Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online
Authors: Alberto López Aroca
Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror
—Les estuve siguiendo desde que salieron de
Chequers
. Vi al doctor y al otro tipo entrar en uno de los colegios, y también a usted y a Holmes. Preferí vigilar a su jefe y esperar.
Aquello me pareció directamente una mentira.
—¿Cómo lo hizo? ¿Dónde se escondió?
—Estaba en el tejado del
St. Matilda College
.
—¿En serio? —dije—. ¿Y cómo llegó hasta allí, señor Pride?
—Volando. Al igual que usted, vi cómo llegaban los soldados que llevaban a Watson. Y luego lo vi entrar a usted en ese taller. Supuse que se quedaría allí escondido, esperando a que alguien fuera a salvarlo.
No tenía sentido preguntarle qué diablos quería decir con eso de que había subido volando. Estaba seguro de que me atizaría, de modo que decidí seguir por otro lado.
—No fue exactamente que estuviera esperando a que me sacaran de allí… Ya ha visto usted que me retuvieron.
—Claro. Ese gorila, el autómata, ¿verdad?
—Mightech —dije—. Su inventor, el profesor Voight, lo llama así.
—Voight —repitió con voz neutra—. Facultad de Ingeniería. Viajes a África. Sí.
—¿Y qué hizo usted hasta que fue a por mí? Porque estuve ahí abajo más de dos horas…
—¿Ha averiguado Holmes quién tiene el suero? —dijo, ignorando por completo mi pregunta.
—Es Morphy. Y con él está un tal Lewis Crandle, que es el hombre de la garra de metal al que buscábamos. ¿Sabe que realmente se hace invisible? Yo mismo vi esa mano flotando, y casi noqueó al señor Holmes.
—Morphy —dijo—. Facultad de Medicina. Cátedra de Anatomía Comparada. Doctor en Filosofía, Biología, y Química.
—Tiene una hija, Alice —añadí.
—Cállese. Hablaremos más tarde. Estoy pensando.
—Oh. De acuerdo.
En algún momento, el vehículo entró por alguna calleja, pues de repente estábamos en una zona de la ciudad que yo no había visto.
—¿Nos dirigimos a algún lugar en particular? —le pregunté a Pride.
—Sí.
—Eeeh… ¿Puedo preguntar adonde?
—¿Cómo se llama usted? —dijo.
—Mercer, señor.
Pride me lanzó una mirada que no me gustó un pelo. Soltó una mano del volante para sacar una de sus pistolas, que, ahora lo vi, estaban conectadas a dos cilindros que llevaba colgados a la espalda como si fueran una especie de mochila, y dijo:
—Duérmase, Mercer. Y a ser posible, no ronque. Ya es bastante molesto el hedor a heces de mono que desprende usted.
Una vez más, creí estar muerto. Y una vez más, del cañón no salió una bala, sino un gas de color verdoso que olía a…
Ni siquiera recuerdo cómo olía, pues me desvanecí en el acto.
Al despertar, sentí en la boca un regusto como de naranjas amargas, así que es de suponer que era a eso a lo que olía el dichoso gas. Pero no podría jurarlo.
Abrí los ojos y miré a mi alrededor. Estaba tumbado en un suelo húmedo, y en alguna parte titilaba la luz de una vela. Me incorporé y pude ver que me encontraba en una especie de cuartucho de retiro, lleno de trastos viejos y de telarañas. Recordé en el acto las hebras que Seth Pride había disparado sobre el monstruo mecánico de Voight. Entonces oí voces en alguna parte.
Seguí hacia una puerta abierta de par en par, pues era de ahí de donde procedía la luz, y miré al otro lado.
Bernard Barker estaba allí, de pie frente a una mesa a la que estaban sentados dos hombres. Jugaban a las cartas.
Había más de una vela: la de la mesa y algunas más repartidas por la estancia, sobre viejas estanterías, grandes toneles de vino y cajas de madera apiladas sin ton ni son. También había un par de camastros sucios en un rincón, uno al lado del otro. Y todo, todo el maldito lugar estaba repleto de telarañas, hasta en el último rincón. Casi me parecía estar escuchando el siseo de esos malditos bichos, que por si no lo saben, me ponen muy nervioso desde que era un niño. No me gustan esas patas largas, y las jorobas recubiertas de pelillos… Aaagh, qué asco.
—¿Adonde infiernos se ha marchado ahora su jefe? —oí que decía Barker.
—¿Y cómo quiere que lo sepamos nosotros? —Era la voz gangosa de un tipo que parecía una versión pelirroja y más joven de mí mismo: Llevaba una chaqueta vieja y un sombrero, y estaba fumando un cigarrillo. En su rostro se leía que era de mi gremio, esto es, un delincuente de poca monta. La forma en que miraba por encima del hombro, como si alguien pudiera mirar sus cartas, lo delataba, así como sus ágiles dedos, que intentaban acercarse disimuladamente al mazo de la baraja para hacer alguna trampa. Debía de ser medianamente bueno con las cajas fuertes.
—¡Tenemos que salir de aquí de inmediato! —insistió Barker.
El otro individuo dejó las cartas sobre la mesa, boca abajo, y dijo:
—Señor Barker, no le gustaría que el jefe se enfadara, así que es mejor que no hable en ese tono. Si lo oyera…
—¡Me importa un bledo!
—Ya lo oyes, Dion: Le importa un bledo. —El que había hablado volvió a coger sus cartas con total tranquilidad y siguió jugando. Este era calvo de la coronilla, pero tenía el pelo largo y blanco. Como estaba de espaldas a mí, apenas pude darme cuenta de que llevaba puestas unas lentes de chapa. Sus pantalones a cuadros eran tan viejos como los de su compañero, pero curiosamente, él estaba enfundado en una sucia bata blanca, parecida a las que esa misma mañana había visto que llevaban los profesores Morphy y Voight.
Decidí dejarme ver, y di un paso al frente.
—¡Mercer! —dijo mi antiguo patrón—. ¿Ya has vuelto al mundo de los vivos?
Como era una pregunta estúpida no me digné a responder.
—Me alegro mucho de verle, Barker. Cuando vi que no estaba usted con Watson, pensé lo peor…
—¿Vio a Watson?
—Sí, cuando fueron a por nosotros. ¿No sabe que también tienen al señor Holmes?
—Ese Pride no se ha dignado a decir palabra y tampoco estos dos inútiles —dijo, y señaló a los individuos de la mesa.
El tipo de la bata blanca se levantó y extendió su mano para que yo se la estrechara.
—Soy el profesor Maple, pero puede llamarme Profe, si quiere —dijo. Yo pensé: «Lo que faltaba, ¡otro profesor más!»—; este caballero de aquí es el señor Dion Yorick. Y es un tramposo.
—¿Trabajáis con Pride? —pregunté.
—Esto… sí, claro —dijo el pelirrojo Yorick.
—Más bien di que trabajamos
para
el señor Pride —dijo Maple.
—Maldita sea, sí, eso quería decir, Profe…
—¿Y qué hacéis
para él
, exactamente?
—Oh, esto y aquello —dijo Maple—. Le ayudamos.
—Sí, estamos para lo que haga falta, claro que sí —dijo Yorick—. Somos sus colaboradores más importantes.
—Sus
únicos
colaboradores, Dion.
Aquello era de risa. Recordé lo que había contado Sherlock Holmes acerca de Pride y de su particular «cruzada contra el crimen» (si es que en realidad se trataba de eso, y no de lo contrario), y no logré encontrar una buena razón para que ese individuo tan extraño e imponente llevara consigo a ese par de payasos. Aunque claro, bien pensado, cualquiera que hubiera visto al señor Holmes en compañía de servidor o del doctor Watson, quizá habría opinado del mismo modo… pero no lo creo.
Cogí una de las cajas que había por allí y me senté. Aún estaba un poco mareado.
—¿Llevo mucho tiempo durmiendo? —pregunté.
—Pride te trajo hace cosa de diez minutos —dijo Barker.
—¿Qué hora es?
—La una y media.
—¿De la madrugada?
—Del mediodía.
Pues resultaba que había dormido apenas un ratito.
—¿Y qué estamos haciendo aquí, si puede saberse? —dije.
—Esperamos al señor Pride —dijo Maple.
—Bien. ¿Y cuáles son los planes?
—El señor Pride nos los contará cuando lo considere oportuno —dijo Yorick.
Me alegré de que fueran más comunicativos que su jefe. Estaba claro que Barker se había portado con ellos como un idiota… y no es que eso fuera una novedad, claro está.
—¿Y estamos en…?
—En el sótano de una casa abandonada, en la zona oeste de Camford. Nos instalamos aquí hace ya ocho días —explicó el Profe.
—¿Y habéis trabajado mucho?
Los dos tipos se miraron uno al otro.
—Primero estuvimos fisgando en la aldea de
Foggerby
, en busca de ese alemán chalado y sus enormes bichos… Y después de aquello, el Profe se coló en las oficinas de la universidad y estuvo mirando los registros y las fichas de la plantilla —dijo Yorick.
—Y copió todos los datos útiles —dije yo.
—No, los robó. El jefe los tiene en alguna parte.
Maple esbozó una tímida sonrisilla. Después de todo, quizás no fueran tan solo un par de payasos. Lo que hacían se parecía mucho (demasiado) al trabajo que yo realizaba para Sherlock Holmes. A él tampoco le importaba demasiado que mis métodos fueran un tanto discutibles.
—¿De dónde has salido, Mercer? —preguntó Barker, y procedí a realizar un resumen de mis aventuras de la mañana. Visto lo visto, no me guardé nada para mí, pues Maple y Yorick parecían ser lo que decían… y hasta que se demostrara lo contrario, Seth Pride iba en nuestro mismo barco. Al menos, a mí me había salvado el pellejo.
La narración de Barker —cuyo traje oscuro estaba todavía manchado de barro, sus lentes oscuras rotas y el sombrero con pinta de que le hubiera pasado por encima un tranvía— me resultó un tanto confusa: Decía que en los tres colegios que habían visitado (el
Blakeney
, el
Clayton
y el
Flashman
, creo recordar) nadie conocía la identidad del hombre de la mano de metal, aunque a todo el mundo le resultaba familiar. Entonces, cuando se disponían a salir del
Flashman College
, Barker tuvo una necesidad perentoria que le obligó a abandonar unos momentos al doctor Watson… No fue muy explícito al respecto, pero estaba claro que se refería a una «llamada de la naturaleza», debida con seguridad al rápido desayuno que, recordé, había tomado en
Chequers:
Nada menos que café y zumo de naranja, y creo que un puñado de uvas pasas. Los demás, algo más sensatos, habíamos desayunado pan con queso y algo de carne, y me parece que el señor Holmes, en su línea ascética, había ayunado.
La ligera indisposición de Barker le salvó de ser apresado por los hombres de MacDare, pues cuando iba de regreso al vestíbulo, se encontró con que Watson estaba discutiendo a voz en grito con unos soldados, e incluso llegó a atizarle a uno de ellos con su bastón. Así las cosas, Barker se hizo el sueco y aguardó en una columna a que los muchachotes terminaran de reducir —a duras penas, me contó— al bueno del doctor. Con todo, consiguió que Watson lo viera, y Barker le hizo señas de que tuviera paciencia, que ya vendrían tiempos mejores… o algo así.
Por desgracia, uno de los soldaditos vio al detective, y mientras los otros salían con su prisionero, el chico se acercó a Barker, quien dio media vuelta y se internó por un pasillo. El soldado no se dio por rendido ni mucho menos, sino que lo siguió, hasta que Barker lo emboscó en una esquina y se lió a tortazos con él.
—Le dije a ese muchacho que no podía detenerme, que yo tenía amigos importantes, e incluso realicé el saludo que corresponde a mi grado masónico, pero el soldado no entró en razón. Me partió las gafas con la culata de su fusil, y yo le partí la cara, claro —explicó Barker—. Lo dejé maniatado con su propio cinturón en una de las letrinas. Espero que tarden mucho en dar con él, demonios.
Al parecer, salió por una de las ventanas de la planta baja del edificio, pero con tan mala fortuna que cayó en un charco. Además, había desenfundado su revólver, e iba por ahí, de jardín en jardín, convencido de que los soldados iban a saltar sobre él en cualquier momento. No sabía dónde se encontraba exactamente cuando alguien se le echó encima y lo dejó inconsciente. Cuando despertó, ya se encontraba en el escondrijo de Pride.
—El jefe nos ordenó esta mañana que anduviéramos por la zona de la universidad, pero sin dejarnos ver demasiado —dijo Maple—. No hicimos nada más que gansear por allí, hasta que el señor Pride encontró a Dion y le ordenó que recogiéramos un «fardo» en la caseta del jardinero de uno de los colegios y lo trajéramos aquí. El fardo era el señor Barker, que no ha dejado de interrogarnos desde que volvió en sí. Pero ya le hemos dicho que nosotros no sabemos nada más.
—Si el jefe quiere contarnos sus planes, lo hace en el momento oportuno, esto es, cuando le viene en gana —dijo Yorick.
—Y este es un buen momento —dijo una voz aguda a nuestras espaldas. Obviamente, era Seth Pride.
—¡Usted! —exclamó Barker—. ¿Por qué me ha golpeado, maldito bruto?
—Porque iba usted saltando setos con un arma en la mano, como un pato mareado. Estaba asustado y le habría disparado a cualquiera. No me dejó otra opción.
—¿Y cuál es el plan, jefe? —preguntó Maple.
—Uno muy sencillo: Vamos a liberar a Sherlock Holmes y al doctor Watson, y después destruiremos una base militar británica.
—¡Bravo, bravo! —gritó Yorick, que se puso en pie, tiró la mesa de las cartas al suelo de una patada y comenzó a aplaudir. El Profe incluso se acercó a su compañero para abrazarlo, y (¡lo juro!) ambos se pusieron a bailotear mientras tarareaban una polka. Seth Pride les sonrió y mostró sus afilados dientes.
Aquellos tipos estaban como una cabra, y la mirada de Barker me confirmó que ambos compartíamos la misma opinión y nos preguntábamos la misma cosa: ¿La situación estaba mejorando realmente?
C
AMP BRITON
Resultó que Pride había establecido su base de operaciones en el sótano tan solo porque le gustaba la oscuridad y la compañía de las malditas arañas (su excentricidad llegaba al extremo de tener, en lugar de un jergón, una especie de hamaca o tumbona que se había fabricado con sus redes). Pero en el patio interior de la casa guardaba algo que a mí me hizo abrir unos ojos como platos.
—Señores, este es el helicoche —dijo.
Ahora comprendía por qué Seth Pride consideraba que el ruidoso Benz era un medio de transporte discreto.
En el patio crecían un par de almendros centenarios, y las malas hierbas cubrían todo el suelo y habían logrado agrietar los muros. Por todas partes había montoncitos de escombros, tiestos rotos, charcos donde vi saltar algunas ranas inusualmente grandes —o eso me pareció a mí—, e incluso entre la maleza verde se podía vislumbrar una herrumbrosa bicicleta de las viejas, con su enorme rueda delantera.