Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online
Authors: Alberto López Aroca
Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror
—Pero Dirk, este hombre puede haber inventado ese dislate.
—¿Por qué inventar algo así? ¿No habría sido más fácil cualquier otra explicación más sencilla? No, profesor, será mejor que hablemos con MacDare y averigüemos quiénes son sus prisioneros.
—¿Le dirán que me han visto? —pregunté, un poco asustado ante la perspectiva de que me fueran a entregar.
—No —respondió Manson—. Le diremos que me presento voluntario para ayudarles en la búsqueda y que necesitamos saber quién es el fugitivo.
—Al coronel no le va a gustar que te presentes así como así, Dirk.
—Tiene razón. Ya me ha amenazado varias veces, pues tiene miedo a que hable con alguien de su trabajo aquí, profesor… Además, ¿qué hacemos con el señor Mercer?
Voight me miró de arriba abajo un par de veces, después miró al monstruo, y dijo:
—Lo dejaremos al cuidado de Mightech. No querrá que nuestro amigo le arranque los brazos y las piernas, ¿verdad, señor?
—¿Mightech es esa cosa?
—Sí, caballero. Aunque puedo dirigirlo con este dispositivo —y me mostró la cajita rectangular—, también tiene funciones automáticas. Por ejemplo, si le ordeno, como pienso hacer, que no le deje a usted salir de aquí de ningún modo y que lo mate si usted lo intenta, lo hará sin pensarlo.
—¿Es… es una especie de autómata? ¿Como los cucos de los relojes?
—Sí, señor Mercer —dijo el profesor—. Un cuco muy especial.
Volvieron a encerrar al orangután, que siguió fumando su puro en la jaula, y ni tan siquiera se molestaron en maniatarme. Voight pulsó unos cuantos botones de su cajita, y me pareció —aunque creo que eso fueron imaginaciones mías— que susurraba unas palabras al oído de ese monstruoso gorila artificial.
Después, los dos hombres se dirigieron a la puerta.
—Quédese aquí y espere a que volvamos —dijo Manson—. Confíe en nosotros. Si es quien dice ser, y las cosas son como usted nos ha explicado, podrá contar con nuestra ayuda.
Apagó las luces, cerró la puerta tras de sí y echó la llave.
En la oscuridad, los animales de las jaulas siguieron realizando sus ruiditos, como risas y gorjeos de una pequeña multitud que encontrase muy divertida mi adversa fortuna.
Los ojos de Mightech, iluminados ahora con un intenso color rojo, me vigilaban en la oscuridad. Era la omnisciente mirada del dios, no de un imperio perdido, sino de un mundo de locura y horror que estaba por llegar, ahí mismo, a la vuelta de la esquina.
Y yo podía ver el brillo de sus colmillos.
E
L HOMBRE DE LA TELA DE ARAÑA
Después de todo, había logrado meterme voluntariamente en una jaula —junto a un mono fumador y demasiado cariñoso; como ya he dicho, he tenido peores compañeros de celda—, y luego me las había ingeniado para que me encerraran con un horripilante ser mecánico. Estaba claro que no era mi día de suerte.
Transcurrieron dos inquietantes horas conmigo inmerso en la oscuridad, saltando cada vez que oía pasos en el corredor, al otro lado de la puerta principal. Voight había cerrado la entrada que yo había utilizado, la que comunicaba con el taller de automóviles (supuse que esos trastos serían una de las muchas aficiones del profesor). Cada vez que yo me movía por la estancia de aquí para allá, la cabeza del monstruo se giraba y me seguía con sus ojos luminiscentes.
—Eres un chico obediente —le dije al peludo autómata—. ¿Sabes que cuando uno se acostumbra a ti, resultas hasta simpático? Sí, señor, eres un tipo muy majo. ¿Juegas a las cartas? ¿No? Bueno, a mí tampoco me gusta demasiado. Me han desplumado demasiadas veces los tipos equivocados, y la verdad es que no soy muy bueno a la hora de pagar deudas. En serio, no me gustaría deberte seis peniques, muchacho. Estoy seguro de que me arrancarías la garganta, ¿a que sí?
Así estuve durante un buen rato, hablando solo, o mejor dicho, hablándole a esa cosa, que se limitaba a zumbar como un maldito moscardón y a mirarme con esas bombillas rojas.
—Mira, estoy seguro de que no te importaría que saliera a tomar un ratito el fresco, ¿verdad? Aquí huele fatal, amigo. Tú también lo notas, ¿no? Todos estos apestosos monos (perdona, no va por ti) van al aseo en sus propias jaulas y sin pedir permiso a nadie… Son unos maleducados, no como tú. Porque tú no necesitas ir al baño, y eres todo un caballero, ¿verdad que sí? Es decir, que si me acerco a la puerta trasera, tal que así, ¿lo ves?, no intentarás descuartizarme, ¿verdad que no?
Y en cuanto me puse a hurgar en la cerradura, la mole de metal y pellejo de monos muertos fue tras de mí a una velocidad que no le habría supuesto nunca. No llegó a ponerme una de sus manazas encima, pues rápidamente di media vuelta y regresé junto a la jaula de M'link. Ahí adentro, resplandecían los ojos dorados del orangután junto con la punta incandescente del cigarro puro. Al menos alguien lo estaba pasando bien.
Y afuera, Sherlock Holmes y el doctor Watson estaban retenidos en alguna instalación militar, y Barker… sólo Dios sabía lo que había sido de Barker. La esperanza de que el profesor Voight y su amigo Manson pudieran ayudarme parecía cada vez más lejana, y mis posibilidades de escapar de allí se me antojaban nulas… o no.
Entonces decidí probar una estratagema que bien podía volverse en mi contra.
Descorrí el cerrojo de a quien ya consideraba mi amigo M'link, el gran mono Amo del Fuego —como lo había llamado Voight—, e hice lo propio, una por una, con el resto de las jaulas. Lo cierto es que no quise mirar demasiado al otro lado de los barrotes, pues presumía que no me iba a gustar mucho lo que allí pudiera encontrar: Esos monos podían ser todos antiguos acróbatas entrenados, o bien animales salvajes arrancados de sus respectivas junglas hacía ya tiempo, sedientos de sangre y venganza contra los hombres. Era una locura de idea.
Cuando me quise dar cuenta, la estancia estaba repleta de toda clase de simios saltarines, unos mayores que otros, algunos tan grandes como Mightech, que medía seis pies y medio. Un par de monitos se me abrazaron cuando comenzó el pandemónium de gritos, júbilo y alegría, y se quedaron conmigo junto a la puerta trasera. Algunos de los grandes se enzarzaron a porrazos (¿serían machos y hembras jugando a «que te pillo»?), y en general, los animales se dedicaron a disfrutar de su libertad del mismo modo en que lo habrían hecho los presos de una cárcel durante un motín: Destrozando todo lo que caía en sus manos.
Al autómata le importó un bledo que a su alrededor se hubiera desatado un infierno; seguía vigilándome con atención. Había pensado que el movimiento de los monos quizá lo despistaría, pero él tenía muy claro quién era su presa.
Y el escándalo no iba a tardar en llamar la atención de alguien.
Estaba bastante claro que me iban a pillar, y eso en caso de que no me hiciera pedazos antes alguno de los simios grandes…
Y es que entonces, una cosa de pelaje gris, del mismo tamaño que yo, que avanzaba con elegancia apoyada sobre sus nudillos, se me aproximó gruñendo y se plantó delante de mí. No era como Mightech, pues sus fauces se abrieron para soltar un aullido que casi me dejó sordo. Los dos monitos que con tanta ansia se me habían subido encima saltaron sobre las jaulas, lejos de nosotros.
El gorila —pues eso sí que era un gorila— comenzó a golpear con sus puños contra el suelo y a bailotear, como si me estuviera retando a una lucha. El Adams que me había entregado Barker había quedado en manos de los soldados de MacDare, y por una vez, habría matado por tener un arma de fuego.
Era una de esas situaciones en que uno puede elegir entre dos opciones: Aflojar los esfínteres y dejarse matar, o intentar algo desesperado e igualmente dejarse matar. Casi había llegado a la primera opción —sentí humedad en mis pantalones— cuando me volví a la cerradura de la puerta y empecé a patearla. Y si el gorila me agarraba por detrás y me devoraba, si Mightech me cogía y me desmembraba… pues bien, yo sólito me lo habría buscado.
Fue el gorila, claro, el que se abalanzó sobre mí, me cogió por la espalda y me arrojó contra la jaula vacía de M'link. El trastazo fue de órdago.
Entonces sucedió algo que yo no habría esperado ni en mil años: El autómata, que se había mantenido al margen de las «actividades» de los auténticos simios, avanzó con su ya comprobada rapidez hasta el gorila gris, lo agarró por el cuello y comenzó a estrangularlo.
O bien tenía órdenes de protegerme, o se le había fundido algún fusible. En cualquier caso, no me detuve a observar cómo el gorila se debatía a puñetazo limpio ante su poderoso oponente —me dio tiempo a ver cómo Mightech le arrancaba un brazo a la bestia y comenzaba a golpearla con él—, y corrí de nuevo a la puerta para intentar echarla abajo a patadas. La cerradura cedió por fin, y al abrir la hoja sin mirar atrás, pues ya sabía lo que se me estaba viniendo encima, volví a quedarme paralizado.
Al otro lado, en pie y con sus dos extrañísimas pistolas desenfundadas, estaba el misterioso hombre de orejas puntiagudas llamado Seth Pride.
Estoy seguro de que si se hubiera tratado de Sherlock Holmes, no me habría sorprendido tanto. A fin de cuentas, sus poderes de observación, y deducción, y todas esas zarandajas, le permitían seguir cualquier rastro y extraer las conclusiones más acertadas. No habría sido raro que hubiera podido colegir en algún momento que yo me encontraba encerrado en el sótano de ese edificio en particular, y no de cualquier otro, y además, rodeado de monos asesinos.
También esperaba que, de algún modo, el señor Holmes hubiera logrado escapar de sus captores junto con el doctor Watson para aparecer en el último segundo y sacarme las castañas del fuego. Pero lo cierto es que casi me había olvidado de la existencia de Seth Pride.
—Vámonos de aquí —dijo—. Sígame.
—Pero Mightech…
—¿Quién?
—El gorila grande, el autómata…
—¿Autómata…?
Mightech se incorporó con las manos llenas de sangre, en una de ellas el brazo arrancado del gorila gris, la otra todavía medio enredada en los intestinos de su difunto y maltrecho adversario, que estaba soltando las últimas bocanadas de vida. El resto de los simios se habían ido al otro extremo de la estancia, aunque un par de ellos —creo que los dos pequeñajos que ya habían buscado protección en mí— se me colaron por debajo de las piernas y ya debían andar por la calle, molestando a los estudiantes. Si la máquina andante de Voight había sido capaz de hacerle eso a un simio de ese tamaño, la verdad es que no pude imaginar qué podría detener a ese monstruo. Tenía un potencial destructivo tan grande como el de los zombis de la casa de Presbury.
—Ah, ya veo —dijo Pride, que había levantado una de sus cejas con curiosidad—. Aguarde un instante.
Y disparó con una de sus pistolas. En lugar de escucharse un estampido, lo que pude oír fue un silbido, y las dos flechas como manecillas de reloj que su traje llevaba incorporadas al pecho, incrustadas en dos círculo metálicos, comenzaron a girar. De repente, Mightech y el gorila muerto estaban recubiertos por una especie de tejido grisáceo, formado por multitud de hebras que se parecían muy sospechosamente a los hilos de una telaraña.
—¿Pero qué diablos es esa cosa que dispara? —pregunté, pero Seth Pride se enfundó el arma, me agarró del brazo y me arrastró escaleras arriba.
Cuando salimos al taller, Pride se detuvo y se dirigió a uno de los automóviles, uno de esos modelos alemanes de la casa Benz que actualmente ya no son tan populares en Inglaterra… Era el mismo que yo había visto con la capota del motor subida, y ahora parecía preparado para una carrera.
—¿A qué está esperando, hombre? —me dijo—. ¡Arranque el motor! ¡He dejado puesta la llave!
Como no sabía a qué se refería, di una vuelta alrededor del vehículo y vi que en la parte delantera había una manivela. Ya he dicho que había visto alguno de esos cacharros en Londres, pero la verdad es que nunca me había molestado en averiguar cómo funcionaban. Por tanto, me quedé como estaba y miré a Pride.
—¡Déle a la manivela, idiota! —gritó.
La giré una vez, y como aquello no funcionaba, lo hice en sentido contrario. Algo chirriaba en el motor.
—¡Más veces y más seguido!
Obedecí, y el tubo de escape comenzó a escopetear y a soltar un gas tan tóxico como el tabaco de Sherlock Holmes. Aunque quizá el humo del automóvil no oliera tan mal…
Subí al coche de un salto, pues por debajo del sonido del motor, me estaba pareciendo escuchar ruidos que procedían del sótano. Pride manipuló unas palancas y el cacharro empezó a moverse y a vibrar.
—Suba el toldillo; no queremos que nos vean —dijo. Pensé que habría sido más fácil hacerlo con el vehículo parado, pero en fin…
Conseguí poner los enganches en su sitio, y para entonces ya estábamos en la calle.
—¿Y cree que salir en un automóvil nos va a hacer pasar desapercibidos? —pregunté. Entonces me fijé en sus orejas puntiagudas y en su estrafalaria indumentaria, y pensé que sí, que tenía toda la razón del mundo y que aquello era una buena idea.
—Si hubiéramos utilizado mi propio medio de transporte, habríamos sido mucho menos discretos. Se lo aseguro.
—¿A qué se refiere?
Pride no respondió. Estábamos pasando por delante del coche de caballos de Dudley, que seguía allí, aguardando a que volviéramos y pensando en las buenas libras que el señor Holmes le iba a pagar por tan larga espera.
Era casi la una de la tarde y apenas había visto estudiantes en la calle de los colegios. El ruido del coche no parecía llamar demasiado la atención por el centro de la ciudad, y en la avenida de los cabriolés y demás vehículos de tiro, los cocheros miraron el Benz con cierto miedo, y sí, también con odio. No les culpo, visto lo que ha sucedido desde entonces hasta hoy.
Pride conducía a mucha velocidad, o eso me pareció a mí —íbamos mucho más rápidos que en un coche de caballos—, pero parecía acostumbrado a eso. Se le veía tan seguro que daba miedo. Por otra parte, aquel cacharro traqueteaba como un
hansom
y hacía el mismo ruido que los cascos de los jamelgos sobre el adoquinado, pero en ningún momento tuve la sensación de que nos fuéramos a estrellar.
—Le agradezco mucho que me haya rescatado de una situación tan difícil, señor Pride. Ha sido usted muy oportuno, pero ¿me podría decir cómo me ha encontrado?
—Le vi salir por la ventana del otro edificio —respondió.
—¿Eh?