—Capitana… —empezó el primer oficial, pero se le quebró la voz.
Ella le hizo señas de que no dijera nada. Ya había adivinado sus palabras, y le correspondía a ella pronunciarlas.
Miró a Glinn. Conservaba en el rostro una confianza y una serenidad extrañas. Tuvo que apartar la vista. Era un hombre de muchos conocimientos, pero no sentía los barcos.
El
Rolvaag
estaba a punto de partirse.
Iniciaron el descenso entre dos olas, con la correspondiente y brusca interrupción del viento. Britton aprovechó la oportunidad para mirar en derredor: Lloyd, McFarlane, Amira, Glinn, Howell, Banks y los demás oficiales de guardia. Estaban todos callados, mirándola.
Esperaban que actuase, que hiciera algo para salvarles la vida.
—Señor Lloyd —dijo.
—¿Qué?
Lloyd se acercó con ganas de ayudar.
El barco quedó a merced de otra ola que hizo temblar horriblemente las consolas y ventanas. Al menguar el sonido, e iniciarse el descenso, Britton pudo volver a respirar.
—Señor Lloyd —repitió—, hay que soltar el meteorito.
Al oírlo, McFarlane notó algo raro en el estómago. Fue como si su cuerpo sufriera una descarga eléctrica. Jamás. Era imposible. Intentó sacudirse el mareo y el miedo de los últimos minutos de angustia.
—Ni hablar —oyó decir a Lloyd.
Fueron palabras dichas en voz baja, tanto que casi se las tragó el estruendo de la tormenta, pero estaban dotadas de una convicción enorme. Cayó el silencio en el puente: el barco seguía hundiéndose en la calma sobrenatural del espacio entre olas.
—Soy la capitana del barco —dijo Britton sin alterarse—. Están en juego las vidas de mi tripulación. Señor Glinn, le ordeno que ponga en marcha la compuerta de seguridad. Es una orden.
Tras una brevísima vacilación, Glinn se giró hacia la consola de EES.
—¡No! —exclamó Lloyd, sujetándole el brazo con fuerza—. Como toques el ordenador te mato con mis propias manos.
Glinn se liberó con un gesto rápido y enérgico que hizo perder el equilibrio a Lloyd, el cual tropezó y volvió a incorporarse jadeando. Una vez más se inclinó el barco, y un crujido metálico recorrió el casco de punta a punta. Se quedaron todos quietos, cogiéndose a lo que tuvieran más cerca.
—¿Lo oye, señor Lloyd? —preguntó Britton, forzando la voz para vencer el estrépito de la tormenta—. ¡Me está destrozando el barco, el muy cabrón!
—Glinn, apártate del teclado.
—¡La capitana ha dado una orden! —exclamó Howell con voz aguda.
—¡No! ¡El único que tiene la llave es Glinn, y no lo hará! ¡No puede! ¡Sin mi permiso no puede! ¿Me oyes, Eli? Te ordeno que no pongas en marcha la compuerta de seguridad.
De repente Lloyd se acercó al ordenador y se interpuso entre él y los demás.
Howell dio media vuelta.
—¡Seguridad! Cojan a este hombre y sáquenle del puente.
Britton levantó la mano.
—Señor Lloyd, apártese del ordenador. Señor Glinn, ejecute mi orden.
El barco había empezado a escorarse todavía más. Su acero empezó a crujir de manera pavorosa, un crujido cada vez más agudo de metal rompiéndose, que quedó cortado en seco al enderezarse el casco.
Lloyd se cogió al ordenador con ojos de desquiciado.
—¡Sam! —exclamó, concentrándolos en McFarlane.
Este lo había observado todo en silencio y casi paralizado por el conflicto de emociones: miedo por su vida y deseo de la roca y sus ilimitados misterios. Prefería hundirse con ella a renunciar. O casi.
—¡Sam! —Ahora el tono de Lloyd era casi de súplica—. Aquí el científico eres tú.
Explícales tus investigaciones, la isla de estabilidad, el elemento nuevo… —Empezaba a ponerse incoherente—. Diles porqué es tan importante. ¡Diles por qué no pueden soltarla!
McFarlane notó una presión en la garganta, y por primera vez se dio cuenta de lo irresponsable que había sido zarpar con la roca. Ahora, si se hundía, caería en los fangos abisales; una caída de tres mil metros de la que no regresaría. De cara a la ciencia sería una pérdida catastrófica. Era inconcebible, en efecto.
Recuperó el habla.
—Lloyd tiene razón. Podría ser el descubrimiento científico más importante de la historia. No se puede soltar.
Britton le miró.
—Ya no hay alternativa. Está claro que el meteorito se hundirá sin remedio. Por lo tanto, sólo queda una pregunta: ¿vamos a dejar que nos lleve con él?
McFarlane miró todas las caras: la de Lloyd, tensa y expectante; la de Glinn, inescrutable; la de Rachel, donde se leía el mismo conflicto; y la de Britton, imbuida de profunda convicción. El aspecto del grupo, con hielo formándose en el pelo y cortes en la cara por el impacto de las esquirlas, era lamentable.
—Podemos abandonar nosotros el barco —dijo Lloyd con voz de pánico—. ¡Que vaya sólo a la deriva! Total, ya lo está. No es imprescindible soltar la roca.
—Con un mar así, botar las lanchas salvavidas sería un suicidio —contestó Britton—.
¡Pero si estamos a bajo cero!
—No se puede soltar así como así —continuó Lloyd, ahora desesperado—. Sería un crimen contra la ciencia. Estamos reaccionando de manera exagerada. ¡Con todo lo que hemos pasado! ¡Glinn, caray, dile tú que exagera!
Pero Glinn no dijo nada.
—Conozco mi barco —se limitó a señalar Britton.
Lloyd, enloquecido, alternaba amenazas y ruegos. Volvió a mirar a McFarlane.
—¡Alguna manera tiene que haber, Sam! Explícales el valor científico que tiene, que es insustituible…
McFarlane miró la cara de Lloyd, demacrada bajo las luces naranja de emergencia. Le atenazaban las náuseas, el miedo y el frío. No podían soltarlo. Se le vio en suspenso. Pensó en Néstor, y en lo que significaba morir; se imaginó una caída interminable en aguas negras y frías, y de repente tuvo mucho, mucho miedo de morirse. Era un miedo tan poderoso que venció cualquier resistencia y usurpó el funcionamiento intelectual de su cerebro.
—¡Sam! ¡Díselo, caramba!
McFarlane intentó decir algo, pero el viento arreciaba y fueron palabras inaudibles.
—¿Qué? —exclamó Lloyd—. ¡Escuchad todos a Sam! Sam…
—Que lo suelten —dijo McFarlane.
Lloyd puso cara de incredulidad y se quedó un momento sin habla.
—Ya ha oído a la capitana —dijo McFarlane—. Se hundirá pase lo que pase. Ya no tiene remedio.
Quedó abrumado por un sentimiento de pérdida. Notando calor en las comisuras de los ojos, se dio cuenta de que eran lágrimas. Perdían tanto…
De repente Lloyd le dio la espalda y le abandonó por Glinn.
—¿Eli? ¡Eli! Tú nunca me has fallado. Siempre tienes algún truco en la manga.
Ayúdame, por favor. No dejes perder la roca.
Su voz había adquirido un tono patético de imploración. Le estaban viendo desmoronarse en público.
Glinn se quedó callado, mientras el barco volvía a escorarse. A imitación de Britton, McFarlane miró el inclinómetro. El viento que entraba por las ventanas rotas les impidió seguir hablando. De pronto volvió a oírse el mismo ruido escalofriante de cuando la ola anterior. El
Rolvaag
quedó indeciso en un ángulo de treinta grados. Todos se aferraban a algo con desespero. McFarlane lo hizo al pasamanos de un mamparo. Ahora el miedo le ayudaba a despejarse la cabeza y olvidarse de la pena. Sólo quería una cosa: librarse del meteorito.
—Enderézate —oyó murmurar a Britton—. ¡Enderézate!
El barco seguía escorado tercamente a babor. El puente quedaba tan suspendido sobre el mar que McFarlane, debajo de las ventanas, sólo veía agua negra. Le arrebató una sensación de vértigo. Luego, con una sacudida gigantesca, empezó a corregirse la inclinación.
En cuanto estuvo nivelado el puente, Lloyd soltó el ordenador con una mezcla de miedo, rabia y frustración en la cara. McFarlane leyó en ella un miedo igual al suyo, un miedo que también le aclaraba las ideas e iluminaba la única alternativa racional.
—De acuerdo —dijo finalmente Lloyd—, soltadlo. —Y hundió la cara entre las manos.
Britton se dirigió a Glinn.
—Ya le has oído. Suéltalo, y sin perder un segundo.
La tensión de su voz no encubría una nota de alivio.
Lentamente, con movimientos casi mecánicos, Glinn se sentó a la consola de EES y apoyó los dedos en el teclado. A continuación miró a McFarlane.
—Una pregunta, Sam: si el meteorito reacciona a la salinidad, ¿qué pasará cuando entre en contacto con el mar de debajo del barco?
McFarlane se sobresaltó. Con tanto alboroto no se había detenido a meditarlo. Pensó deprisa.
—El agua marina es conductora —contestó—. Atenuará la descarga del meteorito.
—¿Seguro que no subirá hacia el barco?
McFarlane titubeó.
—No.
Glinn asintió.
—Ya.
Aguardaron. No se oía ruido de teclas. Glinn estaba delante del teclado, encorvado y sin moverse.
Volvió a reinar el silencio, mientras el barco se hundía entre dos olas.
Glinn giró a medias la cabeza con los dedos encima de las teclas.
—Es un paso innecesario —dijo tranquilamente—. Y demasiado peligroso.
Sus manos, largas y blancas, se apartaron de las teclas. Se levantó y les miró.
—El barco sobrevivirá. Rochefort nunca fallaba. No hace ninguna falta usar la compuerta de seguridad. En este caso estoy de acuerdo con el señor Lloyd.
Sus palabras produjeron tal impresión que todos se quedaron callados.
—Cuando el meteorito entre en contacto con el agua de mar, la explosión podría hundir el barco —añadió Glinn.
—Ya le he dicho que la carga se dispersará por el agua —dijo McFarlane.
Glinn apretó los labios.
—Es una simple conjetura. No podemos arriesgarnos a que se estropeen las compuertas. Si no pueden cerrarse se inundará el tanque.
Intervino Britton:
—Lo que está claro es que si no soltamos el meteorito se hundirá el
Rolvaag.
¿No lo entiendes, Eli? No duraremos ni una docena más de olas.
El barco empezó a escalar por la siguiente.
—Sally, eres de quien menos esperaría una reacción de pánico. —La voz de Glinn era tranquila y segura—. Esto se puede superar.
Se oyó suspirar a Britton.
—Eli, conozco mi barco. ¡Caray, que esto está en las últimas! ¿No te das cuenta?
—En absoluto —dijo Glinn—. Ya ha pasado lo peor. Confía en mí.
La palabra «confiar» quedó flotando en el aire, mientras se acentuaba la oscilación del barco. En el puente era tal la conmoción que parecían todos paralizados. Glinn era el centro de todas las miradas. El barco, sin embargo, se movía.
Se oyó la voz de Garza por el altavoz, subiendo y bajando de volumen.
—¡Eli! ¡Están fallando los andamios! ¿Me oyes? ¡Se rompen!
Glinn se giró hacia el micrófono.
—Seguid, que ahora bajo.
—Eli, se está desmontando la base de la red. Hay trozos de metal por todas partes.
Tengo que sacar a los hombres.
Britton habló por el intercomunicador.
—¡Señor Garza! Al habla la capitana. ¿Sabe cómo funciona la compuerta de seguridad?
—La he montado yo.
—Pues acciónela.
Glinn seguía impasible. McFarlane le miraba intentando comprender su cambio repentino. ¿Tenía razón Glinn? ¿Era posible la supervivencia del barco (y del meteorito)? A continuación miró de reojo a los oficiales, y obtuvo distinta versión de sus miradas de terror.
El barco llegó a la cresta de la ola, giró, tembló y volvió a hundirse.
—La compuerta se tiene que poner en marcha por el ordenador de EES que hay en el puente —dijo Garza—. Los códigos los tiene Eli…
—¿Se puede hacer manualmente? —preguntó Britton.
—No. ¡Eli, por lo que más quieras, date prisa! Esto dentro de nada hará un boquete en el casco.
—Señor Garza —dijo Britton—, ordene a sus hombres que abandonen sus puestos.
—Revoco la orden —dijo Glinn—. Aquí no va a fallar nada. Seguid trabajando.
—Imposible. Nos marchamos.
Se cortó la comunicación.
Glinn estaba pálido. Miró por el puente. El barco descendió entre dos olas, y se hizo el silencio.
Britton se acercó a él y le apoyó una mano en el hombro.
—Eli —dijo—, estoy segura de que eres capaz de admitir el fracaso. Sé que eres lo bastante valiente. Ahora mismo eres el único capaz de salvarnos, a nosotros y al barco. Pon en marcha la compuerta de seguridad. Te lo pido por favor.
McFarlane vio que movía la otra mano y estrechaba la de Glinn, que flaqueó.
De repente Puppup apareció en el puente, silencioso. Estaba empapado y volvía a llevar los harapos del principio. McFarlane quedó sobrecogido por su expresión de extraño entusiasmo, como si esperara algo.
Glinn sonrió y apretó la mano de Britton.
—¡Qué tontería, Sally! La verdad, me decepcionas. ¿No te das cuenta de que no podemos fallar? Lo hemos planeado todo demasiado a conciencia. No hace falta poner en marcha la compuerta de seguridad. De hecho, en estas circunstancias sería incluso peligroso.
—Miró a los demás—. No os critico, a ninguno. La situación es complicada, y es comprensible que reaccionéis con miedo, pero pensad en lo que acabamos de superar, y en que ha sido obra casi exclusivamente mía. Os prometo que la red aguantará, y que el barco capeará la tormenta. Lo que está claro es que ahora no se puede renunciar por algo tan lamentable como que fallen los nervios.
McFarlane vaciló, y se le encendió una chispa de esperanza. Quizá tuviera razón Glinn.
Era tan convincente, y estaba tan seguro de sí mismo… Había tenido éxito en las circunstancias más inverosímiles. Vio que Lloyd tenía las mismas ganas de dejarse convencer.
El navio subió y se escoró. Todos se cogieron al asidero que tenían más a mano y la conversación quedó interrumpida. Se repitió el mismo coro de chirridos y ruidos de metal rompiéndose, coro que fue subiendo de volumen hasta anegar, incluso, la furia de la tempestad. En ese momento McFarlane se dio cuenta cabal, irrevocable, del error en que estaba Glinn. Al llegar a la cresta, el barco tembló como si hubiera un terremoto. Parpadearon las luces de emergencia.
Tras un momento de angustia, el barco se enderezó y bajó de la cresta de la ola. En el puente silbó una ráfaga de viento, pero sólo una antes de que volviera el silencio.