Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online
Authors: Alberto López Aroca
Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror
—Bueno, señor Holmes, ¿qué piensa del perro de Presbury?
—¿De Roy? Me temo que ese asunto entra más en el terreno de la medicina veterinaria que en el de la investigación criminal. Aún así… Si la herida en el cráneo es tal y como la describe mi colega, ese animal está muerto.
—Pero Barker afirma que lo vio incorporarse y moverse hacia él. Y que le aulló… —repliqué.
—No aulló, Mercer, sino que gimió… un acto imposible para un cadáver, lo miremos como lo miremos. Y sin embargo, confío en la palabra de Barker, que como usted bien sabe, no es un ejemplo de simpatía, pero sí un investigador bastante competente. Por cierto, ahí viene nuestro amigo, con el arcilloso barro de Surrey manchándole el equipaje y la pernera derecha del pantalón.
Vi cómo se aproximaba hacia nosotros el moreno señor Barker, cargado con una ligera maleta de mano. El señor Holmes dejó caer la suya al suelo y procedió a realizar una serie de curiosos gestos con las manos. Era, como ya sabía yo, uno de esos
hocus pocus
masónicos. Barker se quedó mirando a Holmes con la boca abierta.
—Llega usted a tiempo para embarcar —dijo Sherlock Holmes—. Quizá demasiado justo… Pero sepa que en nuestra hermandad somos indulgentes con la puntualidad; seguro que algo importante lo ha retenido.
—No debería hacer esas cosas en público, maldita sea, Holmes —replicó Barker.
El señor Holmes recogió su maleta y subió al tren con una sonrisa en los labios.
—¿Qué le ha dicho? —pregunté a Barker.
—Se ha identificado como… bien, como un masón de alto grado.
—¿Muy alto?
—Si alguien lo ha visto, nos ha metido a los tres en problemas —dijo, y subió detrás de Sherlock Holmes, refunfuñando algo que a mí me sonó como «los
judíos
son los únicos a los que no se culpará… ni tampoco a los listillos de
Yorkshire»
, aunque quizás me equivoque.
Tuvimos suerte con nuestras plazas, pues la dama del escandaloso perrito fue engullida por otro vagón. Cuando llegamos al compartimento ya había allí un corpulento joven, rubio, vestido con un traje oscuro y una moderna —y presumiblemente costosa— corbata. Lo reconocí como el muchacho que había sufrido el accidente con el carro de maletas.
—Veo que ha estado usted en Sudamérica —le dijo Sherlock Holmes.
—Así es —respondió el muchacho, no demasiado amedrentado por el comentario—. Jekyll, Timothy Jekyll, señor…
—Sherlock Holmes.
—Ah, comprendo —dijo el joven con tranquilidad—. Conozco su reputación, señor Holmes. ¿Va a realizar algún truco adivinatorio conmigo?
—Hmmm… en realidad, señor Jekyll, preferiría dejar que antes lo intentaran mis amigos y colegas aquí presentes, los señores Bernard Barker y Otis Mercer, que también son del gremio detectivesco.
Barker soltó un bufido.
—Holmes, ¿no tiene otro modo de matar el rato? —dijo el detective.
—Vamos, Barker; estoy seguro de que el señor Jekyll resultará transparente a su capacidad de observación, ¿verdad? Porque todos sabemos que no se trata de adivinación, sino del arte de la deducción. No somos magos de barracón de feria como ese Zhespium o el tal Genius Starr, señores.
Barker se encogió de hombros, encendió un cigarrillo y dijo:
—Está bien, siempre y cuando no le moleste al caballero que Holmes lo utilice para este jueguecito de salón.
—En absoluto —dijo Jekyll.
—Bien —comenzó Barker—, como ha dicho mi colega, usted acaba de venir desde Sudamérica… Tendrá unos veinticinco años, y practica algún deporte, lo que le ha ocasionado alguna lesión recientemente. Sí… yo diría que usted es boxeador. Salta a la vista que lo hace por afición y no de modo profesional, pues va muy bien vestido, lo que indica que no es usted precisamente un pobretón, y si hubiera hecho fortuna en el ring, yo lo habría visto en algún combate. Está comprometido para el matrimonio con una mujer muy guapa, y también rica. Y también es estudiante de postgrado, probablemente de alguna disciplina de letras; por eso se dirige a Camford, para visitar la universidad. Y, bueno… diría que no tiene ningún problema con la ley.
—¿Por qué dice eso? —pregunté.
—Porque en caso contrario, Otis, el señor Jekyll habría saltado del vagón al oír el nombre de Sherlock Holmes —dijo, y no sin sorna.
Nos echamos a reír. Después de todo, Barker no era tan mal tipo.
—Bueno, ¿qué tal lo he hecho? —preguntó Barker.
—Pues, señor, yo no diría que… —comenzó a decir el joven Jekyll, pero Sherlock Holmes lo interrumpió:
—Es usted un as, Barker, aunque se le ha escapado algún detalle. ¿Y qué opina el amigo Mercer?
—La verdad es que no puedo imaginar de dónde ha sacado el señor Barker la mitad de esas afirmaciones —expliqué.
—Confieso que yo tampoco —dijo Jekyll, lo que provocó la reacción esperada en el detective de Surrey.
—De todos modos, su apellido me resulta familiar —continué—. ¿No estará usted emparentado con un médico ya fallecido, que ejercía en Londres hace cosa de quince o veinte años? Un individuo con ciertos problemas de personalidad, al que si no me equivoco, el señor Holmes llegó a conocer personalmente… o eso he oído decir.
—No, no creo —respondió el muchacho—. Mi familia procede de Essex, y que yo sepa, el único que vivió en Londres, y solo durante un breve período de tiempo, fue mi tío, que no era médico.
—¿Es su tío el que falleció recientemente y le dejó una herencia más que considerable? —intervino el señor Holmes.
—Así es —dijo Jekyll—. ¿Pero cómo…?
—Veamos, ¿Mercer tiene algo que añadir a lo que ha dicho el señor Barker? ¿No? Entonces, señor Timothy Jekyll, de Essex, le diré que viajó hace meses (yo diría que en mayo de este año) a Sudamérica para conformar los asuntos legales que lo han hecho propietario de una fortuna en oro, o mejor dicho, en minas de oro; que el tránsito de bienes no ha sido fácil y le ha acarreado serios problemas, pues alguna de las partes interesadas ha intentado eliminarlo; también está claro que ha salido usted no sólo indemne y victorioso, sino reforzado con toda esa riqueza y con la determinación de utilizarla con fines benévolos. No practica el boxeo ni tan siquiera como aficionado, pues no posee las características marcas y cicatrices de golpes en las orejas, las cejas partidas, o el tabique nasal desviado. Pero no obstante, en los últimos tiempos ha tenido que pelearse… posiblemente por su vida. Por cierto, que no está comprometido con mujer alguna, a pesar de que a juicio del señor Barker, es usted un soltero, ¿cómo decirlo…? Sí, es usted un soltero «prometedor». Pero no ha tenido tiempo de idilios, pues acaba de llegar a Inglaterra. No es estudiante de post-grado, y su visita a la Universidad de Camford tiene que ver con algo muy valioso, y no estoy hablando de oro ni de minas, que ha encontrado en Sudamérica. Usted espera que en dicha universidad alguien pueda orientarlo al respecto. Y por supuesto, me temo que esa no es una cuestión de letras, sino de ciencias. Sin embargo, a usted le parece un asunto que roza lo sobrenatural, de ahí que haya decidido consultar a profesionales. Quizá podría añadir alguna que otra nadería, como que llegó usted ayer a Londres, que se alojó en el
Charing Cross Hotel
, que desayunó unas tortas con mermelada que no lo satisficieron, y que no ha vuelto a probar bocado desde entonces… pero todo esto no arroja nueva luz sobre el cuadro general, y carece de importancia.
Timothy Jekyll se puso en pie, miró a Sherlock Holmes, nos miró a Barker y a mí, y a continuación estalló en carcajadas y volvió a desplomarse en su asiento.
—Es increíble, señor Holmes. Una vez, cuando era más joven, el Gran Zhespium adivinó lo que yo llevaba en el bolsillo del pantalón, pero esto…
—Ya le he dicho que no somos magos de feria.
—De acuerdo, de acuerdo, pero ¿cómo ha sabido todo eso?
—Su bronceado indica que ha pasado varios meses en un país cálido (mayo, según la tonalidad que ha adquirido su piel), y también que no es autóctono de allí, pues desde que ha regresado a Inglaterra está comenzando a recuperar su pigmentación habitual. Cuando lo vi en los andenes hace unos momentos, dudé de si había estado usted en algún país africano, asiático o americano de las zonas tropicales… Pero el elegante traje que lleva puesto es de corte colonial español, igual que sus zapatos y su corbata, lo que revela que ha venido usted de Sudamérica. Estoy seguro de que mi comentario al respecto no ha afectado en nada a las conclusiones del señor Barker, que ya lo había deducido por sí mismo —apostilló para chinchar a mi antiguo jefe—. Por la forma en que se mueve, y las veces que ha intentado ajustarse el nudo de la corbata o ensanchar el cuello de la camisa con el dedo, deduzco que usted no está habituado a vestir este tipo de trajes caros, pues se siente extraño e incómodo. Y sin embargo, ha intentado pagar un diario con un billete grande —me lo dijo el mismo vendedor, que es uno de mis jóvenes y fieles colaboradores—, viaja en primera clase, por el bolsillo de su chaleco asoma la gruesa cadena de un reloj de oro y más libras de las que es prudente llevar encima. Así que usted es rico desde hace muy poco, esto es, desde su viaje a Sudamérica. Un hombre tan joven como usted podría haber realizado algún espectacular negocio en aquellas tierras, haber encontrado un tesoro, o haber cometido algún robo importante (posibilidad que ya hemos descartado, ¿verdad?); pero un verdadero hombre de negocios tendría experiencia y más cuidado con su cartera, y la posibilidad del tesoro me resulta, si cabe, bastante fantástica. Mucho más verosímil me parece que usted viajara hasta tierras lejanas para recibir una herencia. Con respecto a su toma de posesión tempestuosa, quiero hacer notar las diversas contusiones que el señor Barker ha señalado (y que ha tomado equivocadamente como signos de que usted era boxeador): Su mentón todavía está ligeramente amoratado, cojea de la pierna izquierda, tiene la cicatriz de una mordedura reciente en la oreja derecha, y otra en el cráneo, donde ya le está empezando a crecer de nuevo el pelo. Esto indica que ha sufrido diversos abusos y tribulaciones de lo más desagradables. Yo diría que no una, sino varias palizas y accidentes, ¿verdad, señor Jekyll? Quien le haya hecho a usted esto, era sin duda una parte interesada en su herencia… socios de su difunto tío. Si está usted aquí, con nosotros, en estos momentos, es porque ha vencido las adversidades y triunfado sobre sus enemigos. ¿Desea que continúe?
En este punto, Timothy Jekyll estaba tan fascinado como yo.
—Por supuesto —respondió.
—Como decía, es usted un soltero joven y rico, pero no veo signo de anillo alguno en sus manos, luego todavía no ha sucumbido a los cantos de sirena de alguna bella mujer… lo que no obsta para que eso suceda antes o después, ¿verdad? No es estudiante de ningún tipo, pues no lleva encima ningún distintivo universitario que lo indique, ni libros, ni nada parecido. Ni siquiera podría ser un estudiante (o un profesor, incluso) de vacaciones, pues ya ha comenzado el período lectivo en las universidades. Sin embargo, se dirige a Camford. ¿Qué le espera allí? Aunque admito que es casi un tiro al aire, creo que en su viaje al extranjero usted se ha apropiado de algo muy valioso, que le ha conferido ciertas capacidades insólitas, casi sobrenaturales, como apuntaba antes.
—¿Qué clase de habilidades? —dijo Barker—. ¿De qué está hablando, Holmes?
Entonces, y para sorpresa de todos, el detective de
Baker Street
se puso en pie, agarró su maletín y golpeó con fuerza la espinilla de Jekyll. El joven se levantó como un resorte, dispuesto a golpear al señor Holmes, pero este se mantuvo impasible, con el maletín en la mano y sonriendo hasta que tomó asiento de nuevo.
—Estaba hablando de esto, amigo Barker: ¿Verdad que no le he causado ningún daño, señor Jekyll?
—Pero ¿a qué ha venido…?
—¿Estoy en lo cierto, joven? —dijo Holmes—. Y cálmese, por favor; yo sabía que este golpe no le causaría más molestias que la ceniza candente de un cigarro puro que le ha hecho un agujero en el pantalón hasta la piel (un quemazo muy, muy reciente, pues la tela aún huele), o el trastazo que le ha propinado en los andenes el carrito cargado de maletas de un porteador ferroviario. Lo he visto con mis propios ojos, y sé que usted ni se ha inmutado. ¿Cuál es su secreto, señor Jekyll? Está usted entre amigos.
El muchacho comprobó el agujero que, en efecto, llevaba en la pernera del pantalón, y volvió a su asiento. Ahora sí que estaba realmente sorprendido.
—Lo ha definido usted muy bien, señor Holmes: Es un secreto que no debería caer en malas manos.
—Y estoy seguro de que usted lo tiene a buen recaudo, ¿verdad? —dijo el detective—. Pero no puedo imaginar qué clase de dispositivo es… ¿Una armadura que refracta la luz, quizá? Mi hermano Mycroft estaría muy interesado en las aplicaciones militares de semejante ingenio…
Jekyll se aflojó la corbata y desabrochó los primeros botones para mostrarnos una joya transparente y romboidal, del tamaño de un huevo, con múltiples y brillantes facetas que reflejaban muchos colores. La llevaba colgada al cuello con una cadenita, y echada a un lado, bajo la camisa.
—La encontré en un templo zolteca, una rara civilización precolombina —dijo—. Es el ojo de un dios perdido.
—¿Pero qué es toda esta charada? —preguntó Barker—. ¿Qué diablos es eso?
—Ya lo ha oído —respondió Sherlock Holmes—: El ojo de un dios zolteca… caído de los cielos, ¿me equivoco, señor Jekyll?
—Eso dicen las leyendas autóctonas…
—Sí, y también se menciona en Los
restos arqueológicos de los imperios perdidos
de Dostmann, una obra poco común que deberían ustedes consultar de vez en cuando. Ah, una joya que en otro tiempo vino del cielo… Un meteorito, sin duda… Amigo Jekyll, conozco a alguien que la examinaría con mucho gusto. Estoy seguro de que el profesor Challenger estaría pensando qué clase de campo de fuerza desarrolla esa piedra, que confiere invulnerabilidad, ¿no es así?
—Sí, señor Holmes. Pero los indígenas dicen que es magia. Y si usted hubiera visto hasta qué punto impide el daño en un cuerpo humano, también lo pensaría.
—Yo no creo en la magia, Jekyll, sino en la naturaleza, que suele ofrecernos auténticos milagros allá por donde miramos. Ahí afuera hay muchas cosas que aún no conocemos… y algunas de ellas caen de los cielos.
—¿Puedo…? —sugerí mientras extendía las dos manos hacia la joya, confieso que no exento de avaricia, pero el señor Holmes me contuvo con la mirada.