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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (31 page)

BOOK: Más allá del hielo
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—¿Por qué no le metieron en la cárcel?

—Aquí abajo no se estila solucionar estas cosas con cuatro palabrotas. ¿Sabe qué pasa?

Que los chilenos tienen ideas un poco chapadas a la antigua sobre el honor. —Puppup hablaba con claridad, y se limitaba a constatar—. Otra cosa habría sido matarles fuera del dormitorio, pero… —Se encogió de hombros—. A todo el mundo le pareció comprensible reaccionar así habiendo encontrado a su esposa en aquella… situación. Que es otra razón de que el comandante haya conservado tanto tiempo el mando de un barco.

—¿Qué razón?

—Que es capaz de todo.

Glinn se quedó callado, mirando el destructor al fondo del canal: un bulto inmóvil, oscuro.

—Quería preguntarle otra cosa —dijo sin dejar de mirar el barco de guerra—. El comerciante de Punta Arenas, el que le compró el equipo de prospección, ¿se acordaría de usted? Si se lo pidieran, ¿podría identificarle?

Puppup puso cara de pensárselo.

—No lo sé —contestó después de un minuto—. Era una tienda grande, pero es verdad que en Punta Arenas hay muy pocos indios yaganes. Y que tuvimos una sesión de regateo bastante larga.

—Ya —dijo Glinn—. Gracias, John. Me ha ayudado mucho.

—No hay de qué, jefe —dijo Puppup, mirándole de reojo con un brillo de astucia y diversión en los ojos.

Glinn pensó deprisa. Las mentiras, a veces, era preferible confesarlas de inmediato.

Bien llevada, la estrategia podía generar una clase de confianza perversa.

—Le confieso que no he sido del todo sincero —dijo—. Sé mucho del capitán Fitzroy, pero no es verdad que sea antepasado mío.

Puppup soltó una risa estridente.

—No, claro, ni Fuegia Basket mía.

Una ráfaga de viento helado tironeó el cuello de la camisa de Glinn. Miró a Puppup.

—Pues ¿de dónde saca el anillo?

—Han muerto tantos yaganes que al final lo ha heredado todo el último. Por eso tengo el sombrero, el anillo y casi todo lo demás.

Puppup siguió mirando a Glinn con la misma socarronería.

—Y ¿dónde está?

—Prácticamente todo vendido. Los beneficios me los bebí.

Glinn, a quien volvía a sorprender la franqueza de la respuesta, comprendió que seguía sin entender ni la mitad sobre el yagan.

—Cuando acabe todo esto —añadió el viejo—, tendrá que llevarme con usted a donde vaya. A casa ya no puedo volver.

—¿Por qué no?

Pero Glinn, en el mismo momento de preguntarlo, se dio cuenta de que ya sabía la respuesta.

Rolvaag
23.20 h

McFarlane caminaba por la moqueta azul del pasillo de la cubierta del puente inferior.

Se caía de cansado, pero no podía dormir. Habían ocurrido demasiadas cosas para un sólo día: la cadena del descubrimientos extraños, las muertes de Rochefort y Evans, la reaparición del destructor… Ahora que había renunciado a dormir, se paseaba por las cubiertas del
Rolvaag
como un fantasma errabundo.

Detuvo sus pasos frente a una puerta de camarote. Sin querer le habían llevado sus pies al de Amira. Se dio cuenta, sorprendido, de que le apetecía su compañía. En un momento así, quizá el mejor tónico fuera su risa cínica. Lo mejor del tiempo que pasara con ella sería no tener que hablar por hablar, ni enredarse en explicaciones sin fin. Se preguntó si a ella le apetecería tomar un café en la sala de oficiales, o jugar una partida de billar.

Llamó a la puerta.

—¿Rachel?

Nadie contestó. Era imposible que durmiera, porque Amira presumía de que en los últimos diez años nunca se había acostado antes de las tres de la madrugada.

Volvió a llamar, y la presión de sus nudillos hizo ceder puerta, que no estaba cerrada.

—Rachel, soy Sam.

Entró sin poder aguantarse la curiosidad, porque nunca había estado en el camarote de Amira. Esperaba encontrarlo todo desordenado, sábanas, ceniza, ropa, pero no, reinaba un orden meticuloso; perfectamente alineados el sofá y las butacas, y en orden impecable en los estantes de manuales científicos. Al principio dudó que el camarote estuviera habitado, hasta que vio un semicírculo de cáscaras de cacahuete debajo de la mesa del ordenador.

Sonriendo con afecto, se acercó a la mesa. Entonces se le fue la vista hacia la pantalla, y le llamó la atención leer su apellido.

Al lado, en la impresora, había un documento de dos páginas. Cogió la primera y empezó a leerla.

EES. CONFIDENCIAL De: R. Amira Para: E. Glinn Asunto: S. McFarlane Desde el último informe, el sujeto está cada vez más absorto en el meteorito y su incomprensibilidad. Sigue teniendo dudas sobre nuestro proyecto, y sobre el propio Lloyd; por otro lado, se ha dejado absorver casi contra su voluntad por los problemas que plantea el meteorito. Casi no hablamos de nada más, al menos hasta lo de esta mañana. No estoy segura de que no me esconda algo, pero me resultaría incómodo insistir.

Al principio, justo después de desenterrar una parte del meteorito, entablé conversación con él acerca de su antigua teoría sobre la existencia de meteoritos interestelares, y en poco tiempo pasó de reticente a entusiasmado. Me explicó cómo se adapta la teoría al meteorito Desolación, pero le pareció que era mejor guardar el secreto, y me pidió no comentarle a nadie sus sospechas. Su fe en la naturaleza interestelar del meteorito no va a menos, sino a más, como habrás observado en la discusión de esta mañana.

Se oyó cerrarse una puerta y cortarse una respiración. McFarlane se giró. Amira estaba de espaldas a la puerta del camarote. Todavía llevaba el vestido de la cena, negro y hasta las rodillas, pero se había echado la parka a los hombros para el trayecto desde el comedor. Se había quedado a medio movimiento de sacarse del bolsillo una bolsa de cacahuetes recién comprada. Miró a McFarlane, miró el papel que tenía en la mano y se quedó callada.

Al principio se limitaron a mirarse. Poco a poco, como por iniciativa propia, la bolsa de cacahuetes volvió al bolsillo de la Parka.

En McFarlane, la sensación predominante era una oscuridad interior, como si después de tantas conmociones seguidas ya no encontrara reservas de emoción en que beber.

—Ya ves —dijo al cabo—. Parece que no soy el único Judas del barco.

Amira, pálida, le sostuvo la mirada.

—¿Lo de entrar en habitaciones ajenas y leerles los papeles es una costumbre?

McFarlane sonrió fríamente y dejó el documento encima de la mesa.

—Perdona, pero hay defectos de redacción. Absorber se escribe con dos bes. Vas a perder puntos con Eli. —Dio un paso hacia la puerta, que seguía obstaculizada por el cuerpo de ella—. Apártate, por favor.

Amira titubeó y bajó la mirada, pero no se apartó.

—Espera —dijo.

—Que te apartes.

Ella señaló la impresora con la cabeza.

—Primero lee el resto.

La contestación provocó una descarga de ira por todo el cuerpo de McFarlane, que levantó una mano para apartar a Amira a la fuerza, pero consiguió dominarse e hizo el esfuerzo de bajar la mano.

—No, gracias, con lo que he leído me sobra. ¡Venga, déjame pasar!

—Lee el resto y te marchas.

Amira parpadeó y se humedeció los labios sin ceder terreno.

Él la miró a los ojos por espacio de uno o dos minutos. Luego se giró, cogió el resto del informe y lo leyó.

Debo decir que estoy de acuerdo con él. Hay pruebas muy sólidas, y hasta podría decirse que irrefutables, de que el meteorito procede de mucho más lejos que el sistema solar. Se confirma la teoría de Sam. Por lo demás, no le observo ningún síntoma de obsesión, ni de nada que pudiera poner en peligro la expedición. Todo lo contrario: parece que el meteorito haya despertado su faceta de científico.

Últimamente casi ya no le veo aquella otra faceta más sarcástica, a la defensiva, y a veces hasta de mercenario, que al principio se notaba tanto. Ha sido sustituida por una curiosidad voraz y un profundo deseo de entender esta roca tan extraña.

Por lo tanto, este tercer informe mío será el último. Seguir escribiéndolos iría contra mi conciencia. Si detecto problemas, te los comunicaré, como es mi obligación de empleada leal de EES. La verdad es que el meteorito, en cuanto a peculiaridad, desborda todas las expectativas. Incluso podría ser peligroso. No puedo vigilarle y trabajar con él a la vez. Me pediste ser la ayudante de Sam, y es lo que tengo pensado ser: por su bien, por el mío y por el de la misión.

McFarlane apartó la silla de la mesa del ordenador y se sentó con el papel en la mano, arrugándolo un poco. Notaba que estaba pasándosele el enfado, dejando una mezcla confusa de emociones.

Se quedaron callados un rato que se hizo largo. McFarlane oía el ruido lejano del agua, y notaba la percusión de los motores. Se decidió a mirarla.

—Fue idea de Eli —dijo ella—. A ti te había escogido Lloyd, no él; tenías un historial dudoso, y en la primera reunión, con lo del bocadillo, demostraste ser un poco imprevisible.

Como le pone nervioso la gente imprevisible, me dijo que te vigilara. Que le fuera entregando partes por escrito.

McFarlane la miraba en silencio desde la silla.

—A mí la idea no me gustó; y menos, al principio, lo de ser tu ayudante. Los informes los veía como una lata, pero no tenía ni idea, lo que se dice ni idea de lo que iban a costarme.

Cada vez que me sentaba a escribir uno, me sentía la última mierda. —Suspiró profundamente, y le hizo ruido la garganta—. Este último par de días… No sé. —Sacudió la cabeza—. Luego, al escribir este… Nada, que me he dado cuenta de que no puedo seguir. Ni siquiera por él.

Se interrumpió de repente, y desplazó la mirada de la de McFarlane a la alfombra. Él vio que no podía evitar que le temblara la barbilla, y que por la cara le corría una lágrima errática.

McFarlane se levantó rápidamente y se acercó a ella para secársela. Amira le puso las manos en la nuca, le atrajo hacia sí y apoyó la cara en su cuello.

—Sam —susurró—, lo siento tanto…

—No pasa nada.

Empezó a surcarle la mejilla otra lágrima. McFarlane se agachó para secársela, pero ella orientó su rostro hacia el de él, y lo que se unió fueron sus labios.

Amira gimió quedamente y le apretó con más fuerza contra su cuerpo. McFarlane, arrastrado hacia el sofá, notó la presión de sus pechos, y que le enlazaba las caderas con las pantorrillas. Al principio vaciló, pero luego notó que le acariciaba la nuca, que estaba aprisionado por sus muslos, y sucumbió a una marea de pasión. Entonces le pasó a Amira las manos por detrás del vestido y apretó su cuerpo, levantándole las piernas y poniéndole las palmas en el interior de las rodillas. Ella le besó ardientemente, al mismo tiempo que sus manos le acariciaban la espalda.

—Sam, Sam —repitió.

Y puso su boca en la de él.

Isla Desolación 19 de julio, 11.30 h

McFarlane miraba las torres de lava negra. De cerca, los inmensos colmillos impresionaban todavía más. Geológicamente los reconocía como los típicos «pitones de lava», restos de un doble volcán donde la erosión de los flancos había dejado desnudas las dos gargantas rellenas de basalto.

Se giró un poco y miró por encima del hombro. La zona donde había caído el meteorito se extendía muchos kilómetros por detrás y en pendiente, blanco paisaje sembrado de manchas negras, con hilos de pistas que llevaban a otros puntos de la isla. La suspensión de los preparativos del traslado por las muertes de Rochefort y Evans había sido breve. Ahora estaban dirigidos por Garza y el segundo ingeniero, Stonecipher, hombre adusto de quien se habría dicho que además de las responsabilidades de Rochefort heredaba su personalidad.

Llegó Rachel Amira exhalando vaho, y contempló los picos con expresión ceñuda.

—¿Hasta dónde hay que ir?

—Quiero llegar más o menos a la mitad de aquella franja de material más oscuro. Si es un resto de la última erupción, y creo que sí, nos servirá para fechar la efusión.

—Eso está hecho —dijo ella, enseñando el instrumental con chulería.

Había llegado de muy buen humor al punto de encuentro para la escalada. Hablaba poco, pero tarareaba o silbaba. Por su parte, McFarlane estaba inquieto e impaciente.

Recorrió con la mirada las posible rutas, en busca de obstáculos, cornisas o rocas sueltas. A continuación reemprendió su camino, clavando las raquetas en la nieve recién caída. Avanzaban lentamente por las piedras sueltas de la cuesta. Cuando les faltaba poco para llegar a la base del cono, McFarlane se quedó al lado de una piedra que sobresalía de la nieve y llamaba la atención. Le dio un golpe seco con el martillo, se metió dos esquirlas en la bolsa de muestras e hizo una breve anotación.

—Ya estás jugando con piedras —dijo Rachel—. Típico de niños.

—Por eso me hice geólogo planetario.

—Seguro que de crío tenías una colección de minerales.

—Pues no, la verdad es que no. ¿Y tú? ¿Qué coleccionabas, Barbies?

Rachel resopló.

—Tenía una colección bastante variada: nidos, pieles de serpiente, tarántulas secas, huesos, mariposas, escorpiones, un búho muerto, bichos atropellados… Cosas así.

—¿Tarántulas?

—Sí. De niña vivía en Portal, Arizona, al pie de los montes Chiricahua. En otoño salían a la carretera las tarántulas macho buscando un polvo. Tenía unas treinta clavadas a una plancha, pero un día la jodida perra se me comió toda la colección.

—¿Y murió?

—No, por desgracia no, pero vomitó por toda la cama de mi madre. En plena noche.

Tuvo su gracia.

El recuerdo la hizo reír.

Hicieron una pausa. La cuesta se volvía más pronunciada. En aquel punto, el viento constante había formado una costra de nieve de grosor considerable.

—¿Nos quitamos las raquetas? —dijo McFarlane.

Se bajó la cremallera de la parka, porque estaba asfixiado de calor, y eso que la temperatura era de unos grados bajo cero.

—Vamos al paso que hay entre los dos picos —dijo, poniéndose crampones en las botas y reanudando la marcha—. ¿Qué bichos encontrabas por la carretera?

—Más que nada me movía por la herpeto.

—¿La qué?

—La herpetología. Anfibios y reptiles.

—¿Por qué?

Amira sonrió.

—Porque eran interesantes. Secos, planos, fáciles de clasificar y de guardar. Tenía algunos especímenes bastante poco habituales.

—Seguro que tu madre estaba contentísima.

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