Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online
Authors: Alberto López Aroca
Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror
Abajo había tal lío montado que nadie se fijó en la cosa voladora que se posó sobre el tejado del cuartel de la base. Los payasos de Pride habían hecho bien su trabajo, aunque por el aspecto que tenían las cosas —barracones ardiendo, soldados corriendo de acá para allá, disparos por doquier, gritos y maldiciones—, no me parecía muy probable que sobrevivieran al asalto. Eran unos valientes, esos dos chiflados.
Seth Pride abrió la puerta del helicoche, dejó que la escalerilla descendiera y desenfundó la pistola de redes.
—¿Contra quién debo disparar? —le pregunté, pues recordé sus sucintas instrucciones, y justo en ese momento sonaron dos disparos a mis pies.
—Contra el tipo de la torreta —dijo Pride.
Lo que sucede cuando uno es un delincuente especializado en robos con escalo, butrones y otras naderías, es que acaba por ignorar muchas de las cosas que a las personas «normales» les parecen evidentes. Del mismo modo en que por entonces no sabía ni papa acerca del mundo universitario, lo mismo sucedía con mis conocimientos sobre los militares y sus circunstancias, salvo que eran unos descerebrados que iban por ahí armados, y que los altos mandos eran unos tipos estirados que solo pensaban en marcharse a tal o cual país para cargarse a unos cuantos indígenas. Por ejemplo, yo había admirado desde el bosquecillo la torreta que había a un lado del edificio, destacándose sobre el tejado, y me había parecido un bonito adorno. Es decir, que no se me había ocurrido que allí arriba habría un vigía preparado para disparar sobre el primer imbécil que se posara con una nave voladora… como si esos cretinos lo hubieran previsto.
En realidad, aquello me permitió establecer una comparación definitiva y bastante útil:
Camp Briton
se parecía mucho, mucho, mucho a la prisión de
Newgate
. Allí también había torreta, pero en el caso de la base militar, el tipo de las alturas no miraba a los presos del patio, sino al horizonte y a todos aquellos que pudieran acercarse. De hecho, me pareció extraño que no hubiera visto descender de entre las nubes nuestro cilindro volante, y así se lo dije al señor Pride.
—Siempre creen que es un pájaro grande o algún tipo de alucinación —me explicó—. Nadie mira hacia el cielo cuando hay tanto que vigilar en tierra.
Todo aquello —mis razonamientos, el comentario del misterioso Pride— me pareció muy bien. Pero no tenía intención de disparar contra nadie, de modo que apunté hacia la base de la torreta y apreté el gatillo. No es que tuviera ganas de que me acribillaran, pero al menos quería guardar las apariencias…
Fue como una coz de caballo. La sacudida me tiró de espaldas y solo pude oír el estallido. Cuando alcé la cabeza mientras intentaba incorporarme, pude ver que la torreta había saltado en pedazos… ¡Y era de piedra y cemento, por el amor de Dios!
—¿Qué infiernos es esta cosa que me ha dado, Pride? —le grité, olvidando por completo mis modales. Seth Pride estaba enganchando un grueso cable metálico a la base del helicoche, y con una sonrisa en el rostro me respondió:
—Tome, recárguela —dijo, y me arrojó un proyectil ovalado que medía la mitad del cañón del arma—. ¿Verdad que nunca antes había visto algo así?
«Y no lo volveré a ver si está en mi mano impedirlo», pensé, pero no dije nada. La pistola se abría por el lugar donde debería haber estado el percutor —no me supuso ningún esfuerzo averiguarlo—, y aunque no tenía la más mínima intención de volver a disparar, introduje la bala y dejé el arma cargada.
Pride se aproximó al borde del tejado y dejó caer el cable al vacío.
—Vigile que no suba nadie por cualquier otra entrada —me dijo, y a punto estuve de soltar un grito cuando lo vi arrojarse tras su maldito cable.
Por un momento, pensé en asomarme para ver el cadáver reventado cuatro pisos más abajo, pero después me dije: «Bah, a la porra», y me puse a buscar alguna abertura en el tejado para salir yo mismo de aquella trampa mortal en la que ese demente me había metido.
Pero no me dio tiempo. No puedo jurarlo, pero creo que no habían transcurrido ni treinta segundos cuando Pride reapareció justo por donde había caído, y corrió hacia el helicoche.
Yo me encontraba a una distancia prudencial y vi cómo el motor del cacharro se encendía de nuevo, soltaba su gas por la parte inferior y salía despedido hacia el cielo con un fuerte estruendo… El cable se tensó y arrastró tras de sí una reja de hierro, que cayó en el tejado, demasiado cerca de mí, con un fuerte estrépito. Y la nave, igual que había despegado, volvió a posarse justo donde había estado.
Ahora, Pride salió de un salto —obvió incluso desplegar la escala— con una maroma al hombro. Ató un extremo a una de las patas del cilindro y me dijo:
—Este es su billete de entrada, Mercer. Sígame.
Y una vez más, volvió a arrojarse al vacío.
Si ese chalado pretendía que yo también me suicidara, iba listo.
Guardé el arma en un bolsillo de mi chaqueta; después tomé la cuerda, me la enganché bajo las axilas, tal y como ya había hecho en otras ocasiones, en tiempos mejores —tiempos si no más felices, al menos sí más sencillos—, y me dispuse a descolgarme por la pared…
Y ahora sí, vi a Seth Pride reptando por la pared, boca abajo, y con la única ayuda de sus manos y sus botas… como una lagartija o una maldita araña. Iba en dirección a la ventana que, hasta hacía unos segundos, había tenido una reja de hierro.
No quise pensar en el prodigio que estaba viendo, de modo que me deslicé por la pared, apoyándome en los resquicios de los grandes bloques de piedra, y seguí a Pride al interior del edificio por la ventana.
Para dar más emoción a la situación, podría decir que estuve a punto de resbalar debido a mi torpeza, o quizás a mi avanzada edad, o cualquier otra cosa… Pero lo cierto es que estaría mintiendo. Me desenvolví como si hubiera vuelto a ser un muchacho de veinte años, fuerte y ágil, y cuando estuve en la estancia y puse los pies en el suelo, pensé: «Otis, eres un gran tipo». Y entonces sentí que hasta el último músculo de mi cuerpo temblaba, y que los huesos me dolían como si Johnny el Honrado me hubiera dado un buen repaso.
Estábamos en un calabozo (¡otra vez!), si en mi vida he visto uno. Seth Pride miraba a su alrededor, como si lo que buscaba se hubiese desvanecido en el aire. Y es que era eso exactamente lo que había sucedido.
—Holmes y Watson tendrían que estar aquí —dije yo, y no estaba preguntando.
—Estaban —dijo Pride—. Yo mismo los vi. Deben haberlos cambiado de celda por algún motivo.
La puerta se abrió.
Por enésima vez en menos de veinticuatro horas, no podía creer lo que estaba viendo. Y lo mejor de todo es que, a juzgar por su expresión, el arrogante y de todo punto infalible Seth Pride (o eso creía él) también se había quedado con la boca abierta.
—Ya sabía yo que usted también tenía gusto por las apariciones teatrales, señor Pride… Pero reconozco que en esta ocasión me ha superado —dijo Sherlock Holmes.
E
L TELÉFONO
—Watson, ¿No le había dicho yo que el señor Mercer es hombre de muchos recursos?
Mientras en el exterior del cuartel general de la base militar
Camp Briton
se había desatado el infierno —las explosiones y los tiroteos continuaban, ¡parecía que los chicos del señor Pride no se cansaban nunca!—, Sherlock Holmes estaba tomando té indio en la taza del coronel Daniel MacGregor, fumándose uno de los cigarros turcos del coronel, y sentado en la silla del despacho del coronel.
Ese tipo tan desagradable al que llamaban MacDare estaba atado a un sillón, vigilado muy de cerca por el doctor John Watson, que se encontraba sentado en una silla y empuñaba un revólver Webley con el que apuntaba a la cabeza del prisionero.
El despacho estaba situado un piso por debajo de los calabozos, y allí nos llevó el señor Holmes cuando nos encontró a Seth Pride y a mí boquiabiertos en el interior de la celda que el detective y su amigo Watson habían ocupado durante unas horas. Según nos contó mi jefe, había intentado conseguir que el coronel MacDare entrara en razón, y le explicó una y otra vez que ya se había producido una «fuga» en los experimentos de Morphy, y que por esa causa habían muerto inocentes. El doctor aportó su testimonio para demostrar que el señor Holmes decía la verdad, y le habló de los corazones dentados que encontramos en los cuerpos de Presbury y el joven Bennett… Pero el cabezota de MacDare no quiso dar su brazo a torcer, aun cuando nosotros no habríamos tenido otro modo de conocer la naturaleza del trabajo del profesor Morphy, y los dejó encerrados a la espera de recibir instrucciones de qué hacer con aquel par de civiles entrometidos. En mi opinión, estoy seguro de que no los mandó al paredón directamente porque el señor Holmes es muy persuasivo y había conseguido sembrar alguna duda en la cuadriculada mente del militar.
Pride no había dicho ni una palabra desde que Sherlock Holmes —quien, al igual que Watson, también llevaba un revólver— nos había conducido por las escaleras hasta el despacho.
—Como bien sabe el amigo Mercer, el escamoteo es todo un arte, señor Pride —explicó—. No me resultó difícil robarle la llave al soldado que nos encerró, pues el bueno de Watson opuso algo de resistencia, y aunque recibió un par de golpes en la cabeza (¡posee usted un cráneo envidiable, amigo mío!), la jugada salió bien. Fue sencillo salir de la celda cuando nos quedamos sin vigilancia, y llegar hasta este despacho, que ostenta el nombre de nuestro anfitrión en la puerta… El coronel MacGregor debería hacer algo respecto a la seguridad en su centro de operaciones: Resulta bastante lamentable que un par de viejos como nosotros hayamos podido reducirlo a usted, recuperar nuestras armas y andar por aquí a voluntad, ¿no cree?
—Son ustedes imbéciles; alguien está atacando una base británica y me tienen inmovilizado, sin poder hacer nada —dijo MacDare, y echó un vistazo al hombre alto de las orejas puntiagudas y el oscuro traje ajustado—. ¿Y quién diablos es este personaje tan estrafalario?
—El responsable del asalto a su base, si no me equivoco —dijo Sherlock Holmes—. Señor Pride, le presento al coronel MacGregor, también conocido como «MacDare», pues es un temerario a la altura del general Gordon o Sir Harry Flashman… Coronel, este es el señor Seth Pride, uno de mis… asociados. Al menos de modo provisional, ¿no es así, señor Pride?
—Por ahora —respondió.
—Van a pagar todos por esto —dijo MacDare—. Los juzgará un tribunal militar y los fusilarán. Eso si no los mato yo antes. ¿Acaso esperan salir de aquí con vida?
Seth Pride le dirigió una mirada de desprecio y se acercó al coronel dispuesto a echarle las manos a la garganta.
—No lo haga, señor —dijo el doctor Watson, que dirigió el cañón de la Webley hacia Pride—. Lo necesitamos de una sola pieza.
—Ustedes no comprenden la labor que estamos realizando aquí —continuó MacDare—. Hay peligros acechando a Gran Bretaña, amenazas con las que ustedes no podrían soñar siquiera…
—Tiene usted razón, coronel —dijo Sherlock Holmes—. Y uno de esos peligros se encuentra aquí mismo, varios pisos por debajo de nosotros, si no me equivoco.
—El suero de Morphy es un arma muy valiosa —dijo MacDare—. Debe estar únicamente en manos de Inglaterra…
—¿Para utilizarla contra quién? ¿Contra Alemania? ¿Contra Francia?
MacDare miró al suelo y dijo:
—Tenemos enemigos que vienen de lugares mucho más lejanos, señor Holmes. Jamás utilizaríamos algo así contra nuestros vecinos…
—Es muy interesante eso que dice, coronel. Pero no vamos a permitir que ocurra un accidente.
—Eso es imposible… Y en cualquier caso, ¿qué piensa hacer al respecto, señor detective famoso?
—Por el momento, querido coronel, voy a realizar una llamada de teléfono. ¿Qué hora es, las dos de la tarde…? Así que no habrá llegado al club y seguirá en
Whitehall…
Bien, bien… A mi hermano no le va a gustar que interrumpa su almuerzo con esta nadería.
Sherlock Holmes descolgó el auricular. Era la primera vez que le veía hacerlo.
—… Por supuesto que sí, Mycroft… Sí, Escuadrón de las Sombras, ¿qué te parece? ¡Es ridículo…! ¿Brant? No, no lo conozco… Los militares no tienen imaginación, hermano… Sí, en
Camp Briton…
¿Entrometido yo…? Si sigues gritando así, cuelga el teléfono y asómate por la ventana de tu despacho; te escucharé exactamente igual… Vamos, Mycroft, puedo hacerme cargo yo mismo de… No, tampoco conozco a sir Hilbert, pero seguro que es un buen elemento… ¿Nunca has visto a MacDare en persona…? ¿No…? Sí, otro servidor del Rey, como tú… Lo siento, pero no voy a esperar… ¡Deja de gritarme, por favor…! Bien, de acuerdo… Esperaremos.
Y colgó. Apagó el cigarro turco en el cenicero y se quedó mirando a MacDare.
—¿Y bien? —preguntó el coronel.
—Tengo entendido que es usted un buen soldado —dijo Sherlock Holmes—. De los que obedecen órdenes.
—Claro que sí. He servido en…
—Lo sé, lo sé —lo interrumpió el señor Holmes—. En ocasiones, la capacidad para obedecer es un defecto. Y otras, las menos de las veces, una virtud. En este caso…
El teléfono sonó. Sherlock Holmes tomó el aparato mientras sonaba, arrastró el cable hasta el sillón donde estaba MacDare y le puso el auricular en la oreja.
—Es para usted —dijo el detective.
MacDare no parecía del todo convencido.
—¿Es el mayor Brant? —preguntó a mi jefe.
—Compruébelo.
El coronel estuvo escuchando a ese tal mayor Brant durante un par de minutos y se limitó a contestar con monosílabos. La verdad es que ni lo que dijo, ni sus gestos, permitían especular demasiado acerca de la conversación, que terminó con un sucinto: «Sí, señor».
Dicho esto, le indicó al señor Holmes con una mirada que podía devolver el teléfono a su sitio.
—Bien, coronel, ¿se siente usted ahora más inclinado a reconsiderar mi línea de pensamiento? —dijo Sherlock Holmes.
—Dígame, ¿quién es su hermano? —preguntó MacDare.
—El señor Mycroft Holmes, por supuesto. No es un nombre muy habitual, ya lo sé, pero nuestros padres eran un tanto…
—No me ha comprendido —le interrumpió—. Digo que
quién es
su hermano.
El señor Holmes sonrió y se apuró el té (seguramente frío) de un escandaloso sorbo.
—Un funcionario del Gobierno, coronel MacGregor. Cobra cuatrocientas cincuenta libras al año… quizá algo más, pues hace tiempo que no fisgo en sus nóminas.