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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (9 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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—Ha dicho usted «autopsias»…

—Sí, es un método quirúrgico mediante el cual, los médicos determinamos las causas de un deceso.

—Estoy familiarizado con el término, doctor —le dije—, pero con todos los respetos, ¿eso no se hace sólo con cadáveres?

—Por supuesto que sí —respondió un tanto indignado, como si hubiese puesto en duda su profesionalidad—. Pero comprenda que este es un caso especial, pues necesitamos determinar más allá de toda duda si esas criaturas están realmente vivas o muertas… Ya hemos comprobado que esos cuerpos se degradan, y que sus corazones han dejado de latir.

—Pero usted mismo dijo que había circulación sanguínea…

—Es un misterio, sí. Y vamos a intentar aclararlo.

No podía creer lo que estaba escuchando.

—Pero no me dirá, doctor Watson, que ha practicado usted en alguna ocasión una autopsia en alguien todavía vivo…

—Ah, Mercer, veo que no ha oído hablar nunca de la vivisección. Es un método polémico y prácticamente prohibido en mi profesión, pero también tiene sus defensores. Hace años, cuando era estudiante en la Universidad de Londres, asistí a un par de conferencias que impartió el doctor Moreau, y en verdad que sus teorías al respecto de estas técnicas me parecieron fascinantes. Este sabio hablaba sobre todo de la aplicación de las técnicas viviseccionistas en animales, lo que por cierto, no es una práctica tan rara en nuestras universidades. Estoy seguro de que aquí, en Camford, se realiza con normalidad. Lo que vamos a hacer no es tan distinto, y creo que, dadas las circunstancias, tenemos toda la justificación moral que necesitamos: Si queremos atajar este problema y, con suerte, encontrar una cura, primero debemos comprender cómo funciona la enfermedad.

No es que Watson me hubiera convencido con su razonamiento, pero la verdad es que, en ese momento, la única alternativa que se me ocurría era proceder como había sugerido Macphail, y tal y como Sherlock Holmes había hecho con el perro: Prender fuego a la casa para que todos los zombis ardieran en el infierno.

Ponerle el bozal a la espectral señorita Presbury fue relativamente sencillo: Yo la sujeté por la cintura y las piernas, y procuré mantenerla lo más quieta que me fue posible, mientras que Watson se subió a una silla, y desde atrás, le introdujo el trozo de madera en la boca y lo aseguró con un par de correas que había encontrado en el armario de Bennett. Después, cuando nos aseguramos de que estaba inmovilizada por completo, la bajamos del improvisado cadalso y nos la llevamos en volandas a la planta baja, donde estaba el tembloroso pero todavía inconsciente Macphail.

Pero repetir la operación con el profesor y su secretario fue un poco más complicado, pues aunque estaban atados a sus respectivas camas, sus cabezas —y por ende sus mandíbulas— se nos acercaban peligrosamente.

Watson volvió a las caballerizas en busca de más soga, pues había pensado echarles el lazo al cuello para inmovilizarlos, y así poder manipular los bozales con mayor seguridad. Sin embargo, a mí se me había ocurrido una de esas espeluznantes ideas, inspirada en mis experiencias en la ciudad.

—¿Conoce usted el truco de los canarios en las pajarerías de
Whitechapel
, doctor? —le dije.

—¿A qué se refiere, Mercer?

—Los vendedores les clavan alfileres en los ojos para cegarlos, pues creen que así los pájaros cantan mejor.

—¡Qué horror!

—He pensado que quizá deberíamos cegar a estas criaturas. Si no nos pueden ver, tendrán menos posibilidades de alcanzarnos con sus dentelladas.

—No diga tonterías, eso es una barbaridad. Bastará con vendarles los ojos una vez los tengamos abozalados, hombre.

Como ven, yo también soy capaz de maquinar auténticas salvajadas. Pero el único con autoridad para llevarlas a cabo en aquel momento era el doctor Watson.

—Tenemos dos clases de infectados, Mercer: Los que se han contagiado a través de una agresión, y luego está el «paciente cero», esto es, el profesor Presbury, que se limitó a tomar el suero de Lowenstein. Por eso vamos a realizar varias autopsias.

—¿Por qué?

—Porque aunque la morfología externa de la enfermedad parece idéntica, quizá encontremos alguna diferencia en el interior.

Supongo que para alguien que tenga conocimientos de medicina, las explicaciones de Watson serán obvias, pero a mí aquello no me parecía más que una excusa para realizar cuantas más carnicerías, mejor. Tampoco es que me preocupara demasiado, salvo porque deseaba salir lo antes posible de aquel horrendo lugar inundado de miasmas inconcebibles.

El profesor Presbury, una vez amordazado con el sistema de Watson y con los ojos vendados, no fue más difícil de manipular y transportar que la terrorífica señorita Presbury. Llevamos el cuerpo hasta la mesa del salón, donde lo aseguramos al tablero con más sogas. El monstruo no dejaba de moverse, pero gracias al bozal, el insufrible gemido se había convertido tan solo en un continuo murmullo apagado. Ahora, los ruidos eran medianamente soportables.

Una vez estuvo todo preparado, el doctor Watson tomó un escalpelo que había extendido sobre un trapo en una silla junto con el resto de su instrumental y pareció dudar.

—He realizado muchas operaciones a lo largo de mi vida —dijo—, la mayor parte de ellas cuando estaba en el ejército. Allí, en mitad del campo de batalla, no había tiempo para pensar en lo que uno estaba haciendo, tanto da si se trataba de amputar una pierna o un brazo, abrir en canal a un herido de bala en el intestino, o reunir los pedazos de un cráneo reventado por un sablazo para evitar que el cerebro se caiga al suelo. Pero esto…

Y a continuación, practicó una incisión en forma de Y en el pecho, y con la ayuda de unas tijeras —que a mí me recordaron a las de podar—, partió en dos el esternón. Abrió los pedazos como si fueran los pétalos de una flor, y pudimos ver las interioridades del profesor Presbury.

Watson había tenido la precaución de ponerse un pañuelo en la cara, y tenía cerca una botella de alcohol y una vela para rociarse las manos, prenderlas con la llama y desinfectarlas de modo eficiente. Así las cosas, la, vaharada de olor a cloaca y muerte no debería haberme cogido por sorpresa, pero casi me tiró de espaldas. Busqué rápidamente un pañuelo en el bolsillo de mi chaqueta y me lo puse. Parecíamos dos bandidos enmascarados, un par de ladrones de tumbas cometiendo un sacrilegio.

El cuerpo de Presbury empezó a agitarse con más fuerza que antes.

—Es increíble —dijo Watson, que utilizó unas pinzas para manipular los pulmones y las vísceras—. El corazón está muerto.

En efecto, aquella cosa que el doctor me señaló parecía la uva pasa más grande que hubiera visto en mi vida. No latía, y estaba ennegrecida.

—Eso ya lo sabíamos —respondí.

—Pero tenía que verlo con mis propios ojos. Los pulmones tampoco funcionan, fíjese, Mercer, se están secando y atrofiando. Y han desaparecido los… Oh, ¿pero qué tenemos aquí?

El doctor manipuló con las pinzas la incisión que comunicaba con el aparato digestivo. Yo no había visto nunca el interior de una persona tan de cerca —lo más parecido, algunas heridas de puñal y navaja en el vientre—, pero Watson me señaló una cosa que solo puedo calificar como obscena.

Donde debería haber estado el hígado, a la derecha, había algo del mismo color que el líquido que corría por las venas de los zombis. Se encontraba muy cerca del lugar donde yo mismo había apuñalado al doctor.

Y palpitaba.

Aquella cosa tenía en un costado una abertura redonda repleta de finas púas blancas. Que me ahorquen si alguna vez había visto algo parecido.

—¿Es… es un bicho? —pregunté—. ¿Como las lombrices o la solitaria?

—No, no… No creo que sea un parásito, Mercer, aunque en efecto, lo parece. Mire cómo salen de él venas y arterias, y cómo bombea… un latido, mire, otro latido… Es un órgano, un órgano nuevo, y esa abertura circular ¡Se contrae, Mercer! Gracias a Dios que estoy utilizando las pinzas, pero eso es una boca como la de las lampreas…

—¿Un órgano? ¿Como el corazón, entonces?

—Es mayor que el corazón humano, casi el doble de grande… Pero sí, yo diría que eso es su corazón. O al menos, es lo que bombea su «sangre».

Entonces vimos algo que nos hizo palidecer aún más: Esa especie de estrella de mar, recubierta de excrecencias, venas y tumores que rezumaban algo parecido a la pus, abrió esa ventosa dentada que tenía por boca, se movió hacia un lado, y mordió un órgano sangrante con forma de alubia.

—También echaba en falta el otro riñón —dijo Watson para sí mismo—. Ahora ya sabemos qué ha sido del hígado, el bazo y las otras vísceras que no están aquí. Ese órgano se las está comiendo. Esto es sencillamente fantástico.

—Es abominable —dije. La boca se cerró sobre el extremo que había mordido y fue masticando, muy despacio, el riñón—. ¿Cómo puede existir algo así, doctor Watson? ¿Qué clase de enfermedad puede hacer que aparezca una cosa como esa?

—Ninguna que yo conozca… No me atrevería a aventurar nada, pero lo único con lo que podría comparar lo que estamos viendo es con un cáncer. Un tipo de cáncer como nunca antes había visto. Esto es de locos.

No necesitaba que me lo jurara.

El doctor se apartó de la mesa y fue a por su instrumental. Me mostró otro tipo de bisturí, más largo, y me dijo:

—El estado del profesor Presbury es incompatible con la vida —dijo—. No solo por las heridas que le infligieron Macphail y usted, sino porque esa cosa se ha comido gran parte de sus vísceras esenciales. Y a eso debemos sumarle que por sus venas ya no corre sangre. ¿Estamos de acuerdo en esto, señor Mercer?

—Sí, claro —respondí.

—En ese caso, actuemos en consecuencia. Este cuerpo ya no es humano, y a todos los efectos, está muerto. De modo que procedamos a extirpar ese maligno órgano del cadáver de este gran hombre de ciencia.

Remangado hasta los codos, el doctor Watson cortó, una a una, las entradas y salidas de las cuatro venas y arterias que llegaban a esa blasfemia hecha carne. La boca intentó morder el bisturí varias veces, y a punto estuve de propinarle un buen golpe a esa cosa para terminar de una vez por todas.

El líquido pardo se derramó por los restos de las vísceras del profesor. Cuando Watson ensartó el órgano y lo depositó en una olla que previamente había rellenado con alcohol, el cuerpo dejó de agitarse, y los murmullos del muerto viviente cesaron.

En el recipiente, la cosa huérfana boqueó durante unos segundos, y después quedó inerte.

Consulté mi reloj, y comprobé que eran las cuatro de la madrugada. Estaba mental y físicamente agotado.

—Cuántos horrores para una sola noche —comenté.

—Pues desgraciadamente, Mercer, aún no hemos terminado. Tenemos que hacer otras autopsias.

Era lo último que quería oír.

Fue igual de lento y penoso con Trevor Bennett, y también igual de peligroso. Mientras Watson despedazaba al secretario de Presbury, el cochero Macphail había dejado de tener espasmos, aunque todavía respiraba… Era algo muy leve. El doctor le había pinchado de nuevo tranquilizantes y antibióticos, pero estaba claro que eso no servía de nada. Al pobre hombre, que con suerte ya no estaba consciente, le quedaba muy poco de vida tal y como la conocemos, y en breve empezaría una nueva etapa como no muerto.

Watson se sintió contrariado cuando encontró que había pocas diferencias morfológicas entre lo que habíamos visto en el interior del profesor, y lo que el cuerpo de Bennett albergaba. Allí también había una abominación con dientes, pero esta se había alojado en el costado izquierdo del vientre, y era sensiblemente más pequeña que la de Presbury. A juicio del doctor, eso se debía a que el joven llevaba menos tiempo infectado que su jefe. Así, se atrevió a predecir que el nuevo órgano de Edith Presbury sería aún más pequeño, puesto que su infección era incluso más reciente, y que en esos mismos instantes, en algún lugar del organismo de Macphail, estaba naciendo otro de esos corazones dentados.

—Si tuviéramos algún modo de localizarlo sin matar a ese caballero, quizá podríamos extirparlo a tiempo —dijo Watson, pero a mí aquello ya me pareció excesivo. Por muy respetable que fuera el cronista de Sherlock Holmes, yo no estaba dispuesto a permitir que torturara a un moribundo que ya tenía las horas contadas.

Dejamos el cuerpo de Bennett junto con el del profesor en el pasillo, envueltos ambos en una de las lonas que habíamos encontrado en las caballerizas, y nos disponíamos a extraer aquella nauseabunda viscosidad del cuerpo de la señorita Presbury cuando escuchamos ruidos en la parte trasera de la casa, junto a los árboles.

—¿Será el señor Holmes? —pregunté.

—No. El habría venido por la puerta principal, como los visitantes respetables.

Watson tenía razón. Como visitante respetable, Sherlock Holmes había llegado horas antes por la puerta principal, y para que le permitieran entrar, le había pegado al único habitante vivo de la casa. Todo un caballero, mi jefe.

Nos dirigimos a la cocina y vimos cómo la puerta trasera se abría. Otra fantástica visión apareció, como si no hubiéramos tenido ya bastantes fantasías. Watson apuntó con su Webley —que había limpiado previamente de los restos de la señorita Presbury— hacia un hombre alto, vestido completamente de negro, que se hallaba de pie, yo diría que con aire orgulloso, bajo la jamba de la puerta.

El traje que llevaba era francamente insólito, pues más parecía la versión humorística de algún uniforme militar que otra cosa: lo digo porque de su cinturón colgaba una cartuchera a cada lado, además de un cuchillo. El tejido del traje parecía cuero curtido y se ajustaba como una segunda piel a su estilizada figura, lo que probablemente le confería aspecto de ser más alto de lo que en realidad era, cosa a la que también contribuían sus botas. Lo más extraño del atuendo es que sobre el pecho llevaba un par de círculos de metal, semejantes a tuercas de gran tamaño, de cuyos ejes salían sendas flechas también metálicas, como manecillas de un reloj que apuntaran a las seis. Esas tuercas estaban conectadas por medio de una par de tubos flexibles, probablemente de caucho, con algo que llevaba a la espalda y que no pudimos ver bien.

Y tenía una deformidad que a mí me puso los pelos de punta en ese momento, pues pensé que el mismísimo Lucifer se había personado en casa de los Presbury: Sus orejas acababan en punta, como las de los demonios, los trasgos y los duendes de los cuentos infantiles. Si a eso añadimos que nos miraba vorazmente con unos diminutos y levemente achinados ojillos negros, que apenas eran dos puntos bajo dos cejas exageradamente enarcadas, dentro de ese rostro ovalado, de mandíbula prominente y nariz más aguileña y afilada que la del señor Holmes, el retrato está casi completo.

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