Sangre guerrera (7 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Mi hermano estaba trabajando en la fragua, pero no le gustaba. Es raro, siendo hermanos. Eramos muy parecidos en muchas cosas y siempre fuimos amigos, aunque estuviésemos enfadados, pero queríamos cosas diferentes. El quería ser guerrero, un noble con su séquito y sus perros de caza. Quería la vida que
mater
quería para él. Yo solo anhelaba ser maestro herrero. Cariño, la ironía es la señora de todo. Yo logré lo que él deseaba y él consiguió unos cuantos centímetros de tierra. Pero era un buen chico, y estaba en la fragua, haciendo el trabajo por el que yo hubiese vendido mi alma. Así son las cosas cuando se es joven.

Enseñé a
mater
mis cartas y le canté los cien primeros versos de la
Ilíada
, que Calcas me había enseñado, y ella asintió, me besó en la mejilla y me dio una insignia de plata.

—Al menos, uno de mis hijos acabará siendo un caballero —dijo—. Háblame de ese tal Calcas.

Así lo hice. Le conté todo lo que sabía de él, que, a tenor de su mirada al estilo de Medusa, resultó ser bien poco. Pero sonrió cuando le dije que comía pan negro y sopa de alubias.

—Un aristócrata, pues —dijo jovial. No era esa mi idea de un aristócrata, pero
mater
sabía algo más que su hijo de ocho años.

Estuve en casa dos días, mientras
pater
reunía cierta cantidad de vino. Yo le ayudé en la fragua y vi que mi hermano ya había aprendido algunas cosas. Había hecho un cuenco de cobre y estaba grabándolo con un punzón: solo unas sencillas líneas, pero me parecieron maravillosas.

El me lo arrancó de las manos, lo tiró al otro lado de la fragua y rompió a llorar. Y nos abrazamos, y juramos intercambiarnos cuando
pater
y Calcas no lo supieran. Ninguno de nosotros pretendía hacer un juramento en sentido estricto —sabíamos que nunca podríamos engañar a un adulto— y, sin embargo, pareció confortarnos y durante mucho tiempo me he preguntado qué dios escuchó aquel juramento.

Hubo cambios.
Mater
estaba mejor, era evidente. La casa estaba limpia, las criadas cantaban y mi hermana sonreía constantemente. Teníamos una nueva familia de esclavos: un hombre joven, un tracio, y su esposa esclava y su nuevo bebé. El no hablaba mucho griego y a Bion no le gustaba; el hombre tenía una gran cicatriz en la cara, donde alguien le había dado un
duro
golpe. Su mujer era guapa y los hombres de la fragua la miraban cuando ella les servía vino.
Pater
no permitía que ocurriera nada. Ahí es, en realidad, donde el amo
traiciona
a sus esclavos,
zugater
. Pero me estoy adelantando.

El volumen de la conversación en el patio de la fragua era más alto que cuando me fui, solo dos meses antes, y hacía frío, por lo que había una hoguera en el hoyo. Skira, la mujer tracia, servía vino con gracia, y su marido hacía funcionar el fuelle mientras Bion hacía una olla. Los hombres que estaban en el patío hablaban sobre Tebas y los planes para la próxima Daidala. Habían pasado tres años justos. De repente,
pater
era un hombre importante.

Teníamos un burro. Nunca habíamos tenido antes uno, y
pater
dijo que mandaría a Hermógenes con el animal para llevar el vino que me habían encargado. Eso me pareció muy bien.

Pero la preparación del burro, del vino y de Hermógenes llevaba tiempo y quedó claro que tampoco iba a regresar adonde Calcas al segundo día. Eso era fantástico para mí. Los «holgazanes» estaban todos reunidos. Draco había construido un carro nuevo para Epicteto, y lo había dejado al lado de la puerta, dispuesto para su entrega. Era aun más alto, más ancho y más pesado, con las ruedas lo bastante estrechas para que se ajustasen a los surcos de la calzada. Todos lo estábamos admirando cuando un extraño entró en nuestro carril desde la carretera principal. Iba a caballo, igual que su compañero.

Cariño, como en el mundo que tú conoces, cada hombre importante tiene un caballo, creo que tengo que detenerme aquí y decir que, aunque a los ocho años había visto caballos, nunca había tocado uno. Nadie que yo conociese tenía uno. Los caballos eran para los aristócratas, Los labradores utilizaban bueyes, Un agricultor rico podía tener un burro. Los caballos solo llevaban a hombres y los labradores tenían piernas. No creo que hubiese en Platea diez familias que tuvieran un caballo y por nuestro carril se acercaban dos.

Ambos caballeros llevaban capa y botas. Era evidente que se trataba de un señor y uno de sus hombres: el señor llevaba una clámide de color rojo de Tiro con una banda blanca y un quitón a juego, blanco de leche con una banda roja en el dobladillo. Era pelirrojo, como mi hermano, pero su cabello era aun más brillante, y llevaba una gran barba, como un sacerdote. Portaba una espada que se veía aun a la distancia del largo de un caballo, e iba montada en oro.

Se detuvieron todas las conversaciones.

Atiende,
zugater
. En la Beocia de mi juventud, nos quejábamos mucho de los aristócratas. Los hombres sabían que había aristócratas: después de todo, teníamos nuestro propio
basileus
, aunque puedo decirte que no tenía una espada montada en oro.

Y los hombres del pueblo sabían que
mater
era la hija de un
basileus
. Pero este era un auténtico aristócrata. Francamente, se parecía más a un dios que la mayoría de las estatuas que he visto. Era el hombre más alto allí presente, por más de la anchura de un dedo. Y yo no sabía nada de caballos, pero su gran zaino parecía una criatura salida de un relato fantástico.

Todavía me acuerdo de aquel hombre. Puedo verlo en mi mente. Te diré algo que es absolutamente cierto: lo idolatré. Todavía lo hago. Aun ahora, trato de ser él cuando me «jacto» de algún caso del tribunal o hablo peyorativamente de algún tiranuelo.

Incluso su sirviente tenía mejor aspecto que nosotros, con su fina clámide de lana azul oscuro con una franja roja y un quitón blanco. No portaba espada, pero llevaba una cartera de cuero bajo el brazo y su caballo era tan noble como el de su señor.

Y sin embargo, este dios entre los hombres se deslizó del lomo de su caballo e hizo una venia.

—Busco la casa del herrero de Platea —dijo educadamente—. ¿Alguno de ustedes puede ayudarme?

Mirón hizo una profunda inclinación.

—Señor —dijo—, Chalkeotecnes, el herrero, está trabajando. Nosotros solo somos amigos suyos.

El dios pelirrojo sonrió.

—¿Eso que veo es vino? —preguntó—. Pagaré con gusto por una copa.

No estaba allí nadie de mi familia. Me adelanté.

—Ningún invitado de esta casa ha de pagar por el vino —dije con mi voz de niño—. Perdón, señor. Skira, una copa y buen vino para nuestro invitado.

Skira salió corriendo y el hombre pelirrojo la siguió con la mirada. Después, me miró.

—Eres un chico bien educado —dijo.

Los niños no responden a los señores. Me ruboricé y permanecí en silencio hasta que Skira regresó con una fina copa de bronce y vino. Yo le serví el vino al hombre y él dirigió a la copa la misma mirada que había dirigido a Skira.

Bebió en silencio, dándole de beber también a su hombre. Algunos de los holgazanes comenzaron a hablar de nuevo, pero en su presencia se contenían, hasta que él dio una palmada en el carro.

—Bueno —dijo—. Bueno y grande. Bien hecho.

—Gracias —dijo Draco—. Lo he hecho yo.

—¿Cuánto pides por el carro? —dijo el hombre.

—Ya está vendido —respondió Draco con la voz de un campesino que sabe que acaba de perder la oportunidad de su vida.

—Hazme otro, pues —dijo el hombre—. ¿Qué cobras por este?

—Treinta dracmas —dijo Draco.

—O sea que has pedido quince, doblando la cantidad al ver la empuñadura de oro de mi espada, y te hará muy feliz construirme dos carros como este por cuarenta.

El hombre sonrió como un zorro y de repente supe quién tenía que ser. Era Odiseo. Era como Odiseo redivivo.

Draco quería balbucear, pero el hombre hablaba con tal tranquilidad y era tan agradable que resultaba difícil contradecirlo.

—Como digáis, señor —dijo Draco.

Y entonces llegó
pater
.

Todavía llevaba puesto el delantal de cuero. Salió al patio, vio el vino en la mano del hombre y me dirigió una rara sonrisa de recompensa.

—¿Me buscabais, señor? —preguntó.

—¿Conoces a Epicteto?

—Lo tengo por buen amigo mío —dijo
pater
.

—Me enseñó en Atenas un casco. He cabalgado por la montaña para pedirte que me hagas uno —dijo. El hombre le sacaba
amp; pater media
cabeza—. Y unas grebas.

La frente
de pater
se arrugó.

—En Atenas hay mejores herreros —dijo.

El hombre negó con la cabeza.

—Me parece que no. Pero aquí estoy; por tanto, a menos que no te agrade mi aspecto, te agradeceré que empieces a trabajar mañana. Tengo que embarcar en Corinto.

—¿Os esperará el capitán, señor? —preguntó
pater
.

—Yo soy el capitán —dijo el hombre. Sonrió abiertamente. Era la sonrisa más feliz que había visto en un hombre adulto—. Lo envié allí desde Atenas.

No creo que ninguno de nosotros hubiese visto nunca antes a un hombre lo bastante rico como para
ser el dueño
de un barco. El hombre tendió la mano a
pater
.

—Tecnes de Platea —dijo
pater
.

—Los hombres me llaman Milcíades —dijo el señor.

Era un nombre que todos conocíamos, aun entonces. El caudillo del Quersoneso; sus hazañas eran muy conocidas. Para nosotros, era como si Aquiles entrara por nuestra puerta.

—¡Oh!, la fama es buena cosa —dijo, y su sirviente rio con él mientras nosotros permanecíamos alrededor como los paletos que éramos.

Por supuesto,
pater
le hizo el casco y las grebas. Y Milcíades se quedó durante tres días mientras
pater
hacía el trabajo y adornaba los objetos martilleándolos y repujándolos con imágenes de ciervos y leones, siguiendo sus órdenes. En años posteriores, vi el casco con bastante frecuencia, pero no pude quedarme allí hasta verlo hecho. Me enviaron de vuelta a la casa del aburrido y viejo Calcas con el vino.

Llevé conmigo una gema. Aquella noche, mi hermano y yo nos tumbamos en el suelo de la sala que estaba sobre el andrón y escuchamos a los hombres que hablaban: Milcíades, Epicteto, Mirón y
pater
. Milcíades les enseñó a celebrar fiestas y reuniones sin ofender: les enseñó algo de poesía, les mostró cómo mezclar el vino y no contar nunca siquiera que él estuviese viviendo con campesinos. Si lo tienes, es una cualidad muy buena. Los hombres, envidiosos, dicen que es algo corriente. Nada era corriente en Milcíades. Como he dicho, el placer de su compañía y la fuerza de su mirada hacían que fuese como un dios. Se daba con largueza y los hombres lo seguían entusiasmados.

Habló con los hombres de la alianza con Atenas. Yo tenía ocho años y comprendí inmediatamente que no necesitaba un casco nuevo. Probablemente tuviera diez cascos colgados en las vigas de su salón en el Quersoneso. Eso sí, llevó aquel casco durante el resto de su vida, lo que indica que le gustó. Y, después, eso siempre me trajo a la mente a mi padre y lo que él pudo haber sido.

Sí, señorita, ahora viene el llanto. Estamos llegando a la parte mala.

Pero aún no. Sí. Todavía no. En efecto, escuchamos mientras hablaban, casi conspirando, pero no del todo. La conversación era muy general y nunca descendió a cosas concretas. Milcíades les dijo lo valiosa que podría ser la alianza con Platea para los demócratas de Atenas y cuánto más tenían en común. Y ellos escuchaban embelesados.

Y yo igual.

Después, por la noche —creo que yo estaba durmiendo—, Milcíades estaba diciendo algo sobre el comercio cuando se detuvo y levanto su
küix
.

—Brindo por tu hijo Arímnestos —dijo Milcíades—. Un chico apuesto con el espíritu de un señor. El me recibió y mandó a una esclava a por vino como si hubiese recibido a una docena de hombres como yo. Dudo que yo lo hubiese hecho tan bien a su edad.

Pater
se echó a reír y el momento pasó, pero entonces yo habría dado la vida por Milcíades. Por supuesto, casi lo hice. Más tarde.

Y al día siguiente regresé con mi sacerdote a la montaña y me dio la sensación de que se había desvanecido toda esperanza de gloria.

3

P
asé el invierno con Calcas. Me hizo un arco. No era un arco muy bueno, pero con él aprendí a disparar a ardillas y a amenazar a pájaros cantores. Y cuando el invierno quedó atrás, él me llevó a cazar.

Aún me sigue gustando la caza y se lo debo a aquel hombre. En realidad, me enseñó a ser un señor más de lo que Milcíades me enseñara nunca. Subíamos a la montaña, levantándonos antes del amanecer y siguiendo las huellas de conejos o venados a través de los bosques. Con su arco, mató un lobo y me hizo llevar a casa el cuerpo del animal.

Lo que mejor recuerdo de aquel invierno es la vista de la sangre sobre la nieve. No tenía ni idea de la cantidad de sangre que un animal tiene en su interior. ¡Oh, cariño! Había visto carnicerías de cabras y ovejas, había visto la sangre derramada en el sacrificio. Pero hacerlo yo mismo…

Recuerdo haber matado un ciervo, un cervatillo. El primero que maté. Lo alcancé con una jabalina, más por suerte que otra cosa. Cómo se echó a reír Calcas, para sorpresa mía. Y, de repente, de ser
grande
, al menos para mí, me pareció muy pequeño allí caído, resollando en la nieve con mi jabalina en la panza. Tenía ojos… estaba vivo.

A indicación de Calcas, cogí el cuchillo de hierro que me había costado una paliza y agarré la cabeza del ciervo y le corté el cuello. Tuve que darle ocho o diez golpes… ¡pobre animal! Que Artemisa impida que vuelva a atormentar de esa manera a un animal. Nunca me abandonó su mirada cuando murió, y había sangre
por todas partes
. Siguió cayéndome encima, caliente y pegajosa y, más tarde, fría y empalagosa, como la culpa. Cuando la sangre se te mete bajo las uñas, solo puedes rasparla con un cuchillo, ¿sabes? Sospecho que eso encierra una moraleja.

Y yo estaba de rodillas en la nieve, con el frío entrándome por las rodillas al aire. La nieve se mezclaba con la sangre como una flor roja brillante. Me transportó. Me parecía que llevaba un mensaje. En nuestros días, hay un filósofo que enseña en Mileto que dice que el alma de un hombre está en su sangre. No me cuesta nada verlo.

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