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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (11 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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—Si usted lo dice…

—Bien. A partir de ahí, observamos que el individuo había venido exactamente por el mismo camino que nosotros habíamos tomado con el coche, es decir, por la parte habitada de
Pilgrim Road
. Y había venido a pie, pues ninguno de ustedes oyó trote de caballos o el sonido del motor de uno de esos modernos automóviles, ¿verdad?

—Así es.

—Las huellas de pisadas así lo indicaban también. De modo que echamos un vistazo al vecindario, por si había algún rastro. Lo más curioso que encontramos fue que alguien había reventado una caja de fusibles, pues al parecer, la electricidad ha llegado a esa zona de Camford.

—¿Y eso qué tiene de interesante? Algún vándalo debió de romperla por el mero placer de hacerlo —apuntó el doctor Watson.

—Sí, eso es lo primero que pensamos Barker y yo. Pero cuando me detuve a observar la caja, me percaté de que no solo habían roto la portezuela, sino que en el interior se había producido una fuerte descarga y el consiguiente chispazo, pues el panel estaba ligeramente quemado, ennegrecido y todavía caliente. Incluso se podía apreciar la leve silueta de una mano, la que había manipulado los cables, y que por tanto, había recibido la descarga.

—Eso debió matar al imprudente en cuestión —dijo el doctor—. La electricidad, no me cansaré nunca de decirlo, es una maravilla de la ciencia, pero también es extremadamente peligrosa si no se controla. Es necesario utilizar guantes de caucho para manipular el cableado; sirven como aislantes, pues no conducen la corriente eléctrica.

—¿Cómo sabe usted esas cosas? —le pregunté.

—Porque aún no hace un mes desde que en mi casa hicimos la instalación necesaria para tener electricidad. Fue un capricho de mi esposa, no crean ustedes que yo… digamos que siempre seré un fiel partidario de la luz de gas. La obra fue una auténtica odisea, y al principio no resultaba demasiado satisfactorio accionar el interruptor del pasillo para ver cómo la luz del salón se encendía, y viceversa… Pero ahora funciona bien. Solo espero que el gato de la señora Watson no meta el hocico en ningún enchufe. Aunque por otra parte, los mininos no me son del todo simpáticos…

Por suerte, en ese momento apareció el camarero cotilla con nuestros tés y con un par de bocadillos de arenque, e interrumpió la perorata del doctor Watson. Yo me estaba cayendo de sueño, y me estaba costando un gran esfuerzo prestar atención al señor Holmes, pero el doctor parecía un hombre descansado. Solo Dios sabe de dónde sacaba ese hombre sus energías.

—Todo eso que apunta usted acerca de las precauciones con la electricidad, Watson, es completamente cierto. Y sin embargo, allí no había cadáver, ni heridos, ni nada de nada. Así que decidimos importunar a los vecinos, pues era ya pasada la medianoche. Como imaginarán, no fuimos muy bien recibidos: Nadie quería abrir sus puertas a aquellas horas, salvo un caballero que nos recibió en ropa de cama y contestó a nuestras preguntas. En efecto, se había producido un apagón a cosa de las once o las once y cuarto, pero la corriente se había restablecido de inmediato. Y no, nadie había pedido socorro, ni él ni su familia habían escuchado ningún ruido extraño en la calle. Entonces le pregunté por nuestro hombre, el individuo de la prótesis pesada en la mano derecha, y el caballero, curiosamente, se echó a reír y nos dejó bien claro que no le parecía educado que a esas horas anduviéramos gastando bromas, y que ya éramos lo bastante mayorcitos como para dedicarnos a otros menesteres. Nos disculpamos, y le insinuamos que la cuestión era seria. Y entonces nos habló de lo que el denominó «El Fantasma de la Mano de Metal».

—Cristo, Holmes —dijo Watson—, usted mismo me ha dicho en alguna ocasión que en nuestro trabajo no hay lugar para los fantasmas. ¡Qué sandez!

—En efecto, querido amigo. Y sin embargo, esta noche hemos visto cómo los muertos resucitaban, ¿verdad?

El doctor no respondió. Creo que con el bocadillo, el té y la conversación, casi había logrado olvidarse de los horrores de la casa de Presbury.

—El amable vecino —continuó Sherlock Holmes— nos explicó que, desde hacía ya varios meses, por el barrio había comenzado a correr el ridículo rumor de que una mano de metal rondaba por las noches en la zona. Y lo más curioso es que esa mano no se arrastraba por el suelo, sino que como buena extremidad espectral, flotaba en el aire, e incluso había llegado a agredir a algún viandante.

—Tonterías —dijo el doctor.

—Eso pensaba ese caballero. Y no obstante, la coincidencia me pareció extraordinaria: Nosotros buscamos a un hombre con una mano protésica, que posee la aparente habilidad de pasar antes las narices de usted y de Barker sin que nadie lo vea, y resulta que los vecinos han visto recientemente una garra de hierro flotante en
Pilgrim Road
.

—Lo que usted está sugiriendo, Holmes, es sencillamente impensable. Y no tiene pruebas de ello. Ni siquiera lo diré en voz alta.

—Y sin embargo, vimos la silueta de una mano (la derecha, por cierto) en la caja de electricidad, y ningún cuerpo a la vista.

Watson volvió a negar con la cabeza.

—Tiene que estar usted equivocado. No puede ser. Y no veo relación con los fusibles.

Como ya me estaba cansando de no entender nada, pregunté:

—¿Pero qué están intentando decir? ¿Que ese tipo se electrocutó y se levantó, como los zombis que hemos visto hoy?

Creo que ni a Holmes ni a Watson se les había pasado esa idea por la cabeza. Entre otras cosas, porque era descabellada. Pero lo que el detective respondió tampoco estaba lejos de ser un auténtico disparate.

—¿Ha oído usted hablar del caso Griffin, Mercer?

—¡Por favor, Holmes, no! —lo interrumpió el doctor—. Aquello fue una filfa, un montaje para vender periódicos.

—¿Está usted completamente seguro, Watson? ¿Estuvo usted en
Port Burdock
para ver el cadáver de Griffin? Yo no. Y a día de hoy, cerca de
Port Stowe
, hay un establecimiento al que siguen llamando «La Taberna del Hombre Invisible»…

Aquello sí que me resultaba familiar. Hacía unos años, hacia 1897, había aparecido en la prensa la historia de un loco criminal que enviaba cartas amenazadoras a los periódicos, y que aseguraba haber descubierto el secreto de la invisibilidad… hasta que lo mataron en un pueblo de Sussex. Como Watson, yo siempre había creído que aquello no era más que una engañifa para vender periódicos. Pero el señor Holmes tenía una opinión distinta.

—La información sobre el asunto Griffin es confidencial —explicó—, y nadie tiene acceso a sus notas, porque fueron destruidas. En su momento, consulté por el particular en Scotland Yard, donde nuestros amigos se rieron de mi credulidad, y cuando le pregunté a mi hermano Mycroft, que tiene algo más que contactos dentro del Gobierno, me pidió con su habitual amabilidad que me metiera en mis propios asuntos. De lo cual deduzco que no fue todo una mentira mal orquestada, sino un escándalo que ciertos intereses se encargaron de ocultar y desacreditar.

—¿Está usted sugiriendo que el hombre de la mano de metal es invisible? —dije yo, sin dar crédito a mis palabras.

—Exactamente, Mercer.

—Pues por muy invisible que sea, me parece que ese camarero lo vio aquí mismo hace unas horas.

Eso no se lo esperaba ni Sherlock Holmes.

—¿Qué esta diciendo usted?

Expliqué mi conversación con el chismoso pero servicial empleado de
Chequers
, y el señor Holmes lo llamó rápidamente a la mesa. El camarero repitió lo mismo que me había contado a mí, y no fue capaz de añadir ningún detalle útil.

—Así que Timothy Jekyll también está metido en este asunto… —dijo el señor Holmes—. ¿Por qué no me sorprende demasiado?

—Porque esta ciudad parece que se ha convertido en un circo —respondí—. Allá donde vamos, solo encontramos rarezas y monstruos. Solo falta que entre por la puerta el Hombre Elefante.

—Un circo de monstruos —susurró Sherlock Holmes para sí mismo—. Claro que sí, Mercer. Tiene usted toda la razón.

—Disculpen —intervino el doctor Watson—, ¿no será ese tal Jekyll del que hablan pariente del médico de Londres?

Pero ahora, Sherlock Holmes se había sumido en algún hilo de pensamientos, y me dejó a mí el trabajo de contarle al doctor lo que sabíamos del joven Timothy Jekyll y cié su joya prodigiosa.

Watson estuvo de acuerdo conmigo: El mundo se estaba volviendo loco a nuestro alrededor, y parecía que en el futuro ya no habría un lugar en él para los viejos sabuesos como nosotros.

IX

L
OS COLEGIOS

—Los viejos monstruos, como el doctor Henry Jekyll y el infame Griffin, murieron. Pero los nuevos, amigos míos, parece que han venido para quedarse.

Sherlock Holmes dijo esto mientras Watson y yo terminábamos nuestro desayuno. Mi jefe había estado un buen rato ensimismado, y yo había llegado a pensar que se había dormido con los ojos abiertos, pero no era así.

—Eso es lo que nos tememos Mercer y yo —dijo el doctor Watson.

—Barker estará de acuerdo con ustedes. Los acontecimientos de esta noche no solo le han reportado un dolor de cabeza a mi viejo rival, sino que también le han dado mucho en qué pensar. Por ejemplo, nuestro encuentro con el señor Pride no le ha dejado un buen sabor de boca. Al igual que ustedes, Barker no tiene muy buena opinión de él.

—¿Dónde conoció usted a ese hombre tan arrogante, Holmes? —preguntó el doctor.

—No lo había visto nunca antes de esta madrugada.

—¡Y me envía usted una nota pidiéndome que confíe en él! —Watson estaba indignado.

—Estoy convencido, viejo amigo, de que si Pride le hubiera dado alguna orden contraria a nuestros principios, o sencillamente insensata, usted la habría incumplido. No en vano, su carrera militar fue corta… No los estaba poniendo en peligro ni a usted ni al amigo Mercer, le doy mi palabra.

—No es necesario, Holmes, pero ¿quién es ese hombre?

—Desde finales del año pasado he tenido noticia de la existencia de un caballero que, por su cuenta y riesgo, y haciendo uso de los métodos menos ortodoxos, está llevando a cabo una serie de labores de «acoso y derribo» contra los grupos criminales de Escocia, y actualmente, se le está empezando a ver en otros rincones de Gran Bretaña. Lo curioso del asunto, además de los increíbles recursos de los que hace gala este individuo, es que en principio ninguna de las informaciones deja claro si es un fanático de la justicia, o bien un delincuente con delirios de grandeza que desea acabar con la competencia.

—¿Un nuevo Moriarty? —preguntó el doctor Watson, y recordé la mención a ese profesor de matemáticas.

—No, Watson, estamos ante un fenómeno muy distinto, que me hace pensar en el joven Timothy Jekyll o en otros que, como él, están surgiendo de la nada en los últimos tiempos. El señor Pride pertenece a una nueva estirpe de héroes, o monstruos, si lo prefieren ustedes, que mucho me temo dominará el siglo XX… Piense que nuestros amigos y colegas de la vieja escuela están muertos o retirados, y yo no soy una excepción. Durante todo el día he cruzado mensajes con mis agentes inmobiliarios, y esta misma tarde, cuando llegué a Camford, cerré las negociaciones por medio de un telegrama en el que daba mi permiso para realizar el pago por esa casita de campo con la que llevo soñando tanto tiempo.

Aquello sí que fue una sorpresa para mí, aunque al parecer, Watson ya se olía algo.

—¿Cuándo se marcha? —preguntó el doctor.

—Cuando regrese a Londres empezaré con la mudanza. Ya se lo he comunicado a la señora Hudson. Y no crea que nuestra ama de llaves se ha echado a llorar.

Watson extendió la mano y estrechó la del gran detective. Después, Sherlock Holmes sacó del bolsillo su pipa de brezo, rellenó la cazoleta con su particular mezcla de horribles tabacos y la encendió. De repente, ese nauseabundo humo no me pareció tan malo. Quizá fuera porque mientras siguiera sufriendo los efluvios de la pipa del señor Holmes, tendría un trabajo medianamente honrado. Pero ahora sabía que eso se iba a terminar pronto.

—Merece usted descansar —dijo el doctor Watson—. Me alegra oír esa noticia.

—El mundo cambia a gran velocidad a nuestro alrededor, y yo ya no soy el que era, viejo amigo —dijo el Maestro—. Pero ahora tenemos asuntos más importantes entre manos. No me gustaría dar por finalizada mi carrera profesional con un fracaso. De hecho, no creo que podamos permitírnoslo.

Se hizo un silencio, durante el cual pudimos escuchar a los obreros y trabajadores que iban llegando al comedor; ya empezaban a hablar del incendio que había tenido lugar en la ciudad, pues esa clase de noticias se propagan como la peste. El camarero revoleteaba por entre las mesas y gritaba órdenes a la cocina. Yo me estaba muriendo de sueño.

—Barker y yo nos cruzamos con el señor Pride cuando estábamos en esa larga calle donde se encuentra una larga hilera de antiguos colegios universitarios —dijo Sherlock Holmes—. Íbamos de camino a la casa de Presbury para encontrarnos con ustedes, pero nos detuvimos allí para echar un primer vistazo, pues aunque resultaba improbable, no era imposible que nuestro fantasmagórico hombre de la mano de metal anduviese todavía por la calle… Además, ya había decidido que por la mañana realizaríamos nuestras pesquisas en la zona de la universidad.

—¿Y por qué allí? —preguntó Watson.

—Querido amigo, el segundo cliente de Lowenstein debe de ser también un científico, como el mismo Presbury. Si necesita el suero del langur por los mismos motivos que el difunto profesor, o lo ha adquirido por otras razones, eso todavía está por determinar. Pero la presencia del misterioso «correo invisible» me hace pensar en la segunda opción, más que en la primera. Ya veremos…

Mientras caminábamos junto a las verjas e intentábamos ver algún movimiento furtivo en los jardines, aproveché para explicarle al señor Barker lo que había sido del perro de los Presbury y lo que había sucedido con los habitantes de la casa. Como Mercer bien sabrá, pues conoce a ese señor detective desde hace mucho tiempo, Barker no se tomó mi relato con mucha deportividad, y a estas alturas, creo que sigue poniendo en duda los hechos. No obstante, el recuerdo de su propio encuentro con Roy acabó por hacerle entrar en razón, pues sigue produciéndole escalofríos solo de pensarlo. Justo entonces, me percaté de que el hombre que nos seguía estaba muy cerca, oculto a la entrada de uno de los colegios de la acera opuesta a la nuestra.

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