Consultó su reloj. Quince minutos. El trabajo estaba calculado en veinticinco.
—¿Qué tal? —preguntó al capataz.
—Falta poco —respondió este.
El eco del tanque le distorsionó la voz. Garza se apartó y siguió esperando. Ahora notaba que el barco se movía más. Olía mucho a acero, tungsteno y titanio fundidos.
Poco a poco los trabajadores fueron terminando, y apagándose los soldadores. Garza asintió. Veintidós minutos: no estaba mal. Con algunas soldaduras más en puntos críticos, habrían acabado. Rochefort lo había diseñado todo con la finalidad de reducirlas al mínimo, respetando en lo posible el principio de simplicidad. Así había menos riesgos de que fallara algo. Como persona quizá hubiera sido un pelma, pero como ingeniero era buenísimo. Al mismo tiempo que volvía a oscilar el barco, Garza suspiró y volvió a lamentar que no estuviera Rochefort en el tanque, asistiendo a la realización de su plan. En casi todos los trabajos moría alguien. Se parecía un poco a la guerra. Era preferible no hacer demasiadas amistades.
Notó que el barco seguía moviéndose, y pensó: Esta es gorda. Hubo una serie de crujidos de poca intensidad.
—¡Sujétense! —exclamó a la brigada.
Dio media vuelta y se cogió a la baranda. El barco se escoró más, y más.
De repente estaba de espaldas, con todo oscuro y un intenso dolor en el cuerpo. ¿Cómo había acabado así? Tanto podía haber transcurrido un minuto como una hora. Imposible saberlo. Le daba vueltas la cabeza. Se había producido una explosión. En la oscuridad gritaba alguien (unos gritos atroces), y el aire olía a ozono y metal quemado, con un toque de humo, como de quemarse madera. Tenía algo caliente y pegajoso por toda la cara, y un dolor que palpitaba al mismo ritmo que el corazón; aunque el dolor empezó a alejarse, a alejarse mucho, y poco después volvía a poder dormir.
Palmer Lloyd se había tomado su tiempo en llegar al puente. Tenía que prepararse. No podía dar un espectáculo de resentimiento infantil.
Le recibieron con gestos deferentes, e incluso corteses. Tardó un poco en entender el cambio de ambiente. La misión casi había terminado. Ya no era un pasajero, un incordio en momentos críticos, sino Palmer Lloyd, propietario del mayor meteorito jamás descubierto, director del museo Lloyd, presidente de Lloyd Holdings y séptimo hombre más rico del mundo.
Se acercó a Britton por detrás. Encima de las barras de oro de los hombros de la capitana había visto un monitor con un diagrama general de posición. Aquella pantalla le sonaba. El barco aparecía como una cruz cuyo eje largo indicaba la dirección del viaje. El extremo anterior se aproximaba a una línea roja que trazaba una suave curva a lo ancho del diagrama. Cada pocos segundos parpadeaba la pantalla por actualización de los datos vía satélite. Cuando cruzaran la línea estarían en aguas internacionales. Victoria asegurada.
—¿Cuánto falta? —preguntó.
—Ocho minutos —repuso Britton. A pesar de que su voz tenía la frialdad de siempre, había perdido la tensión de los últimos minutos de angustia en la isla.
Lloyd miró a Glinn de reojo. Estaba al lado de Puppup con las manos en la espalda y la cara de indiferencia habitual. Sin embargo, tuvo la clara sensación de que en aquellos ojos impasibles brillaba cierta suficiencia. Con motivo. Faltaban pocos minutos para uno de los mayores logros científicos y técnicos del siglo veinte. Esperó. No había que precipitar las cosas.
Echó un vistazo a los demás. La tripulación de guardia, cansada pero satisfecha ante la inminencia del alivio. El primer oficial Howell, inescrutable. McFarlane y Amira juntos y callados. Hasta había salido de su guarida el viejo zorro del doctor Brambell. Parecía que se hubieran reunido a una señal tácita para presenciar algo importante.
Lloyd irguió el cuerpo, ademán con que pretendía llamar la atención, y aguardó a tener todas las miradas sobre sí. Entonces se dirigió a Glinn.
—Señor Glinn, permítame felicitarle de todo corazón —dijo.
Glinn se inclinó un poco. Circularon sonrisas y miradas por el puente.
Justo entonces se abrió la puerta del puente y entró un camarero con un carrito de acero. Había un cubo de hielo picado de donde sobresalía el cuello de una botella de champán, y al lado una docena de copas de cristal.
Lloyd se frotó las manos con entusiasmo.
—¡Eli, mentiroso! En algunas cosas eres un maniático, pero hoy lo has calculado todo a la perfección.
—Reconozco haber mentido en lo de que sólo había traído una botella. La verdad es que hay toda una caja.
—¡Estupendo! Pues a por ella.
—Tendremos que conformarnos con esta botella. Tenga en cuenta que estamos en el puente de un barco; pero no tema, que en cuanto lleguemos a Nueva York descorcharé personalmente las otras diez. Hasta entonces, le ruego que haga los honores. —E hizo gestos hacia el carro.
Lloyd se acercó a él, extrajo del hielo la botella y la levantó enseñando los dientes.
—Jefe, esta vez no la tire —dijo Puppup, casi sin que se le oyera.
Lloyd miró a Britton.
—¿Cuánto falta?
—Tres minutos.
El viento golpeaba los ventanales. Arreciaba el panteonero, pero Lloyd sabía por Britton que doblarían Staten Island y estarían a sotavento de Tierra del Fuego mucho antes de que el viento cambiara de sudoeste a noroeste, mucho más peligroso. Retiró los alambres del corcho y esperó con el frío de la botella en la mano.
Por unos instantes sólo se oyó gemir al viento y retumbar el océano a lo lejos.
Entonces Britton apartó la vista de la pantalla y miró a Howell, que asintió.
—El
Rolvaag
acaba de meterse en aguas internacionales —dijo ella con serenidad.
Estalló una pequeña ovación. Lloyd descorchó la botella y empezó a repartir pequeñas raciones de champán.
De repente tenía delante la cara sonriente de Puppup, cuyos brazos delgados sostenían dos copas.
—Aquí, jefe; una para mí y otra para mi amigo.
Lloyd las llenó.
—¿Qué amigo? —preguntó con una sonrisa indulgente.
El papel de Puppup había sido breve pero crucial. Ya le encontraría algún buen empleo en el museo Lloyd, quizá en mantenimiento, o, por qué no, en seguridad. Claro que tratándose del último indio yagan quizá hubiera mejores posibilidades. En el fondo quizá fuera conveniente plantearse alguna clase de exposición; algo correcto, de buen gusto, muy alejado de las exhibiciones de pueblos primitivos del siglo diecinueve, pero con gancho.
Teniendo a mano a Puppup como último ejemplo vivo… Sí, habría que pensarlo.
—Hanuxa —contestó Puppup, agachando la cabeza y sonriendo de nuevo.
Lloyd alzó la vista justo a tiempo de verle escabullirse como un conejo entre tragos a ambas copas.
Entre el bullicio se perfiló la voz del primer oficial.
—Contacto de superficie a treinta y dos millas, tres uno cinco, veinte nudos.
La conversación cesó de inmediato. Lloyd miró a Glinn para tranquilizarse, y tuvo una sensación de hormigueo en el estómago. Nunca le había visto una expresión así, mezcla de sorpresa y angustia.
—Glinn —dijo—, es un barco mercante, ¿no?
Glinn se giró sin contestar hacia su empleado de la consola de EES y le susurró unas palabras.
—Es el
Almirante Ramírez
—dijo Britton, también en voz baja.
—¿Qué? ¿Cómo puede reconocerlo por radar? —preguntó Lloyd.
El hormigueo se había convertido en franca incredulidad.
Britton le miró.
—No es del todo seguro, pero coinciden la situación y el momento. La mayoría de los barcos irían por el estrecho de Le Maire, sobre todo con un tiempo así; en cambio este nos persigue a toda máquina.
Lloyd vio que Glinn hablaba con el hombre del ordenador. Se oyeron tonos de marcado en veloz sucesión, seguidos por un pitido de intercambio de datos.
—¿No le habías dejado fuera de combate? —dijo Lloyd.
Glinn se puso derecho, y Lloyd se tranquilizó al ver que su rostro había recuperado la expresión serena y confiada de siempre.
—Nuestro amigo está demostrando más recursos de lo normal.
—¿Recursos?
—El comandante Vallenar ha conseguido reparar su barco, al menos de manera parcial. Toda una hazaña. Me cuesta creerlo. En fin, da lo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Britton.
—Consta todo en el perfil del ordenador. No nos perseguirá por aguas internacionales.
—Perdone, pero eso es mucho prever. Está loco y es capaz de todo.
—Se equivoca. El comandante Vallenar, a pesar de los pesares, es oficial de marina hasta el tuétano. Se toma muy a pecho el honor, la lealtad y una serie de ideales militares abstractos. Por todo ello no nos perseguirá más allá de la línea, puesto que lo contrario sería poner a Chile en una situación difícil y provocar un enojoso incidente con el mayor proveedor de ayuda internacional a su país. Por otro lado, teniendo el barco en mal estado no se meterá en plena tormenta.
—Entonces ¿por qué viene?
—Por dos motivos. Primero, que no conoce nuestra localización exacta y conserva la esperanza de cortarnos el paso antes de que lleguemos a aguas internacionales. Segundo, que nuestro comandante es hombre de gestos nobles. Hará como el perro que estira al máximo la cadena sabiendo que tiene la presa demasiado lejos: navegar a toda máquina hasta el límite de las aguas de su país y dar media vuelta.
—Muy buen análisis —dijo Britton—, pero ¿responde a la realidad?
—Sí —dijo Glinn con la serenidad de estar convencido.
Lloyd sonrió.
—No pienso repetir el error de no confiar en ti. Me doy por satisfecho. Si dices que no cruza es que no cruza.
Britton se quedó callada. Glinn se volvió hacia ella con un gesto personal y casi íntimo, y Lloyd se llevó la sorpresa de ver que le apretaba un poco la mano. No acabó de entender las palabras de Glinn, pero ella se ruborizó un poco.
—Bueno —dijo con un tono casi inaudible.
De repente apareció Puppup con las dos copas vacías, levantándolas en gesto de súplica. Lloyd se fijó en él y vio que mantenía el equilibrio de manera inconsciente, a pesar de que el barco se movía mucho.
—¿Un poco más para mí y mi amigo? —preguntó el yagan.
No hubo tiempo para contestar. De pronto vibró el suelo y se produjo una sacudida subsónica que hizo temblar toda la carcasa del petrolero. Las luces del puente parpadearon y los monitores se llenaron de nieve electrónica gris. Britton y los demás oficiales ocuparon sus puestos de inmediato.
—¿Se puede saber qué ha sido eso? —preguntó Lloyd con voz brusca.
No recibió respuesta de nadie. Glinn volvía a estar al lado del operador, hablando con él en voz baja y tono urgente. El barco experimentó una profunda vibración, una especie de gruñido que se repitió.
La interrupción fue breve, y su final tan abrupto como su principio. Volvieron a funcionar las pantallas, y la luz se estabilizó en su intensidad habitual. Al reinicializarse, los instrumentos del puente emitieron un coro de pitidos.
—No sabemos qué ha sido —dijo Britton en respuesta (ahora sí) a la pregunta de Lloyd, mientras repasaba los aparatos con la vista—. Algún fallo general. Puede que una explosión. Por lo visto ha afectado a todos los sistemas del barco. —Se giró hacia el primer oficial—. Quiero que se evalúen enseguida los daños.
Howell hizo dos llamadas por teléfono, y después de la segunda colgó el auricular con rostro exangüe.
—Es el tanque —dijo—, el del meteorito. Ha habido un accidente grave.
—¿De qué clase? —preguntó Glinn.
—Una descarga de la roca.
Glinn se volvió hacia McFarlane y Amira.
—Encárguense ustedes. Averigüen qué ha ocurrido y por qué. Doctor Brambell, convendría que…
El doctor Brambell, sin embargo, ya había desaparecido del puente.
Vallenar escudriñaba la oscuridad como si el simple acto de mirar pudiese provocar la aparición del esquivo petrolero.
—Situación —volvió a murmurar al oficial de guardia.
—Señor, lo dificulta la intercepción. Yo calculo que el rumbo del objetivo es cero nueve cero y su velocidad unos dieciséis nudos.
—¿Distancia?
—No puedo decírselo con exactitud, señor. Sobre las treinta millas náuticas; y suerte que hace unos minutos les ha fallado un poco la intercepción, porque si no ni siquiera tendríamos un cálculo aproximado.
Vallenar percibía una oscilación rítmica en el barco, un vaivén de la cubierta que producía náuseas. Era la segunda vez que lo experimentaba. La primera había sido al quedar atrapado en una tormenta durante una misión de entrenamiento al sur de Diego Ramírez. El significado del extraño movimiento no le era desconocido: la distancia entre las crestas de las olas empezaba a exceder el doble de la longitud del
Almirante Ramírez.
Veía el mar por las ventanas de popa, olas largas y recias con una cresta de espuma que circulaban de popa a proa, espumeaban por todo el casco y se perdían en la oscuridad de delante. De vez en cuando llegaba por detrás una ola gigante, una
tigre
que golpeaba el timón, hacía que el timonel perdiera el dominio de la rueda y amenazaba con dejar al destructor atravesado en el sentido del oleaje. Peor sería cuando giraran hacia el sur y tuvieran el mar de costado.
Pensativo, metió la mano en el bolsillo, sacó un puro y sometió las hojas exteriores, que estaban sucias, a una mirada ausente.
Pensaba en los dos buzos muertos, en sus fríos y rígidos cadáveres envueltos en lonas y metidos en los pañoles de popa. Pensaba en los otros tres, que no habían vuelto a la superficie, y en el cuarto, que tiritaba en las últimas fases de la hipotermia. Habían cumplido su deber. Ni más ni menos. El barco estaba en condiciones de navegar. Era verdad que con las hélices dañadas no podían superar los veinte nudos, pero el petrolero sólo avanzaba a dieciséis, y el largo trecho hacia las aguas internacionales, de oeste a este, le estaba concediendo a él el tiempo necesario para llevar a cabo su estrategia.
Volvió la mirada hacia el oficial de guardia. La tripulación tenía miedo: de la tormenta y de la persecución. Mejor. Con miedo trabajarían más deprisa. Eso sí, Timmer valía por diez de ellos.
Mordió la punta del puro y la escupió. Timmer valía por toda la dotación…
Cuidadoso, metódico, Vallenar aprovechó el momento de encender el puro para rehacerse. La brasa roja de la punta se reflejaba en las ventanas negras. Seguro que ya sabían que volvía a perseguirles. Esta vez tomaría mayores precauciones. Ya había caído una vez en su trampa, y no permitiría que se repitiera. El plan inicial había sido inmovilizar el barco, pero ahora estaba claro que Timmer había muerto. Ya no era momento de simples in-movilizaciones.