Destruidas las dos hélices, poco tardaría el comandante Vallenar en chocar con las rocas. Glinn, que le veía cierta gracia al caso, tuvo curiosidad por conocer la excusa que daría el comandante para justificar la pérdida de su barco. Suponiendo que sobreviviera, claro.
Se oyó una detonación procedente del destructor, seguida por otra. Volvía a disparar sus cañones de cuatro pulgadas. A continuación se sumó otro ruido más agudo al de los cañones. Eran los de cuarenta milímetros. Poco después hacían fuego todos los cañones del barco, demostración de rabia impotente que sembraba de fogonazos la superficie aterciopelada del mar. Sin embargo, habiendo el
Almirante Ramírez
perdido el uso del radar, ingobernable ya y escorándose en un mar embravecido, poco podían sus disparos contra el
Rolvaag,
que para mayor dificultad navegaba con todas sus luces apagadas, alejándose en la negra noche.
—Un pelín a la izquierda, jefe —dijo Puppup, acariciándose una guía del bigote y escrutando la oscuridad.
—Cinco grados a la izquierda —dijo Britton al timonel sin esperar a Howell.
El buque cambió casi imperceptiblemente de rumbo. Puppup seguía agudizando la vista. Pasaron varios minutos e inclinó la cabeza hacia Glinn.
—Ya hemos salido.
Britton le vio retirarse a la oscuridad del fondo del puente.
—Derecho como va —dijo.
Las detonaciones seguían retumbando enloquecidamente en las cumbres y glaciares silenciosos, pero su eco atronador iba perdiendo intensidad. Tardaron poco en meterse en mar abierto.
A los treinta minutos, en el lado oeste de la isla de Hornos, redujeron velocidad lo justo para recuperar el barco auxiliar sin detenerse.
Entonces habló Britton:
—Doble el cabo de Hornos, señor Howell.
Apareció, borroso, el cabo. Ya no se oían los disparos, porque se los tragaba el ruido del viento y el fragor del mar contra el casco. Todo había terminado, y ni una sola vez se había girado Glinn para mirar isla Desolación: las luces intensas de la zona de excavaciones, las máquinas que, veloces, proseguían sus tareas imaginarias… Ahora que había concluido la operación, notó que volvía a acelerársele la respiración y el pulso.
—¿Señor Glinn?
Era Britton, que le miraba intensamente con ojos brillantes.
—¿Qué?
—¿Cómo piensa justificar el hundimiento de un barco de guerra de otro país ?
—Los primeros en disparar han sido ellos. Lo nuestro ha sido defensa propia. Además, nuestros proyectiles sólo les han destruido el gobierno. Les hundirá el panteonero.
—No se lo creerán. Suerte tendremos con no morirnos en la cárcel.
—Con todo mi respeto, capitana, no estoy de acuerdo. Todo lo que hemos hecho ha sido legal. Somos una operación minera legal. Hemos desenterrado un cuerpo metalífero que ha resultado ser un meteorito, pero que por sus características, jurídicamente, se ajusta al texto de nuestro contrato minero con Chile. Nos han acosado desde el primer día, nos han obligado al soborno y nos han amenazado. Han matado a uno de nuestros hombres, y por último, al zarpar, hemos recibido el fuego de un barco de guerra que actuaba por libre; pero en todo este período no hemos recibido la menor advertencia del gobierno chileno. Ni un triste comunicado oficial. Le aseguro que al volver elevaremos las protestas más vehementes al Departamento de Estado. —Hizo una pausa y añadió con un principio de sonrisa—: ¿Había otra manera? No.
Palmer Lloyd estaba sentado en su estudio, hundido en el único sillón de orejas y con la ancha espalda orientada hacia la puerta. Sus zapatos ingleses a medida, que ya estaban secos, habían empujado el teléfono y el ordenador portátil hacia una esquina de la mesa, dada su inutilidad. Al otro lado de los ventanales, la superficie agitada del océano presentaba cierta fosforescencia que proyectaba una luz verde y movediza en la oscuridad del estudio, como si se hallara este al fondo del mar.
Lloyd la observaba sin moverse. Todo lo había vivido sin moverse: los cañonazos, la breve persecución del destructor chileno, las explosiones y el trayecto tempestuoso alrededor del cabo.
Al encenderse con un suave clic las luces del estudio, convirtieron enseguida el panorama de tormenta de los ventanales en una superficie completamente negra. Se encendió la pared de televisores del despacho contiguo, y de repente quedó poblada por docenas de bustos parlantes pero mudos. Más lejos, en las oficinas, sonó un teléfono. Luego otro, pero Palmer Lloyd permanecía inmóvil.
Ni siquiera el propio Lloyd era capaz de definir lo que le pasaba por la cabeza. Por descontado que las horas oscuras habían sido de rabia, frustración, humillación y rechazo; sentimientos, todos ellos, fáciles de entender. Glinn le había desalojado del puente por la vía expeditiva, y le había dejado impotente, con las alas cortadas. Para Lloyd era la primera vez.
Lo que no acababa de entender (ni de explicarse) era el sentimiento creciente de alegría que iba trenzándose entre los demás y los teñía como tiñe la luz una pantalla. La carga del meteorito y la inutilización del barco chileno habían sido espléndidas maniobras.
A la luz de un autoexamen que por inesperado le deslumbraba, Lloyd comprendió que la decisión de Glinn de expulsarle del puente había sido correcta. En el contexto de un plan tan medido, el método de entrar como un elefante en una cristalería, que era lo que propugnaba él, habría tenido efectos desastrosos. Ahora habían vuelto a encenderse las luces.
El mensaje de Glinn era de una claridad meridiana.
Siguió inmóvil, punto fijo en el centro de una actividad que acababa de reanudarse, y meditó sobre sus éxitos pasados. Estaba a punto de tener otro. Gracias a Glinn.
Y ¿quién había contratado a Glinn? ¿Quién había elegido a la persona indicada, la única? A pesar de la humillación, Lloyd se felicitó por la elección. Había tenido éxito. El meteorito estaba a salvo en el barco. Ahora que el destructor había quedado fuera de combate, no podría detenerles nada ni nadie. Pronto estarían en aguas internacionales, y de ahí, directos a Nueva York. Naturalmente que al llegar a Estados Unidos elevarían protestas, pero a Lloyd le encantaban las peleas, sobre todo cuando tenía razón.
Respiró hondo, mientras seguía creciendo su sensación de júbilo. Sonó el teléfono de su escritorio, pero no lo cogió. Alguien llamó a la puerta. Debía de ser Penfold. Tampoco reaccionó. Entonces una ráfaga de viento hizo temblar las ventanas y las salpicó de aguanieve. Sólo entonces se decidió a levantarse, alisarse la ropa y erguir los hombros.
Faltaba muy poco para el momento de volver al puente y felicitar a Glinn por el éxito de ambos.
El comandante Vallenar miraba fijamente la oscuridad nocturna del cabo de Hornos.
Tenía en la mano el telégrafo del cuarto de motores, y los pies en equilibrio a pesar del vaivén tan pronunciado del navío. Veía muy claro lo ocurrido… y el porqué.
Relegando la ira al fondo de su mente, se concentró en un cálculo mental. Con aquel panteonero de sesenta nudos, el efecto del viento sobre el destructor provocaría una desviación de dos nudos, la cual, sumada a los dos nudos de componente este de la corriente, les concedía más o menos una hora de margen hasta que el barco chocara con los arrecifes que había detrás de la isla Deceit.
Se daba cuenta de lo callados que estaban los oficiales a sus espaldas. Aguardaban la orden de abandonar el barco. Pues bien, se llevarían una decepción.
Vallenar respiró y se dominó con voluntad de hierro. Al dirigirse al oficial de cubierta, su voz no traicionaba ningún temblor.
—Evaluación de daños, señor Santander.
—Es difícil saberlo, comandante. Parece que están rotas las dos hélices. Timón dañado pero en estado de funcionar. No se ha constatado ningún agujero en el casco, pero el barco ha perdido propulsión y gobierno.
—Haga que bajen dos submarinistas e informen de los daños concretos que hayan sufrido las hélices.
La orden fue acogida con un silencio todavía mayor. Vallenar se volvió con gran lentitud y paseó la mirada por el grupo de oficiales.
—Señor, con un mar así sería enviarles a una muerte segura —dijo el oficial de cubierta.
Vallenar se le quedó mirando. A diferencia del resto, Santander llevaba a sus órdenes un tiempo relativamente corto: sólo seis meses en el culo del mundo.
—Comprendo —dijo Vallenar—. Sería inaceptable.
Santander sonrió.
—Mande un equipo de seis. Así habrá como mínimo un superviviente que acabe el trabajo.
La sonrisa se le borró.
—Es una orden directa. Si desobedece, estará usted al mando del equipo.
—Sí, señor —dijo el oficial de cubierta.
—En el lado de estribor de la bodega de proa C hay una caja grande de madera donde pone «munición de 40 mm». Contiene una hélice de recambio. —Vallenar estaba preparado para muchas emergencias, incluida la pérdida de una hélice. Esconder piezas de recambio a bordo era una buena manera de burlar a los oficiales corruptos de Punta Arenas—. Cuando estén documentados los daños, corten las partes que hagan falta de la hélice de recambio. Las soldarán los buzos a las hélices estropeadas para darnos propulsión. Faltan menos de sesenta minutos para que choquemos con los arrecifes de la isla Deceit. No habrá señal de socorro. O me dan propulsión, o se hundirá toda la tripulación con el barco.
—Sí, señor —dijo el oficial de cubierta, casi susurrando.
Las caras de los demás oficiales delataban su opinión sobre aquel plan desesperado.
Vallenar les ignoró. No le importaba lo que pensasen, sino que obedeciesen. Y de momento obedecían.
Manuel Garza contemplaba la roca roja desde la altura de su observatorio, una pasarela metálica estrecha. Desde tan lejos casi parecía pequeña, como un huevo exótico en un nido de acero y madera. La trama que la rodeaba era un espléndido trabajo, quizá el mejor de su vida. Casar la fuerza bruta con una precisión tan milimétrica había sido muy difícil, un reto que sólo podía apreciar alguien como Gene Rochefort. Garza pensó que era una lástima que no pudiera verlo. Las bellezas de la ingeniería habían sido de lo poco capaz de sacarle una sonrisa a la cara estirada de Rochefort.
La brigada de soldadores, que le había seguido por el túnel de acceso, estaba saliendo a la pasarela por la escotilla, haciendo mucho ruido con sus botas pesadas de goma. Formaban un grupo variopinto: trajes y guantes amarillos, y en las manos diagramas rojos de soldar.
—Ya tenéis vuestras indicaciones —dijo Garza—. Ya sabe cada uno lo que tiene que hacer. Hay que fijar este trasto antes de que se ponga peor el mar.
El capataz hizo una parodia de saludo militar. Se les notaba muy animados; tenían el meteorito en la bodega, el destructor chileno fuera de combate y el viaje de regreso encarrilado.
—Ah, y otra cosa: procuren no tocarlo.
Se rieron de la broma, y alguien hizo un chiste sobre la velocidad a la que había salido volando el culo de Timmer. Se oyó un comentario sobre volver a casa en un
tupperware.
Sin embargo, nadie dio un sólo paso hacia el ascensor que llevaba al fondo del tanque. Garza notaba que a pesar de los chistes y el buen humor reinaba un profundo nerviosismo. Una cosa era tener el meteorito a salvo en el
Rolvaag,
y otra que hubiera perdido su capacidad de inspirar temor.
Sólo había una manera de actuar: deprisa.
—A por él —dijo Garza, dándole una palmada campechana al capataz.
Los trabajadores no se hicieron derogar y entraron en el ascensor. Garza estuvo a punto de quedarse (puesto que la mejor manera de dirigir la operación era desde la unidad de observación que había en el extremo de la pasarela), pero decidió que quedaría mal. Entró en el ascensor y cerró la reja.
—¿Baja a la panza del monstruo, señor Garza? —preguntó alguien.
—No sea que os metáis en algún lío. Como sois tan zopencos…
Descendieron al fondo del tanque, reforzado con vigas de metal en el suelo. El andamio irradiaba contrafuertes en todas las direcciones, para distribuir el peso por todos los rincones del barco. Los hombres se dispersaron en cumplimiento de las indicaciones de los diagramas que llevaban, y, trepando por distintos puntales, desaparecieron en el complejo entramado que rodeaba el meteorito. Tardaron poco en ocupar sus respectivas posiciones, pero en el tanque hubo un largo intervalo de silencio. Parecía que ahora que tenían la roca al lado nadie quería ser el primero en empezar. De repente, en la penumbra, empezaron a encenderse puntos de luz muy intensa que proyectaban sombras raras. Eran los soldadores, que habían encendido sus aparatos y ponían manos a la obra.
Garza consultó el reparto de tareas y el diagrama general para comprobar que cumpliera cada cual su cometido. Se oyó una especie de chisporroteo lejano, el de los soldadores tocando el metal y asegurando el andamio mediante la fusión de una serie de nodos críticos. Garza miró a los soldadores uno a uno. Prefería cerciorarse de que a ningún alocado se le ocurriera acercarse en exceso a la roca, por inverosímil que fuera. De vez en cuando oía el sonido lejano de algo goteando. Buscó su procedencia con la mirada y se fijó en los mamparos longitudinales que cubrían los veinte metros de altura del tanque, que por su abundancia de nervios parecía una catedral metálica. A continuación miró las vigas inferiores. Las placas del casco estaban mojadas. Era normal.
Todos los barcos tenían agua en la sentina. Oía el impacto acompasado de las olas en el casco, y notaba la suave y lenta oscilación del buque. Pensó en las tres membranas de metal que le separaban del insondable océano. Era una idea inquietante. Prefirió mirar a otra parte, al propio meteorito en su prisión de malla.
Aunque desde abajo impusiera más respeto, quedaba empequeñecido por las proporciones del tanque. Garza, una vez más, trató de comprender que pudiera pesar tanto algo tan pequeño. Cinco torres Eiffel concentradas en seis metros de meteorito. Una superficie curva y cristalina. A diferencia de los meteoritos normales, no tenía agujeros. El color era increíble, casi indescriptible. ¡Qué ganas de regalarle a su novia un anillo del mismo material!
Entonces le volvieron a la memoria los pedazos del tal Timmer en el barracón de control. Más valía olvidarse de lo del anillo.