Sherlock Holmes y los zombis de Camford (21 page)

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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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MacDare le arrancó —no puedo decirlo de otro modo— el auricular de las manos y respondió:

—Coronel Daniel MacGregor, señor… Sí… Comprendo, señor… Disculpe, señor, ¿es cierto que el mayor había «traspapelado» ciertos informes…? Por supuesto, señor, no es de mi incumbencia… Lo lamento, pero no puedo ausentarme de la base en este momento; tenemos una emergencia y vamos a necesitar refuerzos… Sí, también ha habido un ataque externo que ya está controlado. En realidad el problema es interno… ¿Rebelión? ¡De ningún modo, señor; mis hombres son fieles a la Corona, señor…! Es difícil de explicar, ¿le han puesto al día de las actividades que desarrollamos en
Camp Briton…?
Lo entiendo, señor… Si me lo permite, señor, le sugiero que hable con… —apartó el auricular, lo tapó con la mano y preguntó al señor Holmes—: ¿Cómo ha dicho usted que se llama su hermano?

—Mycroft.

—Mycroft Holmes, del Club Diógenes, señor… Ah, celebro que usted también sea miembro, cómo no… No, yo no lo conozco personalmente… Comuníquele al señor Mycroft Holmes que las peores expectativas de su hermano se han hecho realidad; él lo comprenderá y podrá explicarle… Sí, es muy urgente, señor… Necesitaríamos bombas incendiarias, y quizá haya que esterilizar la base por completo… Sí, es una medida radical, señor, pero usted no está aquí para juzgarlo, y yo sí… Con todos los respetos, desearía que no confundiera mi sinceridad con la insubordinación… De inmediato, señor… Cualquier regimiento que venga desde Londres será bienvenido a
Camp Briton…
¿Cuántas horas…? ¿Caballería? Sería preferible artillería con cañones y morteros… Sí, señor… Podremos arreglárnoslas… Muchas gracias, señor, me presentaré ante usted en cuanto este asunto esté resuelto.

Y colgó.

—No había oído hablar nunca de sir Hilbert West —dijo MacDare—, pero es otro de los «amigos de Diógenes». Tardarán entre diez y doce horas en enviar refuerzos, sólo Dios sabe por qué. Sir Hilbert dice que no puede hacer más por el momento y que debe confirmar la información. Y por supuesto, no sabía de qué diablos le estaba hablando. Le he dicho que se ponga en contacto con el hermano de usted.

—Tengamos paciencia —dijo Sherlock Holmes—. Vayamos primero al corazón del problema y después podremos resolverlo. Por lo que he entendido, cuentan ustedes aquí con armas experimentales que no existen en ningún otro lugar del mundo… ¿Hay algo que a su juicio pueda resultarnos útil contra los muertos vivientes? Porque según nos ha contado Mercer…

Pero mi jefe no terminó la frase, pues Seth Pride se descolgó entonces por el marco de la ventana y se plantó en medio de la sala. Además de su traje y sus artilugios, sostenía en la mano algo que me pareció una especie de mochila pesada y voluminosa, no muy distinta a la que él mismo llevaba a cuestas, pues estaba compuesta por dos bombonas unidas por correas, con un arnés para engancharla a la espalda, además de un tubo de caucho que salía de las bombonas y acababa en un especie de cañón de fusil, con gatillo y todo.

—¿Es un lanzallamas? —dijo MacDare—. He oído decir que el ejército alemán los tiene.

—Eso parece —dijo Sherlock Holmes—, pero nosotros aún no los fabricamos, ¿verdad? Es una pena que sus científicos no hayan investigado aún esta sencilla tecnología, pues sus hombres, coronel, habrían resuelto esta crisis en poco tiempo. Aunque bien pensado, debería haber empezado usted por prohibir las investigaciones biológicas de Morphy… pero ahora ya es un poco tarde para eso, claro.

Pride le tendió el cacharro al señor Holmes, que lo miró con cierta aprensión —o quizás era curiosidad, ¿quién sabe?—, y a su vez se lo entregó a MacDare.

—Esto no explotará de repente, ¿verdad? —preguntó a Pride mientras se ajustaba el arnés al pecho.

—Lo he diseñado y construido yo mismo —dijo—. Los lanzallamas de los alemanes tienen fugas y suelen acabar quemando vivos a sus portadores. Este no lo hará.

—Coronel —dijo el detective—, usted dirá adonde debemos dirigirnos.

—Sí —respondió MacDare—. ¿Cómo funciona este cacharro?

—Presione el botón que está junto al mango y prenda la mecha que sale del cañón —dijo el señor Pride—. Pero no dispare aquí dentro si no quiere abrasarnos a todos.

—Bien —dijo el coronel, y esbozó la primera sonrisa de auténtica felicidad que vi en su rostro. Estaba claro que se trataba de un hombre de acción, al que la vida de los despachos y los informes se le hacía bastante cuesta arriba. Nos encontrábamos en una situación aterradora, pero ese desgraciado estaba tan contento que solo se le ocurrió decir—: ¿Alguno de ustedes puede darme fuego?

Los zombis no habían penetrado en el edificio, pues una veintena de soldados —los había de varios grados, pero yo soy incapaz de distinguir un cabo de un capitán por sus galones o el uniforme— había cerrado las gruesas puertas y estaban apostados en las ventanas, disparando a todo lo que se movía. Un tipo rubio, que debía de estar al mandó allí abajo, se nos quedó mirando a los cinco cuando nos vio aparecer por las escaleras, con MacDare al frente.

El coronel lo hizo cuadrarse y le preguntó en tono poco amigable por qué nadie había subido a avisarlo de que la base estaba sufriendo un ataque —todavía le picaba que Holmes y Watson lo hubieran retenido en su propio despacho durante un buen rato y nadie hubiera aparecido por allí; algún pardillo tenía que pagar el pato—. El teniente —Watson me lo indicó, ya digo que no tengo ni idea acerca de graduaciones militares— se puso rojo y le dijo que él se había quedado al mando de forma provisional, que su superior había salido afuera para enfrentarse a los irlandeses que los habían asaltado —evidentemente, creía que Yorick y Maple pertenecían al Clan-na-Gael, a la Liga Agraria, o a algún otro grupo feniano—, y que había cerrado las puertas del cuartel cuando habían aparecido los invulnerables e invencibles caníbales.

—Esas cosa de ahí fuera, ¿son morphies, señor? —le preguntó al coronel mientras nos miraba por encima del hombro. Seguro que se moría de curiosidad por saber quién era el tipo repeinado del traje negro y los cachivaches, o ya puestos, qué era el trasto que el coronel llevaba encima. Pero no se atrevió a preguntar. Ya tenía bastantes preocupaciones, el pobre chico.

—Sí, teniente. Mantengan las posiciones y no permitan que entre ni una sola de esas cosas. Si eso sucede, utilicen el combustible que encuentre por aquí para fabricar antorchas. Rocíen a los morphies con líquido inflamable y préndanles fuego.

—Los disparos no les hacen retroceder… Alguno de los morphies ha perdido las piernas a causa de las heridas, pero siguen arrastrándose hasta aquí…

—Ya le he dicho que si consiguen entrar, quémenlos. Ah, y envíe a uno de los hombres a mi despacho para que atienda el teléfono. Espero instrucciones de Londres. —Y añadió—: Tranquilo, muchacho. Pronto vendrán refuerzos.

El teniente saludó, dio un taconazo, pegó media vuelta y se marchó con los soldados que estaban en las ventanas.

Supongo que estaba contento de haberse convertido en el segundo al mando de la base en cosa de unos minutos.

—¿Morphies? —dijo Watson.

—Así los llaman los pocos chicos que los han visto. Ya sabe, por el profesor.

—¿Y usted cómo los llama, coronel? —dijo Sherlock Holmes.

—Cadáveres. No son más que unos repugnantes cadáveres andantes. Ahora que hemos llegado a esta situación, tengo que confesarles a ustedes que ese proyecto nunca me gustó, y que los morphies (¿cómo los ha llamado usted… zombis?) me resultan odiosos. Pero debe admitir que son un arma formidable… No habíamos tenido oportunidad de ponerla en práctica.

—Salvo en el caso de Von Hoffman —apuntó Seth Pride.

—Eso es distinto, era una práctica controlada… Usted fue el que incineró a ese alemán chalado, ¿no es así?

Pride asintió.

—Oh, vaya. Creíamos que se había tratado de un incendio o un suicidio. Lo hizo usted con este cacharro —y levantó el cañón del lanzallamas—. ¿Me equivoco?

Pride volvió a asentir.

Seguimos a MacDare por la planta baja hasta un discreto cuarto, junto a las letrinas. Abrió la puerta con una llave, accionó una perilla que iluminó unas escaleras de cemento y descendimos hacia un sótano que era tan amplio como toda una planta del cuartel, o eso me pareció a mí. Allí abajo solo había montones y montones de grandes cajones de madera sin carteles ni señal alguna. Parecía un almacén y supuse que aquello sería ropa militar… aunque quizá era mucho suponer.

—¿Se trata de una entrada secreta al Aula 14? —dijo Sherlock Holmes.

—Ni es secreta, ni conduce solo al Aula 14, sino a todas las instalaciones subterráneas —respondió el coronel.

—Así que la otra entrada está ahí afuera, en campo abierto… que es por donde han escapado los zombis.

—Y por eso no vamos a utilizarla.

—Una decisión inteligente.

—Gracias, señor Holmes.

Creo que MacDare no captó la ironía en el tono del gran detective.

Nos condujo por el pasillo formado por las cajas, y se detuvo en seco frente a uno de los baúles que, curiosamente, tenía un pestillo y una cerradura. El coronel sacó otra llave, abrió y nos encontramos de nuevo con unas escaleras descendientes, iluminadas por una larga hilera de bombillas que se perdían allá abajo.

—¿Y dice usted que no es una entrada secreta? —dijo el doctor Watson.

—En realidad es de servicio —explicó MacDare—. Prácticamente, solo la utilizó yo. Vengan conmigo.

Bajamos por los escalones, y aquel techo abovedado y la humedad me dieron la sensación de estar descendiendo a una bodega, más que al centro de la Tierra, como había insinuado MacDare.

Dos pisos más abajo salimos a un amplio vestíbulo donde se bifurcaban al menos cuatro pasajes y sin indicación alguna que aclarara adonde llevaban. Lo curioso es que aquel lugar estaba tan atestado como el almacén que habíamos dejado atrás, pero aquí no había cajones, sino vitrinas de cristal, como las del
British Museum
, que contenían toda suerte de objetos insólitos y unas piezas que, en mi opinión, eran trofeos. MacDare no nos dejó tiempo para curiosear demasiado, pues nos indicó que debíamos dirigirnos por el pasillo de la izquierda, pero Seth Pride se detuvo a contemplar lo que parecía un fusil de juguete, ni más menos, que estaba protegido, como decía, tras una gruesa lámina de cristal, y bajo el cual había una placa de metal en la que se podía leer, sencillamente, «MULTIUSOS, M. MARBLE". Junto al arma —si es que en verdad era eso— había una cabeza peluda y blanca, perteneciente sin duda a un simio que, por su tamaño, debía haber sido mayor que el gorila que había intentado atacarme en la sala de los animales de Voight. La leyenda inscrita al pie de la pieza decía "GARGON, CORTESÍA DEL SEÑOR RUHRKY, 1898". El doctor Watson y Sherlock Holmes se habían quedado mirando una hilera de urnas de seis pies de altura que contenían una serie de aberraciones y monstruos bastante inclasificables, todos ellos también disecados, o al menos barnizados y alcanforados para su conservación. Había una planta con una gran flor en lo alto del tallo, y de esa flor colgaba una especie de estambre largo terminado en lo que a mí se me antojó un aguijón; una hormiga de proporciones imposibles, enhiesta y sostenida sobre las dos patas de abajo, con sendas pinzas —semejantes a las de los cangrejos— en los "brazos" superiores, y que me produjo verdaderos escalofríos; un enano verde y de cabeza desmesuradamente gorda (un cartelito junto al cristal rezaba "ME-KONG, VENUS»); y también una absurda masa blancuzca, con tres ojos como troneras en mitad de lo que parecía un rostro amorfo, que se sostenía sobre tres gruesos tentáculos acabados en unos deditos con ventosas en las puntas.

—Ese es uno de los que construyeron estos túneles —dijo MacDare, y señaló al bicho de los tentáculos—. Un asqueroso palpoide, que salió de una profunda sima para conquistar Inglaterra junto con unos amigos y un puñado de esas hormiguitas que ven ahí… Si no llega a ser por el viejo Walt Venture, no sé qué habría sido de la Blanca Albión…

—¿Habla usted en serio? —preguntó Watson.

—Vaya si no —respondió MacDare—. Y estos chicos no son los únicos. Están los Vril-Ya, de los que no tenemos ni tan siquiera una fotografía. Y hace poco llegó a mis manos el informe redactado en 1892 por un noruego llamado Sigerson, donde hablaba de unos horrores con forma de crustáceos que encontró en unas profundas cuevas del Himalaya, unos bichos venidos nada menos que del planeta Yuggoth… Aunque usted jamás creería esas tonterías, ¿verdad, doctor?

—Ni en un millón de años —dijo Watson, que miró a Holmes de reojo. Mi jefe se encogió de hombros. Estoy seguro de que ahí había algo que a mí se me había escapado, pero se quedará para siempre entre esos dos viejos amigos.

—Doctor, puede pensar lo que más le plazca —dijo el coronel, y se internó por el pasillo, que también estaba iluminado por bombillas incrustadas en las paredes de hormigón.

Mientras caminábamos unas cincuenta yardas de pasadizo, recordé a los pobres Yorick y Maple, y le pregunté al señor Pride qué pensaba que había sido de ellos.

—O viven o están muertos —me dijo. Era una respuesta fría a una pregunta en verdad estúpida. Aunque la verdad es que mi intención era comprobar si él era capaz de mostrar algún tipo de preocupación o de reacción humana. Pero nada, Pride era un bloque de hielo.

Llegamos a una gran puerta de metal, de aspecto macizo, en la que, ahora sí, había unas letras amarillas que decían: Aula 14.

—Esta puerta sí que es especialmente segura —nos explicó MacDare—. Morphy la habrá cerrado por dentro, pero eso no es problema… Como pueden imaginar ustedes, tengo la llave.

—Obviamente —añadió Sherlock Holmes.

El coronel le dio su manojo de llaves y le indicó al señor Holmes la adecuada. La idea era que mi jefe abriera y MacDare estuviera preparado, en primera línea, por si saltaba sobre nosotros una oleada de muertos vivientes. Watson se quedó conmigo en retaguardia, y Seth Pride… bueno, Pride había desaparecido como por arte de magia. Se lo indiqué a Watson y le dije:

—¿Cree usted que ha huido?

—Es posible —dijo el doctor—. Quizá toda esa actitud arrogante solo sea la máscara de un cobarde. No confío en ese individuo…

—Caballeros, dejen ustedes de cotorrear y estén atentos —dijo Sherlock Holmes, que introdujo la llave en una cerradura soldada a la puerta, y abrió hacia fuera.

MacDare alzó el lanzallamas, con la punta prendida, y entró delante de nosotros.

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