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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (12 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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—¿Les estaban siguiendo? —pregunté yo.

—Barker también se sorprendió cuando pedí a nuestra sombra que saliera a la luz de las farolas: Había visto algún movimiento extraño al inicio de la calle, y aunque nuestro perseguidor era muy silencioso, golpeó alguna que otra piedrecita mientras se encaramaba a esta valla, a esa verja, o a aquel árbol para ver cómo Barker y servidor entrábamos subrepticiamente en algunos jardines o husmeábamos en los soportales. Así fue como el caballero que ustedes han conocido en casa de Presbury abandonó su escondrijo, y vestido con su extravagante atuendo, cruzó la calle en tres zancadas y se plantó ante nosotros. El amigo Barker sacó su arma y el desconocido la miró con desprecio; con un movimiento sorprendentemente veloz, se la arrebató sin que Barker se diera cuenta o sufriera el más mínimo daño. Ni tan siquiera yo podría hacerlo tan rápida y limpiamente.

Aunque ya estaba pensando en su retiro, quedaba claro que el punto fuerte del señor Holmes no era su modestia.

—El señor Barker se abalanzó sobre el individuo, que dribló el ataque con mucha elegancia, y le propinó a su contrincante un golpe en la cabeza con la culata de su propio revólver. Me interpuse entre los dos, logré que el maltrecho Barker se calmara, y le pedí al recién llegado que nos explicara por qué nos estaba siguiendo.

»—Si uno sabe escuchar las conversaciones de los viandantes nocturnos, puede enterarse de cosas sorprendentes —me dijo—. Por ejemplo, esa historia del profesor convertido en monstruo.

»—Veo que entre sus muchos talentos se encuentra el de un gran oído —le respondí mientras señalaba sus particularísimas orejas, cosa que no le hizo demasiada gracia—. Me pregunto cuándo ha llegado usted a Camford, señor Pride.

»No pudo reprimir una sonrisa de orgullo al verse reconocido y dijo:

»—Debe de ser usted un criminal, si conoce el nombre de Seth Pride.

»—Habrá quien pueda o quiera discutirlo, señor, pero nada más lejos de la realidad. Soy Sherlock Holmes, y mi impulsivo amigo es el señor Bernard Barker.

»Pride borró su tonta sonrisa de inmediato, y su expresión se tornó astuta.

»—Yo también he oído hablar de usted —dijo.

»—Qué halagador.

»—Creo que ambos estamos aquí por motivos semejantes.

»—Depende de cuáles sean los suyos, señor Pride.

»—Vine hace una semana tras la pista de un criminal del continente, un tal Von Hoffman, del que seguro que usted nunca habrá oído hablar. No le aburriré con los detalles, pero basta con que sepa que di buena cuenta de él en su guarida, en un viejo caserón de Foggerby, una aldea cercana. Las habilidades de ese delincuente eran muchas, como la de exagerar por no sé qué procedimiento el tamaño de los insectos y otros animales, pero entre ellas no se encontraba la de resucitar a los muertos. Por eso me impresionó que me atacara con dos criaturas que no eran otra cosa sino cadáveres de chimpancés, resucitados y convertidos en monstruos sedientos de carne y sangre.

»Aquella explicación, como pueden ustedes imaginar, me pareció tan disparatada como reveladora. ¡Dos simios que se encontraban en el mismo estado que los Presbury! ¿Eso no les sugiere nada?

A mí personalmente, después de todo lo que había visto y oído, ya no me extrañaba que Sherlock Holmes estuviera hablando de semejante dislate. Ya solo esperaba saber qué papel iban a desempeñar en esta enmarañada historia el monstruo del Lago Ness y Jack el Destripador. Pero el doctor Watson sí tenía alguna idea al respecto.

—Alguien está utilizando el suero de Lowenstein —dijo el doctor—. Y de una forma en verdad temeraria. El procedimiento habitual en medicina es experimentar primero con animales. ¿Cómo llegarían esos chimpancés a manos del criminal?

—En este momento no podemos saberlo —respondió Sherlock Holmes—, pero en opinión del señor Pride, es muy posible que Von Hoffman los comprara a su «creador"… ¿O quizá debería decir "fabricante»?

—¿Insinúa usted que alguien está haciendo monstruos en serie?

—Piénselo, Watson: El suero tiene un increíble potencial destructor, lo que lo convierte en un arma formidable. No solo elimina al enemigo, sino que lo convierte en un zombi que intenta devorar todo aquello que encuentra… y genera más muertos vivientes.

—Buen Dios —dije yo—. ¿Quién desearía utilizar un arma semejante?

Sherlock Holmes soltó una leve tosecita y dijo:

—Un criminal desequilibrado, como el individuo del que se encargó el señor Pride… y cualquier gobierno del mundo, amigo Mercer.

Si no teníamos bastante con el trabajo de detener una plaga peor que las descritas en la Biblia, ahora además nos encontrábamos con que algún bastardo deseaba controlar a los demonios para venderlos al mejor postor.

Era el momento perfecto para mandar el mundo al Infierno, de eso no me cabe la menor duda.

Según nos contó Sherlock Holmes, el señor Pride había incinerado a los monos, y en vista de lo que hizo más tarde, estoy seguro de que también al tipo tras el que andaba. Al parecer, habían acordado que Pride se encargara de resolver definitivamente el problema de la casa Presbury, pues aseguraba tener más medios que nosotros para hacerlo… y no mintió. Sólo Dios sabe de dónde había sacado tantos explosivos y cómo los había transportado hasta allí.

Por su parte, el señor Holmes había decidido acompañar al pobre Barker, que se encontraba confuso, dolorido, y no comprendía quién era el tipo de las orejas puntiagudas ni qué diablos significaba toda esa historia de criminales misteriosos, hombres invisibles y simios zombis. Aunque Sherlock Holmes intentó explicárselo todo, finalmente acabó mandando a mi antiguo jefe a la cama. En aquellas circunstancias, yo me habría cambiado por Barker, con golpe en la cabeza incluido.

Después de tanta charla, Sherlock Holmes nos dio permiso para ir a dormir, lo que significaba nada más y nada menos que una hora escasa de sueño, pues había citado a Dudley a las nueve.

El cochero fue puntual y tuvimos que sacar al doctor Watson de la cama a estirones. En un aparte, Barker me confió que estaba pensando seriamente en volver a Surrey, decirle a Lord Billington que se fuera a hacer gárgaras, sin más contemplaciones ni explicaciones, y olvidar todo el asunto. Si lo hubiera hecho, no creo que nadie se lo hubiese echado en cara.

Tomamos café y té para despabilarnos, y aunque Barker y Watson preguntaron a Sherlock Holmes cuáles eran los planes precisos de la mañana, no sacaron gran cosa en claro.

—Un hombre con una mano protésica no puede pasar desapercibido en la universidad, por muchas precauciones que tome —les dijo—. Determinaremos su identidad y para quién trabaja… Aunque es posible que nos encontremos con dificultades, pues pienso que este asunto tiene mayores implicaciones de las que podamos imaginar en estos momentos.

—¿Espera algo en particular, Holmes? —dijo el doctor, pero no obtuvo respuesta.

—¿Y sigue usted en contacto con Pride, entonces? —le pregunté al señor Holmes.

—Me aseguró que no andaría muy lejos —respondió—. Vio con claridad que yo era su mejor baza si quería saber de dónde habían salido los chimpancés resucitados. A fin de cuentas, Seth Pride no es ningún detective. Y aunque es un individuo siniestro y sin duda egocéntrico, estoy convencido de que en este caso, sus intenciones no son malas.

No sé hasta qué punto la comitiva que formábamos los cuatro resultaba chocante, pero yo no lograba imaginar qué podían pensar aquellos que nos vieron en el comedor de la posada esa mañana, todos sentados a una mesa, comprobando las armas sin el menor asomo de recato o discreción —Barker me entregó un revólver Adams de seis disparos que yo cogí nada entusiasmado—. Quizá Sherlock Holmes esperaba que alguien llamara a la Policía para detenernos, pero nadie lo hizo, aunque teníamos el aspecto de una banda de atracadores dispuestos a asaltar un banco.

—He considerado la conveniencia de que todos nos procuremos unas botellitas de líquido inflamable, por si se diera el caso de que nos topáramos con alguna de esas criaturas —dijo Watson—, de modo que deberíamos pasar por una farmacia antes de dirigirnos a la universidad.

—Ahora, viejo amigo, no vamos a enfrentarnos a las hordas desatadas de los muertos vivientes, sino a charlar amigablemente con unos ancianitos —respondió Sherlock Holmes.

—¿Y por qué vamos armados hasta los dientes, entonces?

—Porque es el mejor modo de tratar con ancianitos que venden armas biológicas.

Dudley nos condujo hasta la calle de los colegios, donde los dos detectives habían tenido su encuentro con Seth Pride. La tormenta había cesado, y a esas horas de la mañana se podía ver a una multitud de muchachos, y también algunas chicas, que paseaban sus libros de acá para allá, buscando las aulas para asistir a sus aburridas clases. Yo jamás he tenido la oportunidad —ni falta que me ha hecho— de cursar estudios, pues de niño jamás pisé una escuela. Uno de mis mentores en la calle me enseñó a leer y a escribir, pues aseguraba que era importante para llevar a cabo ciertos timos y estafas, y que también era muy útil cuando la pasma te pillaba: En la cárcel se consiguen más cosas si uno es capaz de firmar con un garabato que no sea una X. Por mi experiencia de aquellos lejanos tiempos, diré que hasta los carceleros y muchos policías eran prácticamente analfabetos, y eso nos daba ventaja a los que sabíamos el abecedario, sumar y restar.

Por lo que pude ver, la Universidad de Camford no era un local o un edificio enorme donde los estudiantes se reunían para escuchar a los viejos profesores, sino algo muy distinto: Estaba dividida en todos esos viejos colegios que habíamos visto (más de veinte conté yo), y que eran prácticamente universidades o facultades distintas. Sin embargo, por lo que el señor Holmes y el doctor Watson comentaron durante el trayecto, comprendí que independientemente de los colegios, existía algo llamado «departamentos», donde los profesores de cada especialidad se reunían, supongo que para tomar el té, hablar mal de sus miles de alumnos, y contar las buenas libras de sus sueldos.

—¿Iremos a ver al vicecanciller? —preguntó Watson.

—No, será mejor que realicemos nuestras pesquisas con algo más de discreción —respondió Sherlock Holmes—. La noticia del incendio en la casa de Presbury debe haber llegado ya aquí, y probablemente se suspendan las clases a causa de la muerte del profesor. En principio, no queremos que se nos relacione con ese asunto. Si les parece bien, nos separaremos y preguntaremos en las conserjerías de los colegios por nuestro amigo, el manco escurridizo. Watson, acompañe a Barker y llévelo de la mano, pues usted se desenvuelve mejor en estos ambientes que él, ¿verdad, señor Barker?

—Es cierto que nunca fui a la universidad, pero eso no significa que…

—¡Tut, tut, tut, Barker! Vamos, crucen la calle y ocúpense de los colegios de la acera de enfrente. Salvo que suceda algo extraño, nos veremos dentro de dos horas aquí mismo, en el coche de Dudley. Ea, Mercer, andando.

El señor Holmes y yo entramos en el llamado St. Matilda College, que resultó ser el único destinado a estudiantes femeninas. La verdad es que resultó una grata sorpresa para mí vernos rodeados de repente por un montón de bellas jovencitas que andaban por los jardines cuchicheando, y subían delante y detrás de nosotros por las escaleras de la entrada principal. Seguro que se preguntaban quiénes serían esos dos nuevos profesores…

—Usted mismo no se había dado cuenta de hasta qué punto podía interesarle la universidad, ¿verdad, Mercer? —me dijo un picarón Sherlock Holmes.

—En efecto, señor. A mi amiga Myrtelle también le gustaría ver el género que venden por estos lares —dije sin pensar, y me arrepentí al instante—. Perdón, señor Holmes.

El detective se limitó a sonreír. Creo que era consciente de que algunas de esas muchachas ya habrían hecho méritos sobrados como para integrarse sin dificultad en la plantilla de Myrtelle.

Al cruzar la puerta nos dirigimos al gabinete de la conserjería, donde había un anciano vestido con uniforme de ordenanza. Estaba leyendo un periódico y, sin levantar la vista, nos dijo:

—Aún no sabemos si las clases se suspenden, señoritas. Vayan a las aulas correspondientes y esperen a tener nuevas noticias.

Sherlock Holmes carraspeó, y el conserje por fin se dignó a mirarnos.

—¡Perdonen, caballeros! No esperaba ver a…

—Lo comprendemos —dijo el señor Holmes.

—¿En qué puedo ayudarles? Si desean que sus hijas vengan a St. Matilda, les sugiero que pidan una cita previa para ver las instalaciones y el edificio. El plazo de matrícula para este año ha expirado, claro, pero el año que viene…

—Nosotros no tenemos hijas, señor. Estamos buscando a un caballero que, según nuestras informaciones, trabaja en la universidad, pero no sabemos dónde ni conocemos su nombre.

—En ese caso, no creo que pueda serles de mucha ayuda, señores. ¿Tienen alguna seña de él?

—Un hombre moreno, no muy corpulento, mide cinco pies y medio aproximadamente. Es joven, de modo que debe ser ayudante en algún departamento de ciencias. Medicina, biología… Y tiene una prótesis en la mano derecha.

—¡Oh, claro, haber empezado por ahí! Es ese chico que viene por aquí para ver a la señorita Morphy.

¡Morphy! Aquel nombre hizo sonar campanas en mi cabeza, y por su expresión, también en la de Sherlock Holmes. Morphy era el nombre del colega de Presbury en la cátedra de Anatomía Comparada, y su hija, Alice Morphy, era la chica con la que el viejo pretendía casarse.

—Asumo, señor, que se trata de la hija del profesor Morphy —dijo Sherlock Holmes.

—Sí, sí. Y ese muchacho, bien, creo que trabaja para el profesor. Aunque en realidad, y que esto quede entre nosotros, me parece que tiene mayor interés en la joven Alice Morphy que en las investigaciones del padre… ¿saben lo que quiero decir?

—Que el chico es su novio.

—Bueno, yo no diría tanto… pero estoy seguro de que le encantaría serlo. Aunque conociendo las tendencias de la señorita Morphy, no creo que tenga muchas posibilidades. Por ejemplo, estaba prometida con el profesor Presbury… Por cierto, ¿han oído ustedes lo que ha sucedido en su casa? ¡Qué horror! ¡Se ha quemado hasta los cimientos y han muerto todos! Una verdadera tragedia.

—No sabíamos nada —mintió Sherlock Holmes—. Lo sentimos mucho.

—Sí, estamos conmocionados… Es una verdadera lástima… En fin, la señorita Morphy, de todos modos, tiene puestas sus miras en lugares más prósperos que un pobre ayudante de laboratorio, ¿saben? Presbury era una dura competencia para ese muchacho. Pero vendrán otros pretendientes más del gusto de la chica, de eso pueden estar seguros.

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