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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (14 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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—Eso parece, señor —respondí.

—Este caballero que acaba de llegar realizó ayer el viaje a Camford desde Londres y en nuestro mismo tren —explicó—. ¿Recuerda que mencioné a un individuo que pertenecía al Servicio Secreto y que usted no pudo identificar? Pues aquí lo tiene.

—Entonces…

—Entonces, Mercer, resulta que hemos descubierto una operación secreta de la Inteligencia Militar británica. Una muy, muy interesante, ¿verdad que sí, capitán…?

—Coronel —le rectificó el hombre del abrigo rojo—. Coronel Daniel MacGregor.

—Es usted joven para haber alcanzado el grado de coronel —dijo Sherlock Holmes—. Debe haber hecho usted muchos méritos, si además está a cargo de las investigaciones del profesor Morphy… y lo que quiera que estén ustedes haciendo en la Universidad de Camford.

—Cállese.

—Ah, no se preocupe, coronel; yo también he trabajado para el mismo departamento que usted y sé cuánto valoran sus superiores la discreción.

—No lo creo —respondió—. Profesor Morphy, lo veré más tardé. Y en cuanto a usted, Crandle…

—A él posiblemente no lo vea —dijo mi jefe.

—Es usted muy gracioso, señor…

—Es Sherlock Holmes, el detective de Londres —dijo Morphy.

—Comprendo… —dijo el coronel.

—¿Entonces es verdad que no son espías extranjeros? —oímos que decía la inquietante voz del invisible Lewis Crandle.

—Así parece.

—¿Los van a llevar con Jekyll?

—Usted también debería callarse, Crandle.

La garra de metal flotó por el aire en dirección al coronel. Uno de los dedos de hierro se alzó ante sus ojos.

—Conozco la reputación de Sherlock Holmes, y ha realizado unas graves acusaciones contra el profesor Morphy. Ha dicho que es un traidor y que se ha lucrado con los experimentos. También ha dicho que el suero ha terminado en manos del profesor Presbury y que por eso ha fallecido.

—Tonterías —dijo el coronel.

—Dos chimpancés infectados con el suero de Lowenstein estaban en poder de un criminal alemán hace una semana, pero fueron incinerados —dijo Sherlock Holmes—. ¿Estaba usted al tanto de eso, Crandle?

—¿Es eso cierto, MacDare? —dijo el hombre invisible.

—Vuelvan a su trabajo —respondió el coronel, e indicó a sus hombres que nos escoltaran fuera del
St. Matilda College
.

Mientras recorríamos el consabido laberinto, Sherlock Holmes preguntó:

—¿MacDare? No me diga que es usted MacGregor «El Osado».

El coronel no respondió.

—¿Quién es «MacDare»? —pregunté yo.

—Un claro ejemplo de hasta dónde puede llegar nuestro gobierno en sus operaciones encubiertas. Un pajarito me dijo que comenzó a los dieciocho años en la Sección Especial del CID, el Departamento de Investigación Criminal, y trabajó como infiltrado en grupos fenianos y en los Dinamiteros. Es usted oficial de la Marina, ¿verdad, coronel «MacDare»?

—Cállese —dijo.

—Aunque no creo que exista documentación sobre él, MacDare ha estado realizando trabajos bastante sucios por cuenta de la Corona —continuó el señor Holmes—. Colaboró con la policía de Bengala hostigando a los grupos rebeldes, y ha estado en el Congo, en Alemania, en España, en Francia, en Rusia, en Ruritania… ¿Sabe, Mercer, que se dice que este intrépido caballero mantiene a raya a los peligros que acechan a Gran Bretaña incluso desde más allá de la Luna? No es que yo lo crea, pero…

El coronel MacGregor, o MacDare, o como quisiera llamarse, se detuvo en seco y le pegó un bofetón a Sherlock Holmes con el reverso de la mano. La nariz del detective comenzó a sangrar.

—¿Cree que lo sabe todo, Holmes?

—Ya le he dicho que yo también he realizado servicios para
Whitehall
fuera de Inglaterra y conozco su departamento secreto.

—Usted jamás ha trabajado para el Escuadrón de las Sombras —respondió el coronel.

—Dios mío, ¿ahora llaman así a los grupos de operaciones encubiertas? ¡Qué pintoresco!

—Solo a uno, el nuestro —dijo MacDare—. Es apropiado. Luchamos contra sombras, y nos convertimos en sombras.

—Ese concepto les encantaría a ciertos caballeros del país de las barras y estrellas, un grupito de aficionados a mondar naranjas que se hace llamar Ku Klux Klan… Aunque, por el contrario, no creo que le gustara mucho a los responsables de Scotland Yard. Debería haber visto Whitechapel en los viejos tiempos; eso sí que eran sombras dentro de sombras en cada esquina. Ah, qué tiempos aquellos…

—Lo que piense el Yard nos trae completamente sin cuidado.

—Seguro que sí, coronel MacDare. Presumo, por supuesto, que fue usted y no el profesor Morphy, quien realizó la «transacción» de los chimpancés con Von Hoffman. Qué suerte que ardieran, ¿verdad?

—Von Hoffman estaba bajo control —dijo—. Los propios alemanes lo habían desterrado. Era un loco… ¿Cómo ha sabido usted que su laboratorio se quemó accidentalmente?

—No lo sé todo, coronel, pero sé muchas cosas. Por ejemplo, tengo amplios conocimientos de baritsu. Mire, se lo demostraré.

Entonces, Sherlock Holmes hizo algo que me dejó patidifuso: Antes de que nadie pudiera hacer nada, y sin que los dos soldados que le apuntaban con sus fusiles reaccionaran, hizo un extraño giro digno de un contorsionista, le arrebató el bastón a MacDare, y para sorpresa de todos, desenfundó un estoque camuflado en el puño y puso la punta de la hoja en la garganta del coronel.

Su movimiento, en efecto, rivalizaba en rapidez con el que había visto realizar a Seth Pride la madrugada anterior. Después de todo, el señor Holmes no era un farolero jactancioso.

—¡Márchese, Mercer! ¡Busque ayuda!

No me lo tuvo que decir dos veces.

XI

L
A JAULA

Mi estancia en la cárcel me había convertido en un alérgico a las prisiones, o mejor, a la idea de que alguien me encerrara. Cuando esos militares nos atraparon al señor Holmes y a mí, me imaginé de nuevo en una celda y la idea no me gustó en absoluto.

Había pasado diez años de mi vida en la penitenciaría de
Newgate
, y al contrario que el coronel Sebastian Moran, de quien Watson me había hablado, mi retrato no apareció nunca en ningún calendario de criminales célebres. No había hecho nada para merecer tal honor, pues antes de trabajar con Bernard Barker y con Sherlock Holmes, fui un delincuente de los llamados «comunes».

Entré en
Newgate
en 1875, cuando tenía veintisiete años. Como ya he dicho, aprendí el oficio de niño, en esa edad en que trampear por las calles, darle el palo a los borrachos y robar a las ancianitas no es más que un juego. Es cierto que la pasma me pilló un par de veces, pero los agentes se permitían cierta manga ancha con los críos: se limitaban a darnos una buena paliza y luego nos dejaban en la calle, doloridos y sin un penique. Algunos de mis compañeros no tuvieron tanta suerte, y acabaron en fosas comunes del cementerio.

Me cazaron —a mí y a Donnie Fell y a Tipsy Gruber— cuando robamos en una casa de empeños en
Limehouse
. Era propiedad de un avaro chino, del que habíamos oído decir que tenía una fortuna en oro en su establecimiento. No era cierto, pero encontramos un buen pellizco en metálico, más algunas joyas que, sin duda, también eran robadas. Entramos por la noche en la tienda —Donnie era un genio con las cerraduras—, arramblamos con todo lo que pudimos, y en la puerta nos esperaban dos agentes de la poli, entre ellos el famoso Johnny el Honrado. No solo nos detuvieron a los tres y nos apalearon allí mismo, en mitad de
Druid Street
, sino que el Honrado se quedó con las joyas. Y aun así tuvimos suerte, pues si nos hubieran dejado en manos del viejo chino, seguro que nos habría cocido vivos o algo todavía peor. Los chinos parecen dóciles, pero cuando lo desean pueden ser unos auténticos bastardos.

La cárcel fue uno de esos infiernos que solo puedo comparar con una enfermedad muy dolorosa que no te acaba de matar… algo parecido a que te crezca un corazón con dientes que te va devorando de dentro hacia fuera, y que te convierte en una cosa muy distinta a la que eras al principio. Muchos de los que pasan por allí salen convertidos en crueles asesinos —Tipsy mató a dos irlandeses en
Newgate
, y al salir a la calle desapareció sin dejar rastro; a Donnie, por el contrario, le cortó el cuello un tipo enorme al que llamaban Tom Boy—. En mi caso, cuando volví a las calles, y después de lo que había visto tras las rejas, decidí que nunca más me volverían a enchironar. Pasé dos años penando en cualquier trabajo de mala muerte: estuve en un matadero de
Whitechapel
, limpiando en bares, y sí, volví a trampear un poquito, como cuando era niño y le mangaba la cartera a los señoritos que se adentraban en nuestros barrios en busca de mujeres. Y por la época en que Jack el Rojo empezó a sembrar el terror en Londres, yo ya era chivato habitual de algunos polis. Era un buen método para evitar que me metieran entre rejas si me trincaban… pero no tan bueno, pues corría el peligro de que en cualquier momento, mis propios amigos y compañeros del hampa me arrojaran de cabeza al Támesis con unos cuantos ladrillos en los bolsillos del abrigo. Dentro y fuera de la cárcel, los soplones tienen un promedio de vida muy bajo.

Fue en aquella época precisamente, a finales de 1888, cuando conocí a Bernard Barker. Por entonces, tanto la Metropolitana como el Yard estaban metidos hasta las cejas en el asunto del Destripador, y Johnny el Honrado y otros piesplanos de cuidado no me dejaban en paz. Fui yo el que soltó los nombres de Ostrog y de Klossowski —dos rusos locos que andaban por
Whitechapel
cargados de cuchillos— delante del inspector Abberline, que en ese momento se encontraba en compañía de Barker… No sé qué diablos estaba haciendo el detective en la comisaría, aunque por lo que averigüé más tarde, Barker era amigo de un jefazo de la época, el infame comisionado Warren —otro «hijo de la viuda»—, y quizá el detective también anduviera tras la pista de Jack. La mención de los rusos me valió la simpatía de Barker, que automáticamente los consideró sospechosos importantes, y así se lo hizo saber a Abberline. Poco después, cuando el tema de Jack el Salsitas se enfrió, Barker se puso en contacto conmigo para que le hiciera un par de recados sin importancia. Y así, abandoné el chivateo y me convertí en un sabueso, con un pie en los bajos fondos y otro en el lado cómodo de la ley, esto es, lejos de los calabozos.

(Por cierto, que si alguien en este mundo sabe quién era Jack el Destripador, ese es Sherlock Holmes. Una vez le pregunté por el caso y me dijo que se trataba de «un asunto para el que Gran Bretaña estuvo preparada, pero ya no lo está". A saber qué quería decir con eso. Yo, personalmente, pienso que el asesino era ese judío polaco al que llamaban "Delantal de Cuero». Debieron lincharlo cuando tuvieron ocasión).

Pero me estoy yendo por las ramas.

Mi horror ante la posibilidad de verme en la cárcel de nuevo —o al menos, en una celda militar— me dio alas aquella mañana de octubre de 1903, y salí corriendo por el pasillo como un pollo sin cabeza. Cuando rememoro ahora mis movimientos, no consigo recordar qué hice exactamente para salir de aquel edificio: Creo que me metí en un aula, luego en un cuarto de escobas que tenía una portezuela por la que llegué a los pisos superiores, y luego más escaleras, laboratorios y un despacho en el primer piso. Supongo que ya debía de haberse hecho oficial el anuncio de que se suspendían las clases en señal de duelo por la muerte del profesor Presbury, porque no me crucé con nadie.

Salté por la ventana y caí sobre un seto. Y no, no me rompí ni un hueso. Tuve suerte.

Ahora debía plantearme las cuestiones importantes: ¿Adonde ir? ¿Qué hacer? ¿A quién pedir ayuda?

La primera idea que se me pasó por la cabeza fue correr hacia la estación de Camford y tomar el primer tren que regresara a Londres. Utilizar el recurso de los cobardes nunca me ha amilanado; a la hora de huir, soy todo un valiente. Pero después pensé que quizá podría buscar a Barker y al doctor Watson para explicarles lo que había sucedido, pues quizá ellos le encontraran algún sentido. En esos momentos, no entendía por qué unos soldados del Ejército de Su Majestad Eduardo VII querían nuestras cabezas. Y toda aquella diatriba que había escuchado acerca de operaciones secretas y espionaje se me antojaba un tanto fantástica y lejana. Y además, había visto —valga la contradicción— a un hombre invisible con una mano de hierro… ¿Qué significaba que un coronel de una agencia secreta de nuestro Gobierno anduviera en tratos con científicos chalados que jugaban con venenos capaces de convertir a los muertos en caníbales andantes? ¿Traición a Inglaterra?

Y al detenerme a pensarlo durante un segundo, empezaba a ver el dibujo con bastante claridad. Y no me gustaba nada la idea de que nuestro enemigo en este escabroso asunto fuera una oscura sección de la Inteligencia Militar. En el mejor de los casos, nos iban a fusilar a todos.

Rodeé el edificio no con tanta prudencia como habría debido, y me detuve en una esquina de los jardines, oculto tras un árbol. Desde allí podía ver la entrada, donde había una docena de soldados al pie de las escaleras. Y por desgracia, también vi allí al doctor Watson, que tenían las manos esposadas a la espalda. Sin embargo, Barker no estaba, lo que podía significar que también había logrado zafarse de los militares, o bien que lo habían cosido a balazos. Como no había escuchado disparos, quise pensar (era un deseo más que otra cosa) que había sucedido lo primero.

Por la puerta principal salieron el coronel y sus hombres, que escoltaban a Sherlock Holmes, ahora también esposado. Sangraba por la nariz y cojeaba un poco, de lo que deduje que le habían zurrado la badana.

Sin embargo, el Maestro sonreía.

Me gustaría decir ahora que la visión de ese hombre extraordinario, que se crecía ante la adversidad de forma sistemática y presumía de ello, me infundió nuevas esperanzas y fuerzas para continuar. Pero lo que en realidad sucedió entonces fue que vi cómo MacDare gritaba unas órdenes a los soldados que estaban en la puerta, y estos se dividían en grupos y salían a rodear el edificio por los jardines. Y yo, claro, eché a correr por donde había venido.

Como no conocía Camford, ni estaba familiarizado con la zona universitaria, no me importaba entrar en un lugar u otro, de modo que salté una valla de la parte trasera de los jardines y me metí en el edificio contiguo. Lo cierto es que entonces yo ya tenía una edad respetable, y no estaba preparado para competir en velocidad con los muchachos de los fusiles, de modo que mi mejor opción —al menos a simple vista— era ocultarme en el recoveco más recóndito y esquivo. Estaba seguro de que mis perseguidores se disponían a peinar toda la universidad, pero ¡qué diablos!, yo tenía intención de ponérselo difícil.

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