Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online
Authors: Alberto López Aroca
Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror
—Disculpe que sigamos importunándole, señor, ¿podría decirnos dónde podemos encontrar a ese caballero?
—Hmmm… no sé dónde se aloja, pero puede preguntárselo al profesor Morphy. A estas horas debería estar en clase, pero ya saben, con todo este triste asunto… Quizá se encuentre en el laboratorio del departamento, y ahora que lo pienso, su ayudante probablemente estará con él.
—Me gustaría dejar una nota para que se la entregue al muchacho, si no es molestia, pero no conozco su nombre…
—Creo que es… déjeme pensar… ¿Randall…? No… Es Crandle. Sí, Crandle.
Sherlock Holmes sacó un pedazo de papel, se apoyó en el mostrador y escribió algo. Dobló la nota y se la entregó al conserje.
—Muchísimas gracias, nos ha sido usted de gran utilidad.
Nos estábamos marchando cuando el conserje dijo:
—¡Oiga! ¿De parte de quién digo que es el mensaje?
—Del señor Sherlock Holmes.
Y salimos de vuelta a los jardines del St. Matilda.
—¿Qué le ha dicho en la nota? —pregunté, pues no imaginaba qué podía querer comunicarle a nuestro hombre.
—
«Estimado señor Crandle: Puedo verle»
.
Muy ingenioso, este señor Sherlock Holmes. No me extraña que durante años trajera de cabeza a medio Scotland Yard con sus chistes y sus ocurrencias.
E
L CORONEL
Sherlock Holmes no volvió a despegar el pico, salvo cuando preguntó por el departamento de Anatomía Comparada a un estudiante que nos cruzamos. Nos indicó un edificio al otro extremo de la calle. De acuerdo con el muchacho, los departamentos de medicina, y aun de otras disciplinas de ciencias, tenían en ese lugar sus estancias y laboratorios de investigación.
Seguía habiendo movimiento por donde pasábamos; parecía que la noticia del incendio ya era cosa conocida por todos y se había convertido en la comidilla de los alumnos.
A la puerta del edificio, otro conserje —en esta ocasión era un hombre más joven— nos indicó que el profesor Morphy se encontraba en el laboratorio.
—¿Está con él su ayudante? —preguntó el señor Holmes.
—Creo que no lo he visto esta mañana por aquí. Solo vino la señorita Morphy, que acababa de conocer la noticia… De madrugada, se incendió la casa de uno de los profesores, el compañero de Morphy en la cátedra. No ha habido supervivientes.
—Lo sentimos mucho. La señorita Morphy debía de estar muy afectada…
—Eso parece, pues tenía una relación muy íntima con el profesor Presbury. Se decía incluso que estaban prometidos, y a pesar de la diferencia de edad… Bueno, Presbury era todo un carácter, ¿saben? Y Alice Morphy… cualquiera puede comprender que ese caballero se enamorara de ella, pues es toda una mujer. Una auténtica belleza.
—Yo había oído decir que el señor Crandle también tenía cierto interés en la dama —dijo Sherlock Holmes como quien no quiere la cosa.
—Sí, bien, es más que posible. Pero ya les he dicho que es una de esas chicas que pueden cautivar a cualquiera… Aunque no creo que Lewis Crandle tenga muchas opciones. ¿Son ustedes colegas del profesor Morphy?
—No, no; venimos a realizar una consulta personal.
—En ese caso, quizá sería mejor que fueran a visitarlo a su casa… Al profesor no le gusta que lo interrumpan cuando están trabajando.
—Lo haríamos con mucho gusto, pero se trata de un asunto urgente, señor. Muy urgente, ¿comprende?
Sin mucho convencimiento, el conserje se levantó de su puesto y nos condujo por las escaleras hacia los pisos superiores. Caminaba con aire desgarbado, como quien se ha levantado con el pie izquierdo y preferiría quedarse un ratito más en la cama. De hecho, parecía un poco somnoliento.
Nos hizo pasar por varios pasillos y corredores, e incluso hubimos de subir y bajar otras escaleras hasta llegar a una zona del edificio que olía a desinfectantes, a gas, e incluso se notaba un leve aroma que a mí me recordó al particular hedor del estiércol en el zoo.
—Tome mi tarjeta —dijo Sherlock Holmes, y se la entregó al conserje, que desapareció por una puerta doble sin cristal.
A los pocos instantes regresó.
—El profesor Morphy lo siente mucho, pero está ocupado y los atenderá más tarde… Probablemente después del funeral de Presbury.
—No tenemos tiempo —dijo el señor Holmes—. Mercer, si es usted tan amable…
La verdad es que sabía perfectamente qué me estaba pidiendo el jefe, pero quería oírlo de sus labios:
—¿Sí, señor Holmes?
—Hágase cargo de este caballero.
Saqué el Adams que me había dado Barker y el conserje se llevó el susto de su vida. No sé qué pensaría ese buen muchacho, pero creo que estuvo a punto de desmayarse. A mí tampoco me hizo gracia empuñar el arma, de modo que la volví a dejar en mi bolsillo en cuanto Sherlock Holmes entró por la puerta del laboratorio. El conserje no pensaba darnos ningún problema, de eso yo estaba seguro.
—¿Quieres que te ate de pies y mano, chico? ¿Quieres que te encierre? —le pregunté.
—No, por favor —dijo a tal velocidad que casi no lo entendí.
—No venimos a robar. Somos la ley —mentí—, pero estamos de incógnito.
—¿En… en serio?
—Es un asunto oficial y no queremos que el honor del profesor Morphy se vea perjudicado innecesariamente. Espere aquí, ¿de acuerdo?
—Pero… yo tengo que volver a mi puesto…
Puse toda la cara de policía que pude, me acerqué mucho a él, y frente a frente le dije:
—No. Aguarde aquí. Serán sólo unos minutos.
Y entré tras el señor Sherlock Holmes.
Supongo que esperaba encontrarme una hilera de zombis encadenados unos a otros, realizando algún trabajo como extraer diamantes de una mina secreta o algo así. Pero el laboratorio era un lugar relativamente inocuo, y se parecía mucho a los quirófanos que yo había visto en Londres… salvo por la impresionante colección de órganos y pedazos de cadáveres metidos en recipientes de cristal de los más diversos tamaños: Había pies y manos con seis, siete e incluso ocho dedos, fetos de niños que quizá llevaran allí más años de los que yo tenía entonces, cabezas enormes y otras muy reducidas, montones de tripas que parecían serpientes enroscadas, y otras muchas cosas desagradables.
El profesor Morphy era más pequeño y enclenque que Presbury. No estaba completamente calvo, pues llevaba una melena que le caía por los hombros, y dos largas patillas de cabello blanco que le nacían en las sienes y le colgaban a ambos lados de la mandíbula. Sobre su pequeña nariz respingona —pero arrugada— lucía unos quevedos plateados, y sus orejas eran sencillamente enormes, como dos alas de murciélago que casi le rozaban el cuello de la camisa. En la mano sostenía un bisturí como el que la noche anterior había manejado el doctor Watson, y ante él tenía el cuerpo de alguna desgraciada —porque era una mujer, de eso no me cupo la menor duda—. Morphy estaba mirando con la boca abierta, su dentadura un inexplicable cúmulo de perlas blancas y afiladas, al hombre alto que acababa de irrumpir en su laboratorio.
—Profesor Morphy, ¿podría usted indicarnos dónde guarda la ampolla con el suero de langur carinegro que ayer le entregó el señor Crandle? —preguntó el detective.
Morphy dejó el bisturí y se limpió las manos en el delantal de cirujano. Lo dejó manchado de sangre.
—¿Qué está diciendo? ¿Quién es usted? —dijo el viejo. Nos dio la espalda y se acercó a una pila de mármol, abrió el grifo y se lavó.
—Mi nombre es Sherlock Holmes. El profesor Presbury fue cliente mío hace un mes y hoy está muerto por culpa de ese diabólico mejunje. Y lo mismo sucede con toda su familia. Los experimentos con el elixir de Lowenstein son sumamente peligrosos… pero eso ya lo sabe usted, ¿verdad?
—Oiga, aquí no tiene autoridad para…
—Tengo la autoridad moral necesaria para llevarlo a usted a un tribunal, y quiero que me diga en qué lugar realiza los experimentos, porque presumo que no es en esta sala. ¿O me equivoco, profesor?
Por un momento, tuve la sensación de que Morphy iba a arrojarse sobre mi jefe, como lo habría hecho uno de esos muertos vivientes, pues su expresión, que ya de por sí no era demasiado amistosa, se tornó fiera. Creo que pretendía coger alguno de sus escalpelos más grandes, pero Sherlock Holmes echó mano a su bolsillo y no tuvo necesidad de sacar el arma.
—Comprendo que quiera lucrarse con su trabajo, aun a pesar de convertirse en un traidor a su país y quizá también a su especie —dijo el gran detective—, pero ¿por qué ha condenado a su compañero de cátedra a un destino tan horrible? ¿No había dado usted el consentimiento para que contrajera matrimonio con su hija?
Ahora, el feo rostro de comadreja del profesor Morphy reflejaba un clarísimo estado de confusión, y tuve la certeza de que algo no era correcto en la teoría de Sherlock Holmes.
—Alice vino a primera hora para decirme que la casa de mi amigo Presbury se había incendiado y que él y todos los suyos han muerto —dijo el profesor—. No comprendo por qué quiere usted implicarme en semejante debacle y por qué me llama traidor. Pero le aseguro que esas injurias le van a pesar, señor Sherlock Holmes.
—Como usted desee —dijo mi jefe—. ¿Piensa oponer resistencia o vendrá con nosotros por su propio pie?
Morphy lo pensó durante unos instantes y esbozó una extraña sonrisa.
—Deje que me vista y les acompañaré. Contra mi voluntad, por supuesto.
—Por supuesto.
El profesor pasó tras un biombo y observamos su silueta iluminada por la luz eléctrica de las lámparas de la estancia. En algún rincón, un mechero Bunsen siseaba debajo de alguna retorta que contenía algún compuesto médico, seguro que experimental.
—Tendremos que encontrar a Alice Morphy para dar con Crandle —dijo el señor Holmes en voz alta—. No creo que el profesor esté dispuesto a hablar.
—¿Y qué cree que habrá sucedido con Timothy Jekyll? —pregunté, pues recordé el relato que nos había hecho el camarero de
Chequers
.
—Me temo que nada bueno —respondió—. Empiezo a pensar que el profesor es sincero, al menos en parte. Como ya había pensado, aquí hay más de lo que el ojo ve. Y es muy posible, amigo Mercer, que yo haya metido la pata. Es una suerte para todos que en breve vaya a dejar mi profesión.
No me dio tiempo a responder alguna palabra amable para con el Maestro, pues el profesor Morphy reapareció vestido de negro y dijo:
—Caballeros, cuando deseen.
Salí primero del laboratorio, y me siguieron Morphy y Sherlock Holmes. Me di cuenta de que el joven conserje había desaparecido, lo que no presagiaba nada bueno.
—Ya lo he visto, Mercer —dijo el señor Holmes—. Con suerte, la policía estará de camino y podrá llevarse al profesor. Tendremos que acompañarlo, claro.
—Si usted lo dice… —dijo Morphy.
Nos íbamos a adentrar en el laberinto de pasillos y escaleras de ese edificio cuando Sherlock Holmes nos dio el alto. Estábamos en mitad de un corredor en el que había bancos, algunas mesas con folletos y una larga serie de vitrinas donde se exhibían trofeos de las disciplinas deportivas que los universitarios practican, así como lo que a mí me parecieron utensilios médicos antiguos.
El señor Holmes sacó el revólver del bolsillo, y me indicó con un gesto que yo hiciera lo mismo.
—Señor Crandle, salga de donde quiera que esté. He oído cómo la puerta del laboratorio se cerraba tras nosotros… dos veces.
No hubo respuesta.
—¿Qué piensa, que lo tenía escondido debajo de la mesa? —dijo Morphy con sorna.
—No, profesor. Creo que estaba presente en el laboratorio, pero que, por decirlo de algún modo, no quería dejarse ver.
Morphy lanzó una astuta mirada al señor Holmes, quien dijo:
—Conocemos la particular habilidad de su ayudante, del mismo modo que sabemos que tiene una mano protésica de metal y que ha pretendido a su hija Alice sin demasiado éxito. Lo que no sabemos es cómo y quién llegó a duplicar el experimento de Griffin. ¿Fue cosa de usted, profesor?
Ahora, Morphy sí que estaba sorprendido. Estaba claro que para él, la invisibilidad de Crandle era un secreto bien guardado.
—¿Cómo puede usted saber…? Pero no, en realidad no lo sabe… Por supuesto que no soy el responsable de ese accidente… Usted, señor Holmes, no sabe nada de nada.
—¿Un accidente? Claro, eso explicaría… —comenzó a decir el detective.
No vi esa mano, que más parecía una garra, cuando golpeó en la cabeza a Sherlock Holmes por la espalda. Y admito que no fui capaz de disparar. Mi jefe estaba en el suelo, y esa zarpa que en verdad tenía un aspecto fantasmal, allí, Flotando en el aire, seguía forcejeando con el señor Holmes. De modo que tomé una decisión.
—Señor Crandle —dije—, ríndase o disparo contra el profesor.
Tan impactante fue ver cómo la garra dejaba de moverse y se situaba junto a Sherlock Holmes, como escuchar la grave voz que procedía de algún punto del éter, justo frente a mí:
—¿Son ustedes alemanes, franceses o rusos? —dijo la voz.
El Maestro se incorporó y recuperó su revólver, que había caído al suelo.
—Somos ingleses, señor Crandle.
—Miente. Son agentes extranjeros —insistió la voz.
—No, no lo somos. Y ustedes dos nos van a acompañar a la comisaría de Camford. Qué curiosa prótesis posee usted, señor. Creo que nunca antes había visto algo parecido. Está articulada, pero no imagino qué mecanismo le permite moverla como si fuera una mano auténtica… Por cierto, ¿cuánto dura la carga eléctrica que le permite ser invisible?
—No responda, Lewis —dijo Morphy—. Estos hombres no saben lo que están haciendo.
En ese momento, oímos pasos a la carrera al final del corredor, en la dirección adonde nosotros debíamos dirigirnos.
Un hombre de unos treinta y tantos años encabezaba un grupo de cinco personas. Los otros cuatro eran soldados armados que, al detenerse ante nosotros, apuntaron hacia nuestras cabezas.
—Suelten las armas de inmediato —dijo el que era claramente el líder. Se trataba de un individuo tan alto como Sherlock Holmes, de cabello castaño y mirada penetrante. Vestía un abrigo largo de color rojo y abrochado hasta el cuello, y llevaba un maletín verde en la mano izquierda y un bastón en la diestra.
Obedecimos la orden y los soldados se nos echaron encima para cachearnos. No fueron demasiado amables con nosotros.
—Mercer, creo que nos hemos metido en un lío —dijo el gran detective.