Se produjo un silencio, puntuado a lo lejos por el reclamo solitario de un pájaro ruoru.
Los san empezaron a conversar en voz baja, en su idioma de clics y clucs que parecían guijarros chocando en un arroyo. El jefe del grupo, un nudoso anciano, señaló el mapa.
McFarlane se inclinó e hizo esfuerzos de comprensión, debido a que el jefe hablaba muy deprisa. En efecto, dijo el hombre, conocían la zona. Empezó a describir caminos que sólo conocían los san y que cruzaban aquella zona apartada. Usando una ramita y algunas piedras, el jefe marcó la localización de los puntos de surgimiento, la caza y las raíces y plantas comestibles. McFarlane aguardaba con paciencia.
Después de un rato, el grupo volvió a quedar en silencio. El jefe se dirigió a McFarlane con un hablar más pausado. Sí, estaban dispuestos a hacer lo que quería el hombre blanco, pero le tenían miedo a sus máquinas; por otro lado, no entendían qué buscaba el hombre blanco.
McFarlane volvió a levantarse, retiró el palo del mapa, se sacó del bolsillo un objeto de hierro, negruzco y del tamaño de una canica, y lo insertó en el agujero que había dejado el palo, hundiéndolo en la arena hasta taparlo. A continuación se incorporó, cogió el detector de metales y lo encendió. Sonó un pitido breve y agudo. Todos le miraban nerviosamente, sin decir nada. Se apartó dos pasos del mapa, dio media vuelta y caminó barriendo el suelo con el detector. Al pasarlo por encima del trozo de hierro enterrado, pitó. Los san se sobresaltaron e intercambiaron frases rápidas.
McFarlane sonrió, dijo algunas palabras y los san volvieron a sus anteriores posiciones.
Entonces McFarlane apagó el detector de metales y se lo ofreció al jefe, que lo aceptó con escaso entusiasmo. McFarlane le enseñó a encenderlo y le ayudó a efectuar un barrido por encima del círculo, con el resultado de que se repitió el pitido. El jefe estaba un poco asustado pero sonrió; a cada nuevo intento sonreía más, todo arrugas el rostro.
—
Sun'a ai, Malgad'i! gadi! iaad'mi
—dijo haciendo gestos en dirección a sus hombres.
Con la paciente ayuda de McFarlane, los san fueron cogiendo el aparato por turnos y probándolo sobre el trozo de hierro enterrado. Poco a poco, la aprensión se trocó en risas y comentarios especulativos. Al final, McFarlane levantó las manos y volvieron a sentarse cada cual con su aparato en las rodillas. Ya estaban preparados para emprender la búsqueda.
McFarlane se sacó del bolsillo una bolsita de cuero, la abrió y la invirtió, depositando en la otra palma una docena de krugerrands de oro. Ya había anochecido del todo, y el pájaro ruoru volvió a su triste reclamo. Lenta y ceremoniosamente, McFarlane entregó una moneda de oro a cada hombre. Los san la cogían de manera reverente en las dos manos, inclinando la cabeza.
El jefe volvió a decirle algo a McFarlane. Al día siguiente levantarían el campamento y emprenderían el viaje al corazón de las Cuencas de Makgadikgadi con los aparatos del hombre blanco. Buscarían aquello tan grande que quería el hombre blanco, y al encontrarlo volverían. Entonces le dirían al hombre blanco dónde estaba…
De repente el anciano levantó al cielo una mirada de alarma, y lo mismo hicieron sus hombres. McFarlane estaba sorprendido, y frunció el entrecejo hasta que también lo oyó. Era un tableteo lejano. Miró el horizonte oscuro, siguiendo la dirección de las miradas de los san.
Estos ya estaban de pie, como una bandada de pájaros asustados, y hablaban entre sí con inquietud. Por el cielo se acercaba un grupo de luces cada vez más brillantes, al mismo tiempo que aumentaba el ruido. El haz alargado de un foco se clavó en los arbustos.
El viejo soltó su krugerrand con un agudo grito de alarma y desapareció en la oscuridad, seguido por el resto. McFarlane se quedó solo como por arte de magia, absorto en la oscuridad inmóvil de los matorrales. Viendo intensificarse la luz, dio un giro brusco. Bajaba directamente hacia el campamento. Ahora veía que era un helicóptero grande, un Blackhawk con los rotores alborotando la noche, las luces parpadeando, y su enorme foco corriendo por el suelo hasta que consiguió localizarle a él.
McFarlane se lanzó en la arena detrás de unas zarzas y se quedó tumbado, sintiéndose vulnerable bajo aquella luz tan cruda. Metió una mano en la bota y sacó una pequeña pistola.
El viento imprimía un movimiento enloquecido a los arbustos, y le metía arena en los ojos. El helicóptero redujo su velocidad y, suspendido en el aire, bajó hacia el descampado al lado del campamento. El rebufo hizo saltar de la hoguera una cascada de chispas. En el momento en que el aparato tocaba el suelo, se le encendió en el techo una barra de luz que iluminó la zona con un resplandor todavía más inclemente. Las hélices giraron menos deprisa. McFarlane, listo para disparar, se limpiaba la cara de polvo sin perder de vista la escotilla del aparato.
Esta no tardó en abrirse, dejando salir a un único hombre alto y fornido.
McFarlane miró entre las zarzas. El hombre llevaba pantalones cortos de color caqui, camiseta de algodón y, en la cabezota rapada, un sombrero blando Tilley. En uno de los bolsillos de los holgados pantalones se movía algo pesado. Empezó a caminar hacia McFarlane.
Este se puso en pie con lentitud, conservando el arbusto como pantalla entre él y el helicóptero y encañonando al desconocido, que no dio señales de inmutarse. Sólo se veía su silueta, recortada por las luces del helicóptero, pero McFarlane tuvo la impresión de que le habían brillado los dientes por efecto de una sonrisa. Se detuvo a cinco pasos. Debía de medir como mínimo dos metros. McFarlane no recordaba haber visto a nadie tan alto.
—¡Sí que cuesta encontrarle! —dijo el hombre.
Tenía una voz profunda, en la que McFarlane distinguió indicios nasales de un acento de la costa Este.
—¿Y usted quién coño es? —replicó sin bajar la pistola.
—Las presentaciones son más agradables sin armas de fuego.
—Sáquese la pistola del bolsillo y tírela al suelo —dijo McFarlane.
El hombre rió con sorna y sacó el bulto: no era una pistola, sino un termo pequeño.
—Para no coger frío —dijo, enseñándolo—. ¿Le apetece un poco?
McFarlane echó un vistazo al helicóptero, pero aparte del piloto no había nadie.
—He tardado un mes en que se fiaran de mí —dijo con voz grave—, y ahora viene usted y me los asusta. Quiero saber quién es y por qué ha venido. Más vale que sean buenas noticias.
—Pues lo siento, pero no. Su socio, Néstor Masangkay, ha muerto.
McFarlane quedó aturdido y empezó a bajar la pistola.
—¿Muerto?
El hombre asintió.
—¿Cómo?
—Haciendo lo mismo que usted. Todavía no está claro. —Hizo un gesto—. ¿Nos acercamos al fuego? No sabía que fueran tan frías las noches del Kalahari.
McFarlane se acercó lentamente a lo que quedaba de hoguera; conservaba la pistola en la mano, pero floja, y su mente se había convertido en campo de batalla de emociones muy diversas. Tomó nota vagamente de que la onda expansiva de las hélices había borrado su mapa y desenterrado el trocito de hierro.
—¿Y usted qué tiene que ver con Néstor? —preguntó.
Antes de contestar, el hombre lo observó todo: la docena de detectores de metales que los san, al huir, habían dejado tirados y las monedas de oro en la arena. Se agachó, recogió el trozo de hierro marrón, lo sopesó y lo examinó de cerca. Miró a McFarlane.
—¿Qué, ya vuelve a buscar el meteorito de Okavango?
McFarlane no dijo nada, pero apretó más la pistola.
—Usted conocía a Masangkay mejor que nadie. Necesito que me ayude a acabar su proyecto.
—¿Qué proyecto, si puede saberse? —-preguntó McFarlane.
—Lamentablemente ya le he dicho todo lo que podía.
—Pues yo, lamentablemente, ya he oído todo lo que quería oír. Ahora al único que ayudo es a mí mismo.
—Eso me habían comentado.
McFarlane avanzó en un nuevo arrebato de ira, pero el hombre levantó una mano para apaciguarle.
—Al menos podría dejarme hablar.
—Todavía no me ha dicho ni cómo se llama, y la verdad, no me interesa. Gracias por darme la mala noticia. Y ahora, ¿qué tal si vuelve al helicóptero y me deja en paz?
—Disculpe que no me haya presentado. Soy Palmer Lloyd.
McFarlane rió.
—Sí, y yo Bill Gates.
El hombre alto, sin embargo, no rió. Sólo sonrió. McFarlane le miró la cara con mayor atención, porque hasta entonces no se había fijado.
—Caray —musitó.
—No sé si ha oído que estoy construyendo un museo nuevo.
McFarlane negó con la cabeza.
—¿Y Néstor trabajaba para usted?
—No, pero me he enterado hace poco de sus actividades y quiero acabar lo que empezó.
—Mire —dijo McFarlane, metiéndose la pistola en el cinturón—, no me interesa. A Néstor Masangkay hace siglos que no le veía; aunque ya debe de saberlo.
Lloyd sonrió y levantó el termo.
—¿Lo discutimos con un ponchecito?
Y se instaló al lado de la hoguera sin esperar la respuesta (a la manera del hombre blanco, con el culo en la arena). Desenroscó la tapa, sirvió una taza muy caliente y se la ofreció a McFarlane, que la rechazó con un gesto impaciente de la cabeza.
—¿Le gusta buscar meteoritos? —preguntó Lloyd.
—Depende del día.
—¿Y en serio se cree que encontrará el Okavango?
—Sí, hasta que ha bajado usted con ese trasto. —McFarlane se puso en cuclillas al lado de Lloyd—. Mire, no es que no me apetezca un poco de palique, pero cada minuto que pasamos aquí sentados es otro minuto de alejarse los san. Se lo repito: no me interesa. No quiero trabajar ni en su museo ni en ninguno. —Vaciló—. Tampoco puede pagarme lo que ganaré con el Okavango.
—¿Cuánto sería? —preguntó Lloyd entre sorbo y sorbo.
—Un cuarto de millón. Como mínimo.
Lloyd asintió.
—Supongamos que lo encuentra. Reste lo que le debe a todo el mundo por el fiasco del Tornarssuk y lo más probable, calculo, es que se quede a cero.
McFarlane rió con dureza.
—¿Y quién no se equivoca alguna vez en la vida? Me quedará bastante para ir por el siguiente pedrusco. Meteoritos hay a montones, y le aseguro que se gana más que con un sueldo de conservador de museo.
—Yo no hablaba de eso.
—¿Pues de qué?
—Seguro que ya lo sospecha. Mientras no acepte no puedo darle detalles. —Bebió otro sorbo de ponche—. Diga que sí, aunque sólo sea por su socio.
—Ex-socio.
Lloyd suspiró.
—Cierto. Lo sé todo de usted y Masangkay. La culpa de perder de aquella manera la roca Tornarssuk no la tuvo sólo usted. Si hay que echársela a alguien, que sea a los burócratas del Museo de Historia Natural de Nueva York.
—No se esfuerce, que no me interesa.
—Pasemos a la remuneración. En el momento de la firma le abonaré el cuarto de millón que debe, y ya no le molestarán sus acreedores. En caso de que tenga éxito el proyecto, le pagaré otro cuarto de millón; si no, tendrá que conformarse con quedarse sin deudas. En ambos casos, si lo desea, podrá quedarse en mi museo como director del departamento de ciencias planetarias. Le construiré un laboratorio con lo último de lo último. Tendrá secretaria, ayudantes, un sueldo de muchos ceros… Todo.
McFarlane volvió a reírse.
—Fantástico. Y el proyecto, ¿cuánto dura?
—Seis meses. Como mucho.
McFarlane dejó de reír.
—¿Medio millón por trabajar seis meses?
—Eso si sale bien.
—¿Dónde está la trampa?
—No hay trampa.
—Y ¿por qué yo?
—Porque conocía a Masangkay: sus manías, su sistema de trabajo, cómo pensaba… Lo que hacía es un gran misterio, y el más indicado para resolverlo es usted. Además de que es uno de los mejores buscadores de meteoritos del mundo. Lo suyo con los meteoritos es intuición. Dicen que los huele.
—No soy el único. —La alabanza había irritado a McFarlane, porque le olía a manipulación.
La respuesta de Lloyd fue tender una mano levantando el nudillo del dedo anular. El movimiento arrancó a la joya un brillo de metal precioso.
—Perdone —dijo McFarlane—, pero es que sólo beso el anillo del Papa.
Lloyd rió.
—Mire la piedra —dijo.
McFarlane vio que el anillo de Lloyd se componía de una piedra preciosa de color violeta oscuro con montura de platino macizo. La reconoció enseguida.
—Sí, muy bonita, pero yo se la habría vendido a precio de mayorista.
—Cómo no, si los que sacaron de Chile las tectitas de Atacama fueron usted y Masangkay.
—Exacto. Y el resultado es que en esa zona del mundo sigue buscándome la policía.
—Le ofreceremos la protección que haga falta.
—O sea que es en Chile. Pues ya conozco sus cárceles por dentro. Lo siento.
Lloyd tardó un poco en reaccionar. Cogió un palo, juntó las brasas dispersas y lo arrojó, reavivando el fuego, que hizo retroceder la oscuridad. En otra persona aquel sombrero habría quedado un poco ridículo, pero Lloyd conseguía que le quedara bien.
—Doctor McFarlane, si supiera lo que tenemos proyectado lo haría gratis. Le ofrezco el hallazgo científico del siglo.
McFarlane rió y negó con la cabeza.
—De la «ciencia» no quiero saber nada —dijo—. Estoy hasta el moño de laboratorios polvorientos y burocracias de museo.
Lloyd suspiró y se levantó.
—Bueno, pues parece que he perdido el tiempo. Habrá que optar por el segundo candidato.
McFarlane quedó en suspenso.
—¿Se puede saber quién es?
—A Hugo Breitling le encantaría participar.
—¿Breitling? Ese no encuentra un meteorito ni que se lo tiren al culo.
—Pues encontró el Thule —repuso Lloyd, quitándose el polvo de los pantalones. Miró a McFarlane de reojo—. Que es más grande que cualquiera de los que ha encontrado usted.
—Pero aparte de ese no ha encontrado ninguno, y fue pura chiripa.
—La verdad es que en este proyecto me va a hacer falta suerte. —Lloyd volvió a enroscar la tapa del termo y lo lanzó por la arena a los pies de McFarlane—. Tenga, disfrútelo, que tengo que marcharme.
Dio un par de zancadas hacia el helicóptero. McFarlane vio arrancar el motor y acelerar los rotores, que azotaban el aire y hacían culebrear la arena. De repente pensó que si se marchaba el helicóptero nunca sabría cómo había muerto Masangkay, ni en qué misión. A su pesar, estaba intrigado. Echó un vistazo alrededor: los detectores de metales, desperdigados y con abolladuras, el triste campamento y el paisaje del fondo, árido y poco prometedor.