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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (45 page)

BOOK: Más allá del hielo
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En cinco horas o menos los tendría al alcance de sus cañones de cuatro pulgadas. En el ínterin, los Exocets permanecían listos para su inmediato lanzamiento, en espera de cualquier posible respiro en la intercepción.

Esta vez no errarían el blanco.

Rolvaag
9.20 h

Corriendo (con Rachel a la zaga) por el pasillo central de la suite médica, McFarlane estuvo a punto de chocar con Brambell, que salía de la sala de operaciones. Era un Brambell muy distinto del comensal irónico y seco de las cenas; un Brambell extremadamente serio, de movimientos bruscos y con el cuerpo enjuto en tensión.

—Venimos a ver… —empezó McFarlane.

Brambell, sin embargo, ya se alejaba por el pasillo. Se metió por una puerta sin prestarles la menor atención. McFarlane miró a Rachel.

Siguieron el camino de Brambell, que les llevó a una sala muy iluminada. El médico, que aún llevaba los guantes de operar, estaba al lado de una camilla y examinaba a un paciente inmóvil. La cabeza del paciente estaba vendada, y las sábanas empapadas de sangre.

McFarlane vio que Brambell le cubría la cabeza con un movimiento brusco de enfado, y que se giraba hacia el lavamanos contiguo.

Tragó saliva con dificultad.

—Tenemos que hablar con Manuel Garza —dijo.

—Imposible —dijo Brambell, quitándose los guantes ensangrentados para poner las manos debajo del chorro de agua caliente y frotárselas.

—Doctor, es imprescindible que le preguntemos qué ha pasado. Está en juego la seguridad del barco.

Brambell detuvo sus movimientos y por primera vez miró a McFarlane. Estaba muy serio, pero controlado. Guardó unos segundos de silencio. Detrás de la mascarilla, McFarlane veía un cerebro de médico enfebrecido, tomando una decisión bajo presión extrema.

—Habitación tres —dijo mientras sacaba unos guantes nuevos de operar—. Cinco minutos.

Encontraron a Garza despierto en una salita. Tenía morados en la cara, los ojos ennegrecidos y la cabeza vendada. Al abrirse la puerta les dirigió una fugaz mirada.

—Están todos muertos, ¿verdad? —susurró mirando la camilla.

McFarlane titubeó.

—Todos menos uno.

—Pero también morirá.

No era una pregunta, sino una afirmación.

Rachel le puso una mano en el hombro.

—Manuel, ya sé lo mal que lo estarás pasando, pero tenemos que saber qué ha pasado en el tanque.

Garza no la miró. Apretó los labios y pestañeó con sus ojos ennegrecidos.

—¿Que qué ha pasado? ¿Y tú qué crees? Que ha vuelto a saltar el puñetero meteorito.

—¿Saltar? —repitió McFarlane.

—Sí, a explotar como con Timmer.

McFarlane y Rachel se miraron.

—¿Cuál de tus hombres lo ha tocado? —preguntó ella.

De repente Garza se giró para mirarla, y McFarlane no estuvo seguro de si era una mirada de sorpresa, enfado o incredulidad; era como si las manchas grandes y violáceas de sus ojos vaciaran de expresión el resto de la cara.

—Nadie.

—Alguien tiene que haberlo tocado.

—Te digo que nadie. He estado vigilando todo el rato.

—Manuel… —empezó Rachel.

Se incorporó enfadado.

—¿Qué te crees, que mis hombres están locos? No querían ni acercarse. Les daba un miedo horroroso. Rachel, te aseguro que como mínimo estaban a metro y medio. —Hizo una mueca de dolor y volvió a estirarse.

Al poco intervino McFarlane.

—Necesitamos saber exactamente qué vio. ¿Puede decirnos de qué se acuerda justo antes de que pasara? ¿Se fijó en algo anormal?

—No. Casi habían terminado de soldar. De hecho algunos ya habían acabado. Sólo faltaban cuatro retoques. Estaban todos quietos, con el equipo protector puesto. El barco se movía mucho, como si le estuviera pasando una ola muy grande por debajo.

—Sí, ya me acuerdo de la ola —dijo Rachel—. ¿Estás seguro de que nadie perdió el equilibrio? ¿No hubo nadie que se aguantara con la mano sin querer?

—No me crees, ¿eh? —preguntó Garza—. Pues qué jodido, porque es verdad. El meteorito no lo ha tocado nadie. Si quieres, mira las cintas.

—¿Y le pasaba algo raro? —preguntó McFarlane.

Garza pensó un poco y negó con la cabeza.

McFarlane se acercó.

—¿Y esa ola tan grande? ¿Hay alguna posibilidad de que provocara la explosión inclinando el meteorito?

—¿Por qué? Desde la zona del impacto a la bodega del barco no ha dejado de inclinarse y recibir golpes y empujones sin que pasara nada así.

Se produjo un silencio.

—Es la roca —murmuró Garza.

McFarlane parpadeó sin estar seguro de haber oído bien.

—¿Qué? —preguntó.

—He dicho que es la puñetera roca. Quiere matarnos a todos.

Fueron sus últimas palabras. Se giró hacia la camilla y no quiso seguir hablando.

Rolvaag
10.00 h

Al otro lado de las ventanas del puente, un alba violenta iluminaba un mar tempestuoso. Una ondulante procesión de olas gigantes e implacables llegaba desde el oeste del horizonte, desgarrado por la tormenta, y desaparecía al este. Seguía arreciando el panteonero, viento aullador del que se habría dicho que arrancaba pedazos de mar de las crestas de las olas y los arrojaba por los aires, rompiendo las aguas en láminas de espuma. El petrolero subía, bajaba, cabeceaba, se escoraba con agónica lentitud.

Eli Glinn estaba sólo al lado de los ventanales, con las manos a la espalda y contemplando el brutal espectáculo con una serenidad interna que pocas veces había experimentado desde el inicio del proyecto; proyecto que había estado lleno de giros inesperados y sorpresas. Incluso en el barco seguía dándoles problemas el meteorito: Howell había vuelto de la enfermería con un balance de seis muertos y un herido, Garza. A pesar de todo, EES había tenido éxito. Se trataba de una de las mayores hazañas de ingeniería de la historia.

Prefería no repetir un proyecto así.

Dio media vuelta. Britton y los demás oficiales no separaban la vista del radar de superficie, por donde seguían al
Almirante Ramírez.
El aspecto del grupo era tenso. Era evidente que no les habían convencido las garantías de Glinn acerca del comandante Vallenar. Era una actitud natural, si bien ilógica. Sin embargo, el programa de perfiles de Glinn nunca había errado una predicción crítica. Además conocía a Vallenar. Había tenido un encuentro con él en su propio terreno. Había presenciado la disciplina de hierro de su barco.

Había visto sus dotes de oficial de marina, su orgullo sin medida, su amor a su país. Un hombre así no podía cruzar la línea. No, por un meteorito no. Daría media vuelta en el último minuto; pasado el momento de la crisis, continuarían el viaje de regreso.

—Capitana —preguntó—, ¿qué rumbo tiene pensado para salir del paso de Drake?

—En cuanto dé media vuelta el
Ramírez.,
ordenaré que se ponga rumbo tres tres cero para volver a estar a sotavento del continente y salir de esta tormenta.

Glinn asintió.

—Será pronto.

Los ojos de Britton volvieron a concentrarse en la pantalla. No dijo nada más.

Glinn se acercó a los oficiales y se puso al lado de Lloyd, detrás de la capitana Britton.

El punto verde que representaba a Vallenar en la pantalla se acercaba deprisa a las aguas internacionales. Glinn no pudo contener una sonrisa. Era como presenciar una carrera de caballos siendo el único en conocer el resultado.

—¿Algún contacto por radio con el
Ramírez
?

—No —repuso Britton—. Siguen guardando un silencio absoluto. Ni siquiera se han puesto en contacto con su base. Hace unas horas, Banks ha oído al comandante de la base ordenándoles volver.

Natural, pensó Glinn. Se ajustaba al perfil.

Se permitió una mirada a Britton, con su nariz pecosa y su porte señorial. Ahora ella dudaba de su criterio, pero llegaría el momento en que se diera cuenta de que había acertado.

Glinn pensó en el valor que había demostrado la capitana, en su infalible buen juicio y en la serenidad con que arrostraba la presión; en su dignidad, que no había flaqueado ni siquiera en el momento de ceder el mando del puente. Intuía que había encontrado a una mujer en quien podía confiar. Quizá fuera la que buscaba. Merecía tenerse en cuenta la posibilidad.

Empezó a pensar en la estrategia correcta para conquistarla, en las posibilidades de fracaso, en la vía de éxito más probable…

Volvió a mirar la pantalla del radar. Ahora al punto le faltaban pocos minutos para la línea. Notó que le alteraba la serenidad una pizca de nerviosismo. Sin embargo, se habían tenido todos los factores en cuenta. Vallenar daría media vuelta.

Apartó la vista de la pantalla y volvió a las ventanas. El panorama infundía respeto.

Las olas subían hasta la cubierta principal y pasaban como láminas verdes, chorreando por los imbornales en su caída hacia el mar. A pesar del cabeceo, la sensación era de que el
Rolvaag
se mantenía bastante estable. El hecho de seguir la dirección del oleaje contribuía mucho a la estabilidad. Y el peso del tanque central actuaba de lastre.

Consultó su reloj. En cualquier momento informaría Britton de que el
Ramírez
había dado media vuelta.

Se oyó algo, un murmullo colectivo procedente del grupo del radar.

—El
Ramírez
cambia de rumbo —dijo Britton, levantando la cabeza.

Glinn asintió y contuvo una sonrisa.

—Gira hacia el norte, rumbo cero seis cero.

Glinn aguardó.

—Acaba de cruzar la línea —añadió Britton en voz baja—. Mantiene el rumbo cero seis cero.

Glinn titubeó.

—Vallenar tiene la navegación en mal estado. Se le ha estropeado el timón. Está claro que lo que intenta es virar.

Fueron pasando los minutos. Glinn se apartó de las ventanas y volvió a la pantalla. El punto verde seguía en dirección este-nordeste. No podía decirse que les persiguiera, pero tampoco que diera media vuelta. Qué raro. Notó otra punzada de inquietud.

—Virará en cualquier momento —murmuró.

Se prolongó el silencio, mientras el
Ramírez
conservaba el mismo rumbo.

—Mantiene la velocidad —dijo Howell.

—Gira —musitó Lloyd.

El barco no giró, sino que volvió a corregir un poco el rumbo, que ahora era de cero cinco cero.

—¿Qué coño hace? —estalló Lloyd.

Britton se irguió y miró a Glinn a la cara. No dijo nada, pero tampoco hacía falta: para Glinn, su expresión poseía una claridad meridiana.

Le recorrió la duda como un espasmo, pero se tranquilizó enseguida. Acababa de identificar el problema.

—Claro. Además de tener problemas de timón, tiene unos sistemas de navegación tan primitivos que los afecta nuestra intercepción. No sabe dónde está. —Se giró hacia su operador de la consola—. Apague el ECM. Que se oriente un poco, el pobre.

El operador tecleó una serie de órdenes.

—Lo tenemos a veinticinco millas —dijo Howell—. Estamos justo al alcance de sus Exocets.

—Lo tengo en cuenta —murmuró Glinn.

Hubo un momento de silencio generalizado en el puente, hasta que volvió a hablar Howell.

—Nos están localizando con radar de tiro. Está calculando la distancia y nuestro rumbo.

Por primera vez desde su última operación en los rangers, Glinn tuvo una sensación extraña en el estómago.

—Concedámosle unos minutos más. Que se dé cuenta de que los dos estamos en aguas internacionales.

Volvieron a pasar los minutos.

—¡Por Dios, vuelva a conectar el ECM! —dijo Britton con tono brusco.

—Otro minuto. Por favor.

—Exocet lanzado —dijo Howell.

—CIWS activado —dijo Britton—. Preparados para lanzar las tiras antirradar.

Pasaron varios minutos de angustia.

De repente, al entrar en acción el CIWS, se oyó un tableteo de cañones Gatling, seguido por una explosión de gran potencia a estribor del barco, en las alturas. Un trozo muy pequeño de metralla chocó contra una ventana del puente y dejó una estrella.

—Seguimos localizados por radar —dijo Howell.

—¡Señor Glinn! —exclamó Britton—. ¡Ordene a su empleado que conecte el ECM!

—Reponga las contramedidas electrónicas —dijo Glinn con voz débil, apoyándose en la consola.

Mientras miraba fijamente el implacable punto verde de la pantalla, su cerebro buscaba respuestas a mil por hora. Lanzarles un misil era típico de Vallenar. Se trataba de un gesto que tenía previsto Glinn. Ahora, después de aquella exhibición de rabia impotente, daría media vuelta. Glinn permaneció a la espera, deseando con todas sus fuerzas que el destructor virara.

Sin embargo, el punto verde seguía parpadeando en la misma dirección. El rumbo, sin corresponder del todo al del
Rolvaag,
se adentraba cada vez más en aguas internacionales.

—¿Eli?

Era Lloyd, con una calma extraña en la voz. Glinn hizo un esfuerzo, interrumpió sus múltiples conjeturas y sostuvo la mirada inflexible de Lloyd.

—No va a girar —dijo este—. Viene a por nosotros. A hundirnos.

Rolvaag
10.20 h

Sally Britton se armó de valor y, desconectándose uno a uno de los detalles superfluos, concentró sus pensamientos en el futuro inmediato. Había bastado una mirada al rostro pálido y desencajado de Glinn para desarmar su ira y proporcionarle toda la información que necesitaba sobre el fracaso de sus predicciones. No dejó de sentir cierta compasión, a pesar de aquel error de cálculo imperdonable que había puesto en extremo peligro las vidas de todos.

También ella (tiempo atrás, pero no tanto) había cometido un error de cálculo, y en un puente parecido.

Orientó su atención hacia el fondo del puente, donde había una carta grande de navegación de la región del cabo de Hornos. Al mirarla, y seguir automáticamente los pasos de siempre, notó que se le aliviaba la tensión. Se le presentaban una serie de opciones. Quizá no estuviera todo perdido.

Notó que tenía a Glinn detrás, y al girarse vio que le había vuelto el color a la cara. Sus ojos también iban perdiendo aquella mirada de estupefacción y parálisis. Comprendió, no sin sorpresa, que aquel hombre no estaba ni mucho menos vencido.

—Capitana —dijo él—, ¿podemos hablar un momento?

Ella asintió.

Glinn se colocó a su lado, y al mismo tiempo se sacó un papel del bolsillo del chaleco.

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