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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (15 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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Me colé por una puerta de servicio, junto a lo que parecía un taller donde había aparcados un par de esos automóviles que podían verse en Londres cada vez más. Tenían las capotas abiertas, pero nadie estaba fisgando en su interior.

Al fondo había una puerta doble que conducía a un corredor sin luces. Allí encontré otra entrada (o salida) que comunicaba con un vestíbulo amplio, donde pude ver a dos o tres muchachos cargados de libros, cuchicheando entre ellos, y a un par de tipos mayores vestidos con togas. No era mi camino.

Volví atrás, me introduje en el taller —que en otro momento debía haber sido una caballeriza— y encontré otra puerta, otro corredor, y una escalera que descendía hacia algún sótano. Aquello ya parecía más prometedor.

Bajé sigilosamente y me encontré a oscuras en un lugar que hedía a heces de animales. Y además, pude escuchar algunos ruiditos, como vocecillas que se estuvieran riendo de mí. Me quedé quieto y en silencio durante unos segundos, esperando a que mi vista se acostumbrara, y entonces me percaté de que el lugar era una amplísima estancia, dividida en pasillos por jaulas de los más diversos tamaños.

Y había movimiento en ellas.

Mi vello se erizó cuando me acerqué a una de las jaulas y un par de ojos dorados, enormes, me miraron desde las penumbras. Escuché un resoplido y algo que sonó como una ventosidad.

Acerqué el rostro a los barrotes —solo un poquito—, y el tufo que ya había percibido previamente se intensificó. Observé el cerrojo que aseguraba la puerta y comprobé que estaba echado.

Algo se movió en el interior y se acercó para verme más de cerca. Di un paso atrás, y entonces vi al mono. No soy un experto en esa clase de bichos ni en ninguna otra —salvo, quizás, los bichos que se sirven en un plato—, pero aquello no era un chimpancé como los que yo había visto en lugares como la entrada al mercado de
Spitalfields
o en
Hyde Park
, sino algo mucho más grande. Años después vi en el
Illustrated London News
una fotografía de uno como el que tenía delante, y el pie de la imagen decía que era un orangután. Para mí, era solo un mono grande.

Debía de haber no menos de una treintena de jaulas semejantes a aquella, apiladas contra las paredes, unas encima de otras, formando hileras de dos pisos, más otra hilera doble en el centro de la estancia. No conseguí ver bien lo que había al fondo de la estancia, pero me pareció intuir algún bulto grande, del tamaño de una persona, bajo una lona blanca.

Pensé automáticamente en los monos zombis que Seth Pride había carbonizado en algún lugar cerca de Camford, y mi estómago dio un vuelco. ¿Sería aquí donde Morphy realizaba sus experimentos?

Entonces escuché voces y el sonido de una cerradura, y una puerta que se abría. Las luces se encendieron.

Y yo tuve una idea realmente apestosa.

—Aquí no encontrarán a nadie, solo están los animales —escuché que decía la voz de un viejo. Era una voz aguda, como la de un loro, y tenía un deje de falsete—. No toquen nada. ¡No, no toque la lona, maldito cretino!

—¿Qué… qué es esta cosa, señor? —dijo otra voz, esta vez la de un hombre joven, apenas un chaval.

—Nada que sea de su incumbencia —respondió el viejo—. No molesten a los animales.

—Solo echaremos un vistazo.

Oí los pasos desde mi maloliente escondrijo. Hubo golpes de madera contra el hierro (¿las culatas de los fusiles golpeando los barrotes de las jaulas?, me pregunté).

—¡Dejen de hacer eso, mastuerzos!

Los monos empezaron a chillar. Una mano velluda me acarició el rostro y sentí ganas de gritar. Pero no lo hice.

—Pero profesor, tenemos que…

—¡Salgan de aquí inmediatamente! ¡Dirk, haz que estos cabestros se marchen de aquí o lo haré yo mismo!

—Por favor, caballeros, comprendemos que tienen que hacer su trabajo, pero les garantizo que yo mismo me encargaré de registrar esta sala… —Esa era una voz distinta, la voz de un hombre adulto pero no anciano. El tono, aunque amable, era firme.

—Nuestras órdenes son…

Vi a un soldado justo frente a mí. Y miró al interior de la jaula, pero el orangután se aproximó a los barrotes y sacó sus largos brazos e intentó agarrar el fusil. El soldado saltó atrás y apuntó, dispuesto a disparar.

—¡Usted, baje ese arma ahora mismo! —gritó el viejo—. ¡Márchense, márchense todos de aquí!

—Esa bestia ha intentado…

—M'link solo tiene curiosidad —dijo el otro individuo, el compañero del anciano—. Nosotros nos ocuparemos de buscar a su hombre aquí, ¿de acuerdo?

El soldado desapareció de mi vista, al otro lado de la jaula, y el gran mono volvió a sentarse conmigo.

Yo estaba acuclillado sobre el montón de paja mojada por los orines del animal, y mis manos se habían ensuciado con sus heces. Puedo jurar que en mi vida me he encontrado en mejores compañías, pero ese orangután, aunque era una sucia bestia, me había salvado el pellejo. Y no puedo decir eso mismo de la mayoría de los caballeros a los que he conocido, por muy pulcros que fueran.

Escuché de nuevo los pasos de varios hombres que se alejaban. La puerta se cerró, pero las luces siguieron encendidas.

—¿Qué se habrán creído esos patanes? —dijo el viejo—. ¡Venir aquí para molestar a los animales!

—Aseguran que han encontrado espías extranjeros en la universidad —dijo el otro hombre.

—Ya, quizás sea cierto, bien sabe Dios que en Camford se guardan algunos secretos… Pero no me gusta que ese coronel MacGregor y sus hombres entren y salgan por estas instalaciones como si estuvieran en su casa, ¡no, señor! Una cosa es trabajar para ellos, y otra muy distinta que me traten como si fuera un don nadie.

—Comparto su preocupación, amigo mío, pero después del incendio en casa de ese otro profesor, es normal que anden un poco nerviosos…

—Sí, lo de Presbury es una pena… Un buen hombre, sin duda. Aunque no creo que su muerte tenga nada que ver con todo este lío de los espías. Presbury era un buen escaparate para la Universidad, pero no un investigador excepcional. No estaba en la nómina de MacGregor. Si se hubiese tratado de Morphy… entonces estaríamos hablando en otros términos.

—¿Conozco a ese tal Morphy?

—No lo creo, Dirk. No es como con Hampelmann; Artemius Morphy no suele hablar con nadie acerca de su trabajo. Tiene toda un ala de las instalaciones del ejército para él solo, el «Aula 14», la llama… Bueno, ¿qué te parece el prototipo?

—No sabría decirle… aunque a ese soldado le ha impresionado.

—¡Ja! Ese muchacho tendría que ver el que estamos terminando en la base… Este se maneja con un emisor de ondas a distancia. Observa.

Entonces escuché el sonido de un chispazo eléctrico, y dos focos de luz iluminaron el pasillo. Después se oyó algo que me pareció el motor de un automóvil, y unos golpes acompasados, como si algo muy pesado se estuviera moviendo por la sala…

—Es increíble —dijo el individuo al que el viejo había llamado Dirk.

—Incluso tiene un rudimentario cerebro, basado en los diseños del profesor Pritchie para su Arch I. Y claro, Hampelmann también ha sido de gran ayuda… Sus «marionetas», como él las llama, han realizado buena parte del trabajo de montaje en el modelo definitivo.

—¿Y las pieles…?

—Las de este prototipo pertenecían a varios ejemplares que fueron utilizados por otros departamentos de la Universidad. Creo que fue precisamente Morphy quien nos entregó los pellejos que nuestro amigo lleva puestos. Para el grande hemos usado imitaciones sintéticas, claro. En Camford también hay buenos químicos, y yo quería un plástico impermeable.

Yo no tenía ni idea de qué estaban hablando esos dos tipos, pero no me gustaba en absoluto ni lo que decían, ni el sonido mecánico que cada vez se acercaba más a mi jaula. El orangután dejó de abrazarme —ese bicho me estaba cogiendo cariño— y se pegó a los barrotes para ver qué era lo que se estaba aproximando a nosotros. Yo me pegué al fondo de madera, e intenté cubrirme como pude con la maloliente paja.

Entonces, al otro lado de los barrotes, la cosa se detuvo. Entreví una masa de pelo negro, y unas piernas, un torso y unos brazos que se movieron hacia el orangután. Mi compañero de celda (en ese momento me di cuenta de que me había metido yo sólito de nuevo en una cárcel) dio un saltó y empezó a berrear. Una de las enormes manazas de la cosa se posó sobre el cerrojo, y antes de descorrerlo, se agachó.

De repente, el interior de la jaula se había iluminado por completo… pues contra toda lógica, los dos focos de luz que había visto momentos antes, eran sus ojos. Y el rostro donde estaban enmarcados me hizo soltar un aullido. Estaba perdido.

—¡Deja a M'link! —gritó el viejo—. ¡Los mandos no responden, Dirk!

—¿Se mueve sin control?

—Ya lo ha hecho antes. Es cosa del cerebro diseñado por Pritchie; a veces tiene comportamientos autónomos…

Un monstruo caricaturesco, pero igualmente terrorífico, nos observaba con curiosidad. Sus ojos eran dos bombillas, sí, y su hocico era el de un gorila, y lo mismo puedo decir de su horripilante mandíbula, que estaba abierta y repleta de colmillos afilados…

Y yo no podía dejar de gritar ante la visión de semejante criatura, que estaba moviendo el cerrojo, y…

—¡Ayúdenme, por el amor de Dios! —grité.

La puerta se abrió, y el orangután vino conmigo y comenzó a golpear el fondo de la jaula. Vi cómo saltaban astillas de madera, al tiempo que las manazas del otro monstruo se acercaban a mí.

—¡Quieto, Mightech! —dijo el viejo—. ¡No hagas daño a M'link! Pero… ¿qué tenemos aquí?

—Es el espía que buscan los hombres de MacDare —respondió el otro individuo.

El anciano era poco menos que un pajarillo con lentes, un delgadísimo palitroque que movía las ramitas de sus brazos como si estuviera aleteando para echar a volar. El hombre joven tenía la tez oscura y el cabello negro, y llevaba un sombrero de ala ancha con una cinta que parecía un trozo de piel de leopardo. Ambos, junto con el monstruo, me estaban mirando amenazadoramente.

—¡No soy ningún espía! —les dije—. ¡Se trata de un error! ¡Por favor, no dejen que esa cosa me agarre!

El viejo llevaba en las manos un aparato rectangular de madera, repleto de pulsadores, y del que salía una larga varilla plateada. Apretó un par de botones, y el monstruo de dientes afilados dio un paso atrás y bajó los brazos. Los dos focos de luz disminuyeron su intensidad.

—Ya vuelve a responder al control —dijo el anciano—. Y usted, ¿le ha hecho daño a M'link?

—¡No! ¡No, claro que no! —El orangután me había vuelto a abrazar, esta vez con tanta fuerza que casi me estaba asfixiando. No dejaba de mirar a la ahora inmóvil criatura de afuera—. ¿Qué puedo hacer para que me suelte, señor?

—Quizá deberíamos dejar que lo estrangulara, ¿qué te parece, Dirk? Así le ahorraríamos problemas al coronel MacGregor.

—Es una buena idea…

—¡No!

—Vamos, M'link, suelta a este caballero —dijo el viejo, y se sacó del bolsillo un gran cigarro puro y se lo entregó al mono, que de un saltó salió de la jaula y se quedó agarrado a las faldas de la bata blanca del anciano. El tipo del sombrero le dio una caja de cerillas
Palmer's Vesubians
al orangután, que la cogió, se metió el puro en la boca y lo encendió con un fósforo. Aquello me pareció digno de ver… como tantas otras cosas—. ¡Bravo, M'link; eres el Amo del Fuego! Así lo llamaban en el circo, ¿sabe? —explicó—. Ahora tendrá una vida mejor con el doctor Phillip en
Northern Grange
. Aunque bien pensado, Escocia es un lugar extraño para que un braquicéfalo como M'link termine sus días…

El mono chupaba el cigarro y expulsaba el humo como si le fuera la vida en ello.

—Y ahora, señor, ¿nos puede decir para qué gobierno trabaja?

—Para ninguno —respondí—. Puedo… ¿puedo salir de la jaula? Por favor.

—Ayúdalo, Dirk —ordenó el viejo.

El tipo curtido me echó una mano, y logré incorporarme al otro lado de los barrotes. Mi amigo el orangután me observaba con curiosidad, y yo no hacía más que mirar al monstruo, que seguía emitiendo un extraño zumbido aunque estaba quieto como una estatua.

—No soy un espía —dije—. Mi nombre es Otis Mercer y trabajo con el señor Sherlock Holmes, el detective de Londres.

—¿Quién? —preguntó el anciano.

—Sherlock Holmes —repetí.

—Max Hawk me habló de él —dijo el otro hombre—. Holmes tiene una gran reputación. Si Hawk dice que es increíblemente bueno en lo suyo, significa que es el mejor… ¿Pero cómo sabemos que dice usted la verdad?

—Al señor Holmes lo han detenido los hombres del coronel —expliqué—. Yo conseguí escapar. Pregúntenle a ese MacDare.

—¿Y qué se supone que está haciendo Sherlock Holmes en Camford?

No sé hasta que punto me jugaba el tipo al hablar con esa gente, pero como me tenían en sus manos, les conté con pelos y señales todo lo que había sucedido desde que habíamos llegado a la ciudad. Mentirles no era una opción razonable. No obstante, me guardé un poquito de información, claro está…

Resultó que el viejo era el profesor Arnold Voight, otro de esos sabios expertos en un montón de disciplinas científicas —dijo que era ingeniero, y también biólogo, geólogo, una autoridad en mineralogía, y no sé qué más—, y su amigo era un cazador de fieras llamado Dirk Manson, quien pasaba gran parte de su tiempo en África, Sudamérica y Asia. El orangután con el que yo había compartido jaula durante un rato procedía de un circo y Dirk, que tenía experiencia en el transporte de animales, iba a llevárselo a un antropólogo escocés, uno de esos tipos que piensan que los seres humanos y los monos tenemos mucho en común. En mi caso es posible que sí, pues a mí me gustan las celdas tanto como a ellos.

—Lo que usted está sugiriendo, señor, es un auténtico disparate —dijo el profesor Voight—. ¿Morphy está experimentando con un suero que resucita a los muertos? Por favor, no me haga reír…

No respondí a ese comentario. Si yo me hubiera encontrado tan solo un día antes con un tipo cubierto de excrementos de mono y me contara semejante historia, le explicaría cómo llegar a Bedlam.

—Pero si fuera cierto —dijo Manson—… Imagínese, profesor… Y además, piense en los proyectos que se desarrollan en el entorno de esta universidad. Mire a su Mightech, y todo lo que significa; mire los juguetes de Hampelmann y piense en todos los proyectos militares que deben estar realizándose aquí y que usted no conoce… Lo que el señor Mercer describe no es un arma, sino una plaga que bien podría destruir a la humanidad.

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