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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (47 page)

BOOK: Más allá del hielo
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Glinn no dijo nada. Le parecía increíble que Vallenar expusiera su barco a semejante mar. Ya le costaba capearlo a un coloso como el
Rolvaag,
mucho mejor capacitado para ello que un destructor de doce metros de manga. Era una verdadera locura. Existían muchas posibilidades de que el
Almirante Ramírez
acabara zozobrado. Sin embargo, una cosa eran las posibilidades y otra los hechos. Glinn desconocía las dotes de navegante de Vallenar, pero sospechaba que eran de primer orden.

—A esta velocidad y este rumbo, nos alcanzará en el Límite del Hielo —dijo Britton—.

Y nos tendrá a tiro bastante antes.

—Dentro de tres horas y pico —dijo Glinn—. Más o menos cuando anochezca.

—¿Tú crees que cuando nos tenga a tiro disparará?

—Lo tengo clarísimo.

—Estamos indefensos. Nos destrozará.

—Sí, por desgracia. La única esperanza es aprovechar la oscuridad para despistarle.

Ella le miró.

—¿Y el meteorito? —preguntó en voz baja.

—¿Qué le pasa?

La capitana bajó la voz y siguió mirándole de reojo.

—Soltándolo podremos ir más deprisa.

Glinn se puso tenso. Espió a Lloyd, que miraba por las ventanas del puente con expresión ceñuda y las piernas de gigante separadas. No les había oído. Glinn formuló la respuesta con un tono pausado y razonable.

—Sólo podríamos soltarlo parando el barco del todo, y para eso se tardan cinco millas.

Media hora. Vallenar tendría tiempo de sobra para darnos alcance. Estaríamos hundidos antes de haber podido parar.

—¿Entonces? ¿Te has quedado sin respuestas? —preguntó ella, bajando todavía más la voz.

Glinn miró sus ojos verdes. Eran transparentes, firmes y muy bonitos.

—No existe problema sin solución —dijo—. Sólo es cuestión de encontrarla.

Britton se quedó un rato callada.

—Antes de salir de la isla me pediste que confiara en ti. Espero que pueda. Me gustaría mucho.

Glinn, sujeto a una emoción imprevista, desvió la mirada. Se fijó un momento en la pantalla del GPS y en la línea verde de puntos que la cruzaba, con la leyenda LÍMITE DEL HIELO. Después volvió a mirarla a ella a los ojos.

—En esto puedes fiarte. Te daré una solución. Te lo prometo.

Ella asintió con lentitud.

—No pareces de los que prometen en balde. Espero no equivocarme. Eli, ahora mismo sólo le pido una cosa a la vida: volver a ver a mi hija.

Glinn se dispuso a contestar, pero le salió un sonido sibilante de sorpresa, y sin querer retrocedió un paso. La última frase de Britton había provocado una chispa cegadora: la comprensión de los motivos de Vallenar.

Dio media vuelta y se marchó del puente sin mediar palabra.

Rolvaag
12.30 h

Lloyd se paseaba inquieto por todo el puente. La tempestad golpeaba los ventanales con furia, pero Lloyd ya no miraba la mar enfurecida. Era lo más terrorífico que había visto en su vida. Casi ya no parecía agua, sino montañas, verdes, grises y negras montañas surgiendo, cayendo y desmoronándose en avalanchas gigantescas de espuma. Le parecía inconcebible que el barco en el que iban, o cualquier otra nave, sobreviviera cinco segundos a un mar así.

El
Rolvaag,
sin embargo, proseguía su avance. Costaba caminar, pero Lloyd necesitaba distraerse con actividad física. Al llegar a la puerta del ala de estribor giró sobre sus talones y reanudó el paseo. Llevaba sesenta minutos igual, desde que había desaparecido Glinn sin decir nada.

Los bruscos reveses del destino, los cambios repentinos de humor y la insoportable tensión de las últimas doce horas le habían provocado dolor de cabeza. Exasperación, humillación, triunfo, aprensión… Echó un vistazo al reloj del mamparo, y a las caras de los oficiales del puente. Howell con el semblante crispado. Britton inexpresiva, repartiendo su atención entre la pantalla del radar y el mapa del GPS. Banks enmarcado por la puerta de la cabina del telegrafista. Lloyd tenía ganas de romper su impasibilidad y obtener algunas respuestas, pero ya le habían dicho todo lo que había que saber. Disponían de unas dos horas antes de que el
Ramírez
empezara a tenerles a tiro.

Notó que las piernas se le ponían rígidas, en reacción a un ataque de rabia. Era culpa de Glinn. Su arrogancia superaba cualquier límite: llevaba tanto tiempo estudiando las opciones que se había creído a salvo del fracaso. Como decía alguien, mucho pensarás y te equivocarás. Si le hubieran dejado hacer algunos contactos no estarían en aquella situación de impotencia, como un ratón esperando la llegada del gato.

Se abrió la puerta del puente y entró Glinn.

—Buenas tardes, capitana —dijo como si tal cosa.

Más que nada, lo que puso furioso a Lloyd fue el tono de despreocupación.

—¡Glinn, joder! —dijo—. ¿Dónde estabas?

La mirada de Glinn se posó en él.

—Examinando los archivos sobre Vallenar. Ya sé por qué nos persigue tanto.

—¿Y eso a quién coño le importa? El caso es que está empujándonos hacia la Antártida.

—Timmer era hijo de Vallenar.

Lloyd se quedó de piedra.

—¿Timmer? —preguntó confuso.

—El oficial de comunicaciones de Vallenar. El que mató el meteorito.

—No puede ser. ¿No decíais que Timmer era rubio y de ojos azules?

—Era hijo de Vallenar y una alemana.

—¿Es otra suposición o tienes pruebas?

—No consta ningún hijo, pero es la única explicación. Por eso al ir a verle le vi tan interesado en que volviera Timmer. Y por eso al principio no quería atacar nuestro barco: porque le dije que teníamos a Timmer prisionero. En cambio, al vernos zarpar de la isla se dio cuenta de que Timmer estaba muerto, y soy de la opinión de que cree que le matamos nosotros. Por eso nos persigue en aguas internacionales. Por eso no se rendirá hasta morir. O hasta que muramos nosotros.

Había pasado el ataque de rabia. Lloyd se sentía sin fuerzas. En un momento así no servía de nada ponerse furioso. Controló su voz.

—Dime una cosa, ¿este dato psicológico en qué puede ayudarnos?

Glinn no contestó, sino que miró a Britton.

—¿Cuánto falta para el Límite del Hielo?

—Setenta y siete millas marinas hacia el sur.

—¿Se detecta algo de hielo en el radar?

Britton se volvió hacia Howell.

—¿Señor Howell?

—Un poco, a diez millas. Unos cuantos icebergs pequeños. El radar de superficie de largo alcance detecta una isla grande de hielo justo en el Límite del Hielo. Más que una, dos, porque parece que está partida.

—¿Situación?

—Uno nueve uno.

Dijo Glinn:

—Sugiero poner rumbo a ella. Giren muy lentamente. Si Vallenar tarda un poco en darse cuenta del cambio de rumbo, quizá ganemos una o dos millas.

La mirada de Howell a Britton contenía una pregunta.

—Señor Glinn —dijo la capitana—, superar el Límite del Hielo con un barco tan grande es un suicidio, sobre todo con este tiempo.

—Tengo motivos —dijo Glinn.

—¿Y piensas explicárnoslos? —preguntó Lloyd—. ¿O tenernos otra vez in albis? La última vez no nos habría ido mal que decidiera otra persona.

La mirada de Glinn pasó de Lloyd a Britton, y de Britton a Howell.

—De acuerdo —dijo al cabo de un rato—. Sólo tenemos dos opciones: o cambiar de rumbo y ver si ganamos la carrera, o mantener el de ahora e intentar despistar al destructor pasado el Límite del Hielo. Las probabilidades de fracaso de la primera opción son más o menos de cien sobre cien, y las de la segunda un poco menos. Otra ventaja del segundo plan es que obliga al destructor a tener las olas de lado.

—¿Qué es eso del Límite del Hielo? —preguntó Lloyd.

—Es donde las aguas heladas de alrededor de la Antártida se juntan con las del Atlántico y el Pacífico, que son más cálidas. Los oceanógrafos lo llaman Convergencia Atlántica. Se caracteriza por sus nieblas impenetrables, y por el hielo, claro, que es peligrosísimo.

—¿Propones llevar el
Rolvaag
a una zona de hielo y niebla? Sí que suena a suicidio, sí.

—Ahora lo que más nos conviene es estar escondidos y tener tiempo para despistar al destructor y alejarnos de él. Es posible que la oscuridad, el hielo y la niebla nos permitan escapar por los pelos.

—O hundirnos.

—Las probabilidades de chocar con un iceberg son más bajas que las de que nos hunda el destructor.

—¿Y si no hay niebla? —preguntó Howell.

—Sería un problema.

Se produjo un largo silencio, que interrumpió Britton.

—Señor Howell, cambie el rumbo a uno nueve cero. Vire lentamente.

La vacilación fue brevísima. Howell comunicó la orden al timonel con voz forzada, y sin apartar la vista de Glinn.

Rolvaag
14.00 h

A pesar de la incomodidad de la silla de plástico, McFarlane se arrellanó suspirando y frotándose los ojos. Tenía a Rachel sentada al lado, comiendo cacahuetes y dejando caer los trozos de cáscara al suelo metálico de la unidad de observación. La única luz procedía de un monitor colgado encima, en el mamparo.

—¿Nunca te cansas de tanto cacahuete? —dijo McFarlane—. ¡Caray!

Rachel puso cara de pensárselo.

—Pues no —contestó.

Volvieron a quedarse callados. McFarlane, consciente de que empezaba a tener dolor de cabeza y un poco de náuseas, cerró los ojos. En el instante de cerrarlos, tuvo la sensación de que el balanceo del barco empeoraba mucho. Oía el tic tic del metal, y alguna gota de agua cayendo. Aparte de eso, el tanque de debajo estaba en silencio.

Hizo el esfuerzo de abrir los ojos.

—Vuelve a pasarlo —dijo.

—¡Pero si ya lo hemos visto cinco veces! —dijo Rachel.

Ante la falta de respuesta de McFarlane, resopló de fastidio y se inclinó para pulsar las teclas de reproducción.

Sólo había sobrevivido a la explosión una de las tres cámaras de seguridad del tanque.

McFarlane vio que Rachel reproducía la cinta a cámara rápida y reducía la velocidad a normal un minuto antes de la detonación. Miraron callados la pantalla. Pasaron los segundos, pero no vieron nada nuevo. Garza tenía razón: nadie había tocado el meteorito ni se había acercado a él.

McFarlane se desahogó con una palabrota y se apoyó de nuevo en el respaldo mirando la pasarela que había fuera de la unidad de observación, como si buscara la respuesta en las paredes del tanque. Luego, poco a poco, su mirada fue subiendo por los doce metros de altura del meteorito. La explosión, que había sido lateral, había apagado casi todas las luces del tanque y había causado daños en la red de comunicaciones tanto a proa como a popa, pero sin tocar la pasarela y la unidad de observación de encima del tanque. El andamiaje se veía bastante poco afectado, aunque se notaba la falta de algunos puntales. Las paredes del tanque estaban salpicadas de chorros espumosos de acero fundido, y había algunas vigas de roble laminado chamuscadas. También aparecían algunas manchas de sangre y materia roja que se les había olvidado limpiar. En cuanto al propio meteorito, no se le apreciaban cambios.

¿Cuál es el secreto?, se preguntó McFarlane. ¿Qué se nos olvida?

—Vamos a repasar lo que sabemos —dijo—. Parece que la explosión ha sido idéntica a la que se cargó a Timmer.

—Hasta es posible que más fuerte —dijo Rachel—. Una barbaridad de descarga. Sin tanto metal alrededor para absorberla, podría haber destrozado el sistema electrónico del barco.

—Y luego el meteorito ha emitido mucha estática —dijo él—. Como con Timmer.

Rachel cogió la radio, la encendió, hizo una mueca al oír el ruido de estática y volvió a apagarla.

—Sigue emitiéndolo —dijo.

Volvieron a quedarse callados.

—Me gustaría saber si la explosión la ha provocado algo —dijo Rachel mientras rebobinaba la cinta—. Quizá haya sido aleatoria.

McFarlane no contestó. No podía haber explotado porque sí. Tenía que haberlo provocado algo; y, a pesar del comentario de Garza (y del nerviosismo que iba apoderándose de la tripulación), no creía que el meteorito fuera un objeto maligno que tuviera el propósito de perjudicarles.

Se planteó la posibilidad de que al fin y al cabo no lo hubieran tocado ni Timmer ni Masangkay; pero no, lo había analizado demasiado a fondo. La clave del misterio tenía que ser Palmer Lloyd. Él había puesto la mejilla en la roca y seguía vivo; no como los otros dos, hechos pedazos.

¿Qué tenían de diferente los contactos?

Se irguió en la silla.

—Otra vez.

Rachel pulsó los botones sin decir nada, y el monitor parpadeó.

La cámara superviviente había sido colocada encima de la roca, casi en vertical, justo debajo de la unidad de observación. Aparecía Garza en un lado de la pantalla con los diagramas de soldar a la vista. Los soldadores estaban repartidos por el meteorito a espacios iguales, trabajando en varios nudos. Estaban arrodillados. Las llamas de los instrumentos dejaban manchas rojas en la pantalla. En la esquina inferior derecha contaba los segundos un indicador.

—Pon el volumen —dijo McFarlane.

Cerró los ojos. Le estaban empeorando el dolor de cabeza y las náuseas por culpa del oleaje.

La voz de Garza invadió el cubículo.

«¿Qué tal?», exclamaba. Respuesta: «Falta poco». Un silencio con estática; el goteo del agua, el ruido de una soldadora apagándose, ruido ambiente, y luego, al cabecear el barco, una sucesión de crujidos y gemidos. McFarlane oyó la voz de Garza: «¡Sujétense!».

A partir de entonces, sólo nieve.

Abrió los ojos.

—Retrocede diez segundos.

Vieron rebobinarse la cinta.

—Ha sido cuando más se movía el barco —dijo Rachel.

—Pero tiene razón Garza. Durante el traslado lo sacudieron mucho. —McFarlane guardó silencio—. ¿Puede que hubiera otro trabajador escondido detrás de la roca? ¿Y que no lo veamos?

—También se me había ocurrido. Bajaron seis soldadores más Garza. Fíjate. En la última imagen se ven los seis claramente, y están todos bastante apartados del meteorito.

McFarlane apoyó la barbilla en las dos manos. Le llamaba algo la atención en el vídeo, pero no acababa de saber qué. Tal vez no fuera nada. Simple cansancio, quizá.

Rachel se desperezó y se limpió las rodillas de cáscaras de cacahuete.

—Ya ves, nos emperramos en no creernos a Garza —dijo—; pero ¿y si tiene razón?

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