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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (22 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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Estábamos en un habitáculo que a mí no me pareció muy distinto al laboratorio de Morphy en el edificio universitario, pero eso sí, sin ventanas… También había camillas, mesas con instrumental médico, y una buena colección de frascos que contenían cosas pringosas y desagradables… Pero las de aquí abajo no eran fetos, ni cabezas enfermas, ni vísceras, sino toda una colección de esos horrores dentados que el doctor Watson había denominado, creo que con buen juicio, «cánceres». Los había minúsculos como garbanzos, otros del tamaño de un puño, y me asustó mucho ver algunos que eran tan grandes como un torso humano… El doctor también los miró, fascinado ante la cantidad, pues debía haber no menos de un centenar de esos espantosos recipientes.

Entonces nos percatamos del bulto que había bajo una sábana, en una de las camillas al fondo de la estancia, junto a un escritorio repleto de papeles y cartapacios. Nos dirigimos hacia allí, cautelosos. Y fue Watson el que estiró de la sábana bajo la atenta mirada del coronel, que apuntaba con el lanzallamas a la camilla.

—Es Tim Jekyll —dijo MacDare. En efecto, era el chico del tren, el mismo al que el camarero de
Chequers
había visto con Crandle la noche anterior… Y ahora estaba ahí, completamente desnudo, inconsciente y sujeto por unas fuertes correas de cuero que lo inmovilizaban—. Morphy hizo que rastreáramos a personas con ese apellido. Supe de su existencia hace unos días, cuando llegó a Inglaterra desde Sudamérica.

—La piedra de la que me habló Mercer no está —dijo el doctor Watson.

—¿Qué piedra? —preguntó el coronel.

—Una joya venida del espacio —apuntó Sherlock Holmes, que ahora estaba en el escritorio, revolviendo los montones de papel—. ¿No conoce usted sus propiedades, coronel? Confiere algo parecido a la invulnerabilidad a aquél que la posee.

—¿Pero qué tonterías está diciendo, Holmes? —dijo MacDare.

El detective alzó la vista un momento, pero volvió a trasegar entre los documentos.

—Si no querían a este muchacho para investigar su piedra mágica —dije yo—, ¿entonces por qué lo han traído aquí?

—Era un nuevo proyecto de Morphy —explicó el coronel—. No fue muy explícito al respecto. Solo me contó que buscaba a alguien con características muy concretas y que Jekyll bien podría servirle… ¿Está bien el chico?

—No tiene heridas, salvo un par de pinchazos en el brazo —dijo Watson—. Está sedado, pero quizá le hayan inyectado algo más… Ese Morphy es un demente. ¿Por qué infectar a este joven?

—No lo ha infectado, Watson —dijo Sherlock Holmes—. El profesor tenía una idea distinta, aunque también bastante siniestra… Está reproduciendo los experimentos de otro médico, ya fallecido. Y aquí están las notas de ese difunto caballero:
«Cuaderno de Trabajo del doctor Henry Jekyll. Londres, 1885»
.

—¿Qué narices quería hacer Morphy entonces? —preguntó el coronel—. Conozco el caso de Jekyll y Hyde. ¿Pensaba crear otro monstruo? Como si no hubiera fabricado ya suficientes…

—Quería un agente secreto mejor que usted, MacDare —dijo el señor Holmes—. Uno sin problemas de conciencia, si comprende lo que quiero decir…

El coronel se quedó pensativo unos segundos y dijo:

—Bueno, no está tan mal pensado…

—No creo que este joven esté aquí por su propia voluntad para que le inyecten drogas experimentales, coronel —dijo Watson—. Y eso que usted insinúa…

—No sea estúpido, doctor —dijo MacDare—. Todos los días se hacen cosas peores por Inglaterra. ¿Usted no fue militar en otro tiempo?

—Pero en la guerra… es distinto.

—Bah, no crea que permitimos que se maltrate a los sujetos experimentales, sobre todo si son ingleses. Hace un año tuvimos aquí a un par de muchachos, los hermanos Wilde, unos huérfanos que encontraron en estado salvaje en una isla de las Hébridas… Mostraban aptitudes físicas sencillamente maravillosas. Se les examinó, pero nadie sacó nada en claro, y los devolvimos al mundo con dinero, un hogar y un futuro. El Gobierno los vigila, por supuesto, pero serán los mayores deportistas que el mundo ha visto, créanme…

—El problema ahora —dijo Sherlock Holmes, que había salido de detrás del escritorio— no está en sus discusiones sobre ética, sino en el problema inmediato de que debemos encontrar a Morphy y a su hija. Es evidente que uno de ellos tiene la piedra zolteca. ¿Por dónde ahora, coronel?

—Por esa puerta —dijo, y señaló al otro lado de la estancia.

—¿Y qué hay detrás? —preguntó el señor Holmes.

—Otro laboratorio, el que comunica con el «sanatorio». Tienen que estar ahí.

—¿Sanatorio…?

—Era algo así, un enorme pabellón con un montón de camas. Pero el profesor hizo que lo reconvirtiéramos en calabozos para los morphies.

—Comprendo —dijo Sherlock Holmes—. ¿Algo más?

—Sí —dijo MacDare, un tanto despreocupado—. También está ahí la otra entrada al Aula 14.

XVI

L
A ORGÍA

La escena volvió a repetirse: Una llave, el señor Holmes abriendo una puerta, MacDare entrando el primero con el lanzallamas apuntando al frente… Pero lo que había al otro lado esta vez era distinto… y no se trataba del horror que esperábamos. Al menos, no exactamente.

Antes de entrar, Sherlock Holmes había pedido al doctor Watson que se ofreciera voluntario para permanecer en la retaguardia, cerrar la puerta del laboratorio tras nosotros, y cuidar del joven Timothy Jekyll, pues a fin de cuentas él era el único médico presente. Watson protestó enérgicamente —si no lo hubiera hecho, no habría sido el doctor John H. Watson, cirujano militar retirado—, pero el señor Holmes se lo llevó a un aparte y le susurró unas palabras al oído. Y lo que le dijo fue algo tan persuasivo, que Watson dibujó una ancha sonrisa en su rostro y le respondió algo así como: «Lo que usted diga, mi querido amigo».

Pride no había vuelto a dar señales de vida, y así, solo quedábamos tres para enfrentarnos al nido de los monstruos. Mi jefe le había preguntado a MacDare cuántos de esos morphies, o zombis, o como ustedes prefieran, podía tener el profesor allá abajo, a lo que el coronel respondió con un sucinto: «No tengo ni idea». Porque resulta que en principio, Morphy incineraba los cadáveres a los que había extraído sus hambrientos corazoncitos de muertos vivientes, y aunque el profesor rellenaba un registro oficial, MacDare no lo consultaba diariamente… Como si hubiera tenido obligaciones más importantes, vamos. Recordé que el señor Pride había contado cincuenta y tantos en el patio, frente al cuartel general, pero según el dichoso coronel, eso no significaba nada de nada.

Así que ahí estaba Watson, sosteniendo la puerta para cerrarla, y el señor Holmes, MacDare y servidor entramos para contemplar una orgía —pues de eso se trataba— como jamás habríamos imaginado.

Creo que antes de ver nada, de lograr dar forma en mi mente a la imagen, percibí los olores: Allí estaba el hedor de la podredumbre más corrupta, como un carro lleno de vómitos de un diablo gigantesco que hubiera cenado pescados podridos e intestinos de perros y gatos muertos… Era esa peste que ya conocíamos de la casa de Presbury, pero multiplicada por cien, o doscientos, o más. También había algo del penetrante aroma de los desinfectantes, el alcohol y las medicinas. Recordé el olor dulzón del estiércol y la orina dentro de la jaula de M'link, y créanme cuando digo que deseé volver ahí adentro, con ese mono fumador de puros.

El mismísimo Sherlock Holmes se echó una mano a la boca para contener una arcada, tan tremenda fue la vaharada que nos azotó. No creo que a MacDare no le afectaran esos infernales efluvios, que hacían que las emanaciones de la red de alcantarillado de Londres parecieran proceder de una convención de floristas, pero es que él había entrado antes que nosotros… y todos estábamos viendo la misma escena.

Recordé lo que los dos rijosos conserjes de la universidad, el viejo del
St. Matilda College
y el otro muchacho, habían dicho acerca de Alice Morphy y sus irresistibles encantos, y me había convencido de que esa muchachita debía poseer todo el atractivo de la inocente juventud, metido en un cuerpo moldeado por los dioses… Seguro que si hubiera tenido tiempo de dormir de verdad —y no considero que dormir sea estar inconsciente un ratito porque un loco de orejas puntiagudas te ha gaseado—, le habría puesto a Alice Morphy un rostro, unas piernas, unas formas en mi imaginación… y me habría quedado corto. Pero jamás habría adivinado que la primera vez que iba a posar mis ojos sobre ella, la iba a hallar en cueros vivos, subida a una camilla de la que chorreaba esa oscura sangre purulenta de los zombis, cabalgando como una posesa sobre el cuerpo de su padre…

Lo único que se oía en aquella amplia sala, gemela de la que habíamos dejado atrás, eran los jadeos de la muchacha, algún gemido del anciano que estaba debajo de ella y el eco lejano de gritos, disparos y explosiones, procedente de otra puerta más, también abierta, al otro lado del laboratorio.

Alice Morphy tenía el cabello rubio, pero de un tono oscuro que brillaba bajo la luz eléctrica de las bombillas, y movía la cadera… bien, diré que «con precisión quirúrgica», en el sentido de que se trataba de movimientos concebidos para extraer el mayor placer de un hombre, tal y como he visto que lo hacen algunas de las chicas de la calle, las profesionales, cuando practican esas artes por placer y no por dinero, y por lo tanto se emplean a fondo. Vamos, que la muchacha estaba disfrutando y a juzgar por los sonidos que emitía, estaba muy cerca del éxtasis.

Y lo mismo podría decir del profesor Morphy.

Por sí misma, esa parte de la escena ya era lo bastante… no diré repugnante, pero sí grotesca, si lo desean… Y es que lo que había alrededor de la pareja de copuladores era como para sacar de quicio a cualquiera.

Había no menos de quince zombis repartidos por la sala. Y todos ellos, sin excepción, estaban inmóviles, en completo silencio y, como ya sabíamos, sin siquiera respirar… porque los muertos no respiran, ¿verdad? Estaban por el suelo, distribuidos de modo que ocupaban casi toda la superficie, aunque dejaban huecos entre unos y otros. Un par estaban tirados sobre sendas camillas y en posturas muy extrañas, como si hubieran caído desde una gran altura. En principio cualquiera habría dicho que estaban real y verdaderamente muertos, pero sabiendo lo que sabíamos, la cosa cambiaba mucho.

—¡Santo Cielo! ¿Qué clase de indecencia es esta?

Ese era el bueno de Watson, que había aprovechado para echar una miradita por la rendija de la puerta.

—¡Cierre de una buena vez, por Júpiter!

Y ese era Sherlock Holmes, invocando a un dios pagano que se habría escandalizado al contemplar ese cuadro.

La puerta se cerró de un golpetazo, pero Alice Morphy ya se había vuelto hacia nosotros para mirarnos fijamente. Había estado tan cerca del momento álgido que no se había percatado de nuestra presencia hasta que Watson abrió el pico para decir una soberana tontería.

Al ver el rostro de la muchacha, me di cuenta de que lo único que había heredado de su padre eran esos dientes perlados y perfectos que el viejo aún conservaba, pues tenía unos enormes ojos azules que parecían relucir con luz propia… Y no era lo único que brillaba en Alice Morphy, pues entre sus generosísimos pechos —yo también era, y sigo siendo, un poco rijoso; para qué negarlo— colgaba una joya del tamaño de un huevo, sujeta por una cadenita al precioso cuello de la joven. Los destellos no nos deslumbraron, pero al menos a mí, me dieron ganas de dar media vuelta y volver con el doctor Watson. Sherlock Holmes había esbozado una media sonrisa que podía ser enigmática o simplemente un signo de que habíamos llegado a un punto en el que poco podíamos hacer. Y MacDare ya no sabía hacia dónde apuntar el lanzallamas.

Todos adivinábamos de dónde había salido esa bella piedra de múltiples facetas.

—Papá, esos hombres me están mirando.

—¿Y qué importa, pequeña? Hazme llegar y terminemos de una vez, por favor…

La voz de Alice Morphy era dulce y un poco estridente, como la de una niñita tonta. No sé a los otros, pero a mí me quedó claro que estaba hablando en falsete, como cuando Myrtelle se ponía mimosa conmigo.

—Señorita Morphy —dijo Sherlock Holmes—, baje con cuidado de la camilla y venga con nosotros. Profesor…

—¡Váyanse al infierno! —gritó el viejo, que seguía tumbado, su hija sentada sobre él a horcajadas—. ¡Váyanse y déjennos en paz!

—Profesor, ¿se da cuenta de lo que ha hecho? —dijo MacDare—. ¿De lo que está haciéndole a su hija?

—¿Yo? —dijo Morphy—. ¡Yo no he hecho nada! ¡A mí; es a mí al que le han hecho algo…! Pregúntenle a esta pequeña zorrita —y se echó a reír con su voz cascada.

—A papá le gusta mucho todo lo que le hago —dijo la chica—. O casi todo…

—Están locos —susurró MacDare.

Alice Morphy se alzó sobre la camilla, y cuando el profesor intentó retenerla sobre él, ella le dio un manotazo, como si estuviera jugando. Nos miró a los tres, uno por uno, y juro que si aquel cuerpo era francamente glorioso, la mirada no resultaba nada tranquilizadora.

—¿Ha infectado a su padre, señorita Morphy? —dijo el señor Holmes.

La muchacha dejó escapar una risita picarona.

—Un poquito —dijo—. Ahora también será uno de nuestros chicos, ¿verdad que sí, papá?

—Claro que sí, nenita… Claro que sí… Vuelve aquí conmigo, pequeña…

Pero Alice Morphy lo ignoró. Bajó al suelo, una larga pierna tras otra, en uno de los huecos que dejaban los inertes muertos vivientes.

—Venga conmigo, señorita Morphy —insistió Sherlock Holmes—. Usted no está infectada, ¿verdad?

—Yo no necesito el suero para pasarlo bien —dijo—. Yo soy joven y guapa.

—Ya lo veo —dijo el detective.

—¿Es usted el señor Sherlock Holmes?

—Sí.

—¿Le gusto?

—En otras circunstancias, señorita, quizá. En las presentes, preferiría verla vestida y debajo de un sombrero. Venga aquí con nosotros…

—¿Lo escuchas, papá? A este no le gusto. No es como tu amigo, el viejo Presbury…

—Pobre, pobre Presbury… —dijo el profesor Morphy con voz lastimera—. No deberías haberle hecho eso, pequeña… Bastaba con que me dijeras que no lo querías…

Alice soltó otra de esas risitas tontas.

—Pero papá… Tú me habrías buscado a algún otro, ¿no te das cuenta? Y yo solo te quiero a ti…

—Mi pequeña… mi pequeña zorra…

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