Se acercó con cautela y sin despegarse de la pared. Se trataba de un remolque de proporciones gigantescas: unos treinta metros de longitud. Debajo tenía centenares de neumáticos muy grandes con ejes de titanio que brillaban. Poco a poco se le fueron los ojos hacia arriba. La carreta soportaba un entramado complejo en forma de pirámide. Y encima había algo que Timmer no había visto ni imaginado en toda su vida. Algo enorme y rojo.

Algo cuyo brillo, en la luz artificial del túnel, poseía una riqueza inverosímil de matices.

Volvió a mirar alrededor y se aproximó a la carreta, donde usó el neumático que tenía más cerca para subir a la plataforma. Jadeaba. La ropa especial para la nieve le estaba acalorando por momentos, pero no le dio importancia. El techo era un hueco tapado por una lona, la que había pisado él. Timmer, sin embargo, no se interesó por ella. Era todo ojos para lo que descansaba en aquella monstruosidad de andamio.

Trepó con cuidado por el andamiaje. Estaba clarísimo: los yanquis habían venido por aquello. Bien, pero ¿qué era?

No había tiempo que perder. Por no haber tiempo, no lo había ni para salir en busca del mestizo. El comandante Vallenar querría enterarse lo antes posible de aquella novedad.

Aun así, Timmer, que hacía equilibrios por el andamio de madera, tuvo sus dudas.

Era de una belleza casi etérea. Parecía que no tuviera superficie, que se pudiera hundir la mano sin resistencia en sus profundidades de rubí. Enfrascado en la contemplación de su interior, le pareció distinguir diseños sutiles y en perpetuo cambio, centelleos de luz. Casi le parecía notar en la cara un frescor. Jamás había visto nada tan hermoso.

Guardó el cuchillo sin apartar la mirada, se quitó el guante y lentamente, casi con veneración, adelantó una mano hasta la superficie de intensa luminosidad.

Isla Desolación 23.15 h

Sam McFarlane despertó de golpe con el pulso acelerado. Lo habría tomado por una pesadilla, de no ser porque el ruido de la explosión aún se propagaba por la zona. Se levantó como un resorte y tiró al suelo la silla. De reojo vio que Glinn también estaba de pie y escuchaba. Se miraron justo en el momento en que se apagaba la luz de la barraca. Tras un intervalo de oscuridad absoluta, se encendió una bombilla de emergencia encima de la puerta y bañó la habitación de luz naranja.

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