—¡Bajad ahora mismo, condenados plumíferos, si no queréis que os hierva en las aguas del Cocito!
Una bandada de demonios bajó, obedeciendo a su señor. Atenea levantó los brazos. Las criaturas pelearon entre ellas a zarpazos y picotazos, hasta que dos de ellas, casi tan grandes como humanos, se impusieron sobre las demás. Los demonios vencedores rodearon las muñecas de Atenea con sus garras y la alzaron en vilo. La diosa voló hacia el islote, rodeada por decenas de criaturas aladas que emitían graznidos y chillonas carcajadas.
—¡Callaos, malditas seáis!
Pero era inútil. El dragón, alertado por aquella algarabía, había dejado de afanarse con la rueda y ahora aguardaba a Atenea. Los demonios se detuvieron sobre su cabeza y, sin preocuparse más de su carga, abrieron las garras y la soltaron.
Atenea se precipitó sobre el dragón. Este intentó alzarse sobre las patas traseras, pero la lanza se enganchó en la rueda de metal y se lo impidió con su peso sobrenatural. La diosa cayó en su lomo y rodó sobre las placas metálicas que protegían sus alas, hasta aterrizar junto al costado derecho de la bestia.
El enorme reptil se revolvió e intentó llegar a Atenea a la vez con la cabeza y con la cola, y al no conseguirlo rugió de rabia y frustración. Su cuerpo desprendía un intenso calor tras su travesía por la lava. Tan cerca de él, su gran tamaño se convertía en una ventaja para la diosa, que se deslizó rápidamente bajo su cuerpo para pasar al costado donde le había clavado la lanza. Mientras rodaba por el suelo, buscó en su vientre los puntos débiles de los que había oído hablar. Pero no encontró ningún resquicio de carne entre las prietas escamas de metal. El dragón trató de aplastarla golpeando el suelo con la panza, pero Atenea ya estaba al otro lado. La bestia levantó la zarpa y Atenea rodeó el brocal de hierro para esquivar su golpe. Pero al hacerlo estuvo a punto de recibir un coletazo, pues el dragón era más rápido y flexible de lo que había previsto. Lo esquivó a duras penas, y al saltar adelante se encontró casi de frente con la cabeza del monstruo. Pero allí, tras el maligno ojo amarillo, asomaba su lanza.
—¡
Ithi eme
! —exclamó Atenea.
Némesis
salió por sí sola del cuello del reptil y voló hacia la mano de la diosa, que la levantó sobre su cabeza y se arrojó contra el dragón. Este abrió las fauces, y Atenea, durante un instante eterno, contempló cómo al fondo de la boca se abría la monstruosa faringe. Una luz amarilla se encendió en su interior y un chorro de llamas brotó con un ensordecedor rugido. Atenea, deslumbrada por el resplandor del fuego, hizo un quiebro a ciegas hacia el broquel. Salió de las llamas sintiendo que le ardían el pelo y la ropa, pero ahora tenía a su izquierda aquella pupila rasgada que la miraba con gélido odio. Atenea plantó una pierna en el pozal de hierro, la flexionó para tomar impulso, saltó contra el dragón y golpeó con todas sus fuerzas.
Némesis
rasgó la córnea y se hundió en el ojo, del que brotó un chorro de líquido tibio y amarillo que empapó la mano de Atenea. Con un agudo bramido, el dragón se puso en pie sobre las patas traseras, pero Atenea, lejos de soltar la lanza, siguió hurgando con ella hasta notar cómo taladraba el hueso. El dragón sacudió el cuello y rugió con tal furia que pareció que toda la caverna se vendría abajo. Pero la punta de adamantio había penetrado ya casi dos codos en su cráneo, y no había fuerza sobre la tierra que pudiera despegar a Atenea de su lanza en contra de su voluntad. Con las piernas colgando sobre el lago de lava, la diosa guerrera removió su arma. El dragón, al comprobar que no se soltaba, estiró la garra izquierda y retorció su largo cuello hasta que consiguió apresarla. El aire escapó del pecho de Atenea y sus costillas crujieron entre aquellos dedos gruesos como brazos humanos, pero a cambio las llamas de su ropa se apagaron. Sabiendo que sus huesos tan sólo aguantarían unos segundos antes de quebrarse en mil astillas, Atenea clavó aún más la lanza y gritó con sus últimas fuerzas:
—¡Zeus Salvador!
La punta de
Némesis
debió perforar algún punto vital del cerebro del dragón, pues Este abrió la garra de pronto, sacudió el cuello una sola vez y se desplomó. Atenea, aún agarrada al astil de su lanza, cayó sobre la cabeza del dragón. La cola y las patas posteriores habían quedado colgando por fuera del islote, y la bestia entera empezó a resbalar.
¡Apélaune!,
gritó Atenea. La lanza se desclavó del cuerpo del dragón y ella saltó al suelo; justo a tiempo, pues el dragón ya caía hacia el lago, donde se hundió entre enormes borbotones de lava.
Atenea cayó de rodillas, jadeando, y se arrancó los jirones abrasados de la túnica. Tenía buena parte del cabello del lado izquierdo quemado, y la piel del brazo y del costado enrojecida. Un humano habría muerto abrasado por las llamas, pero a ella sólo la habían alcanzado durante un instante y su naturaleza divina la había protegido del intenso calor. Aún así, el dolor era tan intenso que tenía que morderse el labio para contener las lágrimas.
Un graznido la hizo levantar la mirada. Sobre su cabeza, un demonio dejó caer una prenda negra. Era el manto de Hades. Atenea se lo enrolló alrededor del cuerpo y luego dejó que las criaturas aladas la sacaran del islote.
—Has luchado bien —la felicitó Giges.
—Eres digna hija de Zeus —asintió Briareo, y Atenea sintió que el dolor de sus quemaduras quedaba compensado.
Atenea convenció a Hades de que pusiera una guardia sobre el mismo pozo que cerraba el Tártaro, y no al otro lado del lago de magma. Tras confeccionar una red de gruesas cuerdas, la bandada de demonios transportó al islote central a Briareo, que parecía ser el más fuerte y decidido de los hecatonquiros. El gigante arbóreo se quedó plantado junto al brocal y se despidió de Atenea agitando un manojo de brazos.
Hades, admirado del valor de su sobrina, no escatimó ambrosía en sus heridas. Ella, sabedora de que no andaban muy sobrados del elixir divino y de que tardaría en llegar un nuevo abasto, se lo agradeció. Dos días después de matar ál dragón su piel estaba curada, y su cabello quedó en un estado aceptable tras dejárselo casi tan corto como Ártemis. Recuperada y habiendo cumplido su misión, se dispuso a regresar al Olimpo. Para su alegría, Hades había confinado a Perséfone en una estrecha celda de paredes de bronce, con lo que se libró de despedirse de ella.
Atenea no había conseguido sonsacar a su tío sobre sus conversaciones con Poseidón, pero al menos había comprobado que Hades no tenía ningún interés en apoyar la conjura femenina de su hermana Hera; y, aún más importante, también se había cerciorado de que no dejaría escapar a las criaturas del Tártaro, pues sentía auténtico pavor por ellas.
Cuando salieron del palacio, Atenea vio que al otro lado del Aqueronte la multitud de muertos había crecido tanto que ya ni siquiera se adivinaba la pradera de los asfódelos bajo aquella masa compacta y verdosa.
—¿Qué ha ocurrido?
—No dejan de llegar —respondió Hades—. Hace tres días debió librarse una batalla inconcebible. Jamás habíamos recibido tantos muertos a la vez. Hay al menos cien mil. ¿Qué puedo hacer con ellos, si ni siquiera los han quemado?
Cien mil. Atenea recordó las palabras de Ares.
Puedo movilizar a cien mil tracios
. Así que, como ella había previsto, la campaña contra los gigantes había terminado en desastre. Eso significaba que tenía que apresurarse aún más para defender el Olimpo.
Ataviada con sus propias ropas, Atenea montó a lomos de Glauce. Hades había tenido la deferencia de hacer que trajeran a la hipogrifo a su propio palacio para evitar que Atenea tuviera que cruzar de nuevo entre la muchedumbre de muertos. La diosa se caló el yelmo, empuñó la lanza y emprendió el vuelo hacia el mundo exterior.
—¿Estás seguro de que mi hermano sigue vivo? —le llegó la voz de Hades desde abajo.
—¡Sí! —gritó Atenea—. ¡Sé leal a Zeus y serás recompensado!
Después, apretó las rodillas y susurró al oído de la hipogrifo:
—Vamos, Glauce. Volvemos a casa.
Zeus y Alcides partieron solos de la ciudad de Fasis, pues nadie en la ciudad había querido acompañarlos hasta el Cáucaso. Cécrope, agradecido a su pasajero por ayudarle a llegar con bien a la Cólquide, les regaló provisiones, y también gruesas pieles y botas de doble capa. Aunque Zeus siguió llevando dentro de ellas sus propias botas de vitela, a las que había añadido un guante de cabritilla para su mano izquierda, previendo que en el ascenso se vería obligado a apoyar la mano en tierra muy a menudo.
—Buena suerte, Próxeno —se despidió Cécrope—. Sé que escondes mucho más de lo que parece y que buscas algo que está más allá de mi entendimiento. Espero que los dioses te sean propicios.
—Pide mejor que sea Tique quien me sonría —repuso Zeus—. Y suerte a ti también, Cécrope. Eres un joven noble y con principios, pero también con iniciativa. Te predigo mucho éxito. Sin duda llegarás a ser rey.
—¿Yo? —Cécrope abrió dos ojos como platos—. Soy el hermano pequeño, Próxeno, no lo olvides.
—Y tú tampoco olvides que a menudo es el hermano pequeño quien acaba reinando.
A pesar de viajar sin guías, una vez que alcanzaron las estribaciones del Cáucaso era imposible extraviarse. El pico del Estróbilo destacaba sobre todos los demás, y cuando lo perdían de vista tras la masa de otras rocas, sólo tenían que seguir el penacho de humo negro que brotaba de su cráter. Más cenizas para enfriar la Tierra, se dijo Zeus. Otra contribución de Gea a la próxima hambruna humana. Si es que quedaban humanos que matar. Pues en la propia Cólquide había visto a los súbditos de Eetes asustados y confinados tras las murallas de la ciudad, sin atreverse a salir de ellas a no ser que fuera en grupos muy numerosos y bien armados. De hecho, cuando salieron de la ciudad, los centinelas de la muralla los miraron como si estuvieran locos e hicieron gestos apotropaicos para alejar el mal.
Durante el camino, remontando el curso del Fasis, habían visto ondinas asomar de las aguas del río y mirarles con hostilidad, pero ahora Zeus había dejado de viajar encorvado, y la estatura de los dos viajeros disuadía a las criaturas acuáticas de atacarlos. En un bosquecillo tuvieron un incidente con un centauro. Su flecha se clavó en la pelliza de Zeus, pero la punta no llegó a taladrar la carne. El cuello del centauro, en cambio, sí se partió con un seco crujido bajo las manos de Alcides.
—Deja que te mire la herida —le dijo a Zeus, cuando Este arrojó la flecha lejos de sí.
—No tengo ninguna herida. La piel de este oso era muy gruesa.
Alcides levantó la pelliza y comprobó que, bajo ella, la túnica se había roto, pero en la piel sólo se apreciaba un enrojecimiento que no tardó en desaparecer. Alcides había visto la flecha volar, había escuchado el silbido de las plumas en el aire, y sabía cuánta fuerza llevaba. A un ser humano normal se le habría clavado más de cinco dedos en la carne, por más piel de oso que lo protegiera. Alcides se apartó un par de pasos y miró a Zeus a la cara.
—Tú eres un dios. Esta vez no me lo quitarás de la cabeza.
—Deja de decir tonterías. Vamos, hay que llegar a las montañas cuanto antes.
Fue en su primera noche en el Cáucaso, mientras reunían ramiza, y encendían una hoguera con la yesca de Alcides, cuando Zeus decidió sincerarse y se quitó la venda que durante tantos días había llevado alrededor de la cabeza. Por fin, pudo ver con sus propios ojos a Alcides, y lo que vio le agradó aún más que lo que le había mostrado el ojo de las Grayas.
—Tus... tus ojos —dijo Alcides, sorprendido, pero no asustado—. Yo vi cómo los tenías vacíos. Te han crecido.
—Tú lo has dicho, Alcides. Soy un dios. ¿No caes al suelo, sobrecogido de terror?
El joven encogió sus macizos hombros. Ahora, con el mayor detalle que le ofrecía su propia visión, Zeus apreció que tenía la mandíbula firme, como él, pero tal vez demasiado cuadrada. Aquello, combinado con los ojos más bien estrechos, revelaba cierta tendencia a la obstinación y cortedad de miras. Más, por otra parte, su mirada era limpia y directa, incluso ahora que sabía que se encontraba ante un dios y el respeto sagrado debería haber hecho que cayera de rodillas.
—Llevo muchos días contigo, y nunca me has hecho daño. ¿Por qué iba a temerte ahora? Además, te he ayudado.
—No es necesario que me lo recuerdes.
Alcides se sentó en una piedra, pinchó unos trozos de panceta en un palo y los acercó a las llamas. Zeus se quedó al otro lado, de pie.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Zeus.
—Si eres un dios, sólo puedes ser uno.
—¿Cuál?
—Mi tatarabuelo. Zeus.
—Vaya. ¿Por qué lo sabes?
—Cuando te conocí, yo le había pedido a mi bisabuelo Perseo un regalo, y fuiste tú lo que cayó del cielo. Así que tienes que ser su padre.
Zeus no atinó a comprender la lógica del pensamiento de Alcides, ni supo si debía sentirse ofendido porque el joven lo considerara un regalo.
—¿Nunca te has preguntado de dónde procede tu fuerza sobrehumana?
—Bueno —contestó Alcides—, muchas veces he pensado que la culpa es de los demás, que son unos alfeñiques. Mi fuerza siempre me ha parecido algo natural.
—Pues no lo es, y por eso a veces tienes problemas para controlarla. Tu fuerza proviene de tu sangre divina.
Alcides echó cuentas con los dedos, y después de fruncir el ceño y sacar la lengua a un lado durante un buen rato, dijo:
—Si tú eres mi tatarabuelo, eso quiere decir que tengo una parte de sangre divina de cada ocho.
De cada dieciséis
, le corrigió Zeus mentalmente.
—Eso no explicaría tu poder —dijo, sin reprocharle su deficiente aritmética—. Pero es que tu icor divino se renovó hace poco tiempo.
—¿Cuánto?
—Hace diecisiete años.
—Pero yo no había nacido...
—Exactamente.
Zeus le contó la historia de un dios que se había enamorado de una bella mortal llamada Alcmena. Ella estaba casada con Anfitrión, pero después de un tiempo aún seguía siendo virgen. El problema era que una promesa sagrada prohibía a Anfitrión consumar su matrimonio hasta que llevara a cabo una complicada venganza familiar. El cumplimiento de la venganza se fue demorando con tareas cada vez más difíciles, y mientras él las ejecutaba, la joven Alcmena se marchitaba poco a poco en la soledad de su tálamo.