Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online
Authors: Alberto López Aroca
Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror
—Su mirada hacia los establos lo ha delatado, amigo mío.
Aunque era algo tarde, me sorprendió no ver luz alguna en las ventanas. Habría llamado la atención del señor Holmes al respecto, pero estaba seguro de que él ya se había percatado de ese detalle… y de un montón de cosas más que yo ni siquiera había intuido.
Sherlock Holmes llamó a la puerta con los nudillos, y esperamos un minuto. Volvió a llamar, esta vez con más insistencia.
—¿Se habrán marchado? —pregunté.
—No, Mercer —respondió en voz baja—. Alguien nos está observando. Dos personas, diría yo: Una en el piso de arriba, en la habitación de Edith. He visto moverse el visillo de la ventana. Y aquí abajo, al otro lado de la puerta, también nos esperan.
—Pero a usted lo conocen, señor —dije.
—Está muy oscuro, aquí afuera… ¡Señor Bennett! —dijo, y empezó a aporrear la puerta—. ¡Señor Macphail! ¡Soy Sherlock Holmes!
La puerta se entreabrió, y pudimos ver un par de ojos brillar en la oscuridad. Un poco más abajo apareció el doble cañón de una escopeta de caza.
—Váyase, señor Holmes —dijo el hombre, pues eso era. La voz era muy débil.
—¿Es usted, Macphail? ¿Qué le sucede?
—Me ha mordido… Váyase si aprecia en algo su vida…
—Macphail…
La escopeta se alzó y apuntó hacia el detective.
—No dejaré que entre, señor… Ya nadie puede ayudarnos…
—Está bien —dijo Sherlock Holmes, y con una rapidez que yo jamás antes había visto en ningún otro hombre, agarró el cañón, lo apartó a un lado, y le dio un patadón a la puerta. El hombre cayó de espaldas, y el arma quedó en manos del detective—. Adelante, Mercer.
—No quisiera ofenderle, señor Holmes, pero pensaba que no quería allanar la casa.
—Encienda la luz, a la izquierda está la manija. Vaya con cuidado.
Accioné la llave del gas, y el vestíbulo se iluminó. Sherlock Holmes empuñaba el arma en la mano derecha, movió la cabeza hacia los lados, observando el espacio en el que nos encontrábamos y al individuo que yacía en el suelo.
Macphail era un hombre corpulento y aparentemente fuerte, pero parecía agotado y enfermo. Iba vestido con una camisa blanca rota, sudada, y manchada de sangre, y en el brazo izquierdo llevaba una venda empapada en rojo. El cochero de Presbury no olía tan sólo a sudor, sino también a algo distinto, algo mucho más desagradable… En ese momento, tuve la certeza de que era el hedor de la podredumbre, de la tumefacción. Se estaba muriendo.
—Ahora ya estamos dentro, señor Macphail —dijo Sherlock Holmes—. Le aseguro que, ocurra lo que ocurra, el señor Mercer y yo solo hemos venido a ayudar. ¿Se comportará si le ayudamos a levantarse?
—Váyanse ahora que pueden —susurró—. No deberían tocarme.
Y haciendo un esfuerzo, se incorporó y se puso en pie, ayudándose con las manos.
—¿Dónde están los dueños de la casa? —preguntó Holmes.
—Usted no lo entiende, señor —dijo el cochero. Sherlock Holmes hizo ademán de ir hacia las escaleras, junto al pasillo principal, pero Macphail lo retuvo por el brazo—. ¡No, no lo haga! Vayamos al salón. Le explicaré por qué esta casa se ha ido al infierno. Deberían ustedes quemarla con todos nosotros dentro.
—A priori, yo diría que esa es una medida un tanto excesiva —dijo el detective, y fue pasillo adelante hasta la habitación del fondo.
Macphail intentó volver a agarrarlo, pero me interpuse en su camino.
—Tranquilo, muchacho —le dije.
—¡No se acerque a él, señor Holmes! —gritó el cochero.
A mis espaldas, escuché cómo la puerta al final del pasillo se abría bruscamente.
—¡Dios mío! —escuché que decía Sherlock Holmes—. ¡Mercer, venga enseguida!
Mientras caminaba hacia la habitación, oí a Macphail decir a mis espaldas:
—No se acerque, señor, si no quiere acabar como yo.
Cuando me asomé por la puerta, lo primero que me golpeó en la nariz fue el terrible hedor de vísceras y putrefacción. Y después, la visión del cadáver medio desnudo —no llevaba puesto más que unos pantalones— tumbado sobre la cama, con las manos atadas al cabecero con un par de gruesas sogas, y las piernas sujetas del mismo modo. Era un anciano —asumí de inmediato que se trataba del profesor Presbury—, un hombre viejo y alto, tirado sobre un colchón, como un muñeco desmadejado. Sus ojos estaban abiertos, y miraban al infinito. En su pecho se observaba sangre seca, que había manado de varias heridas abiertas junto al corazón y en el costado derecho, justo a la altura del hígado. La piel de su rostro y de sus brazos, oscurecida hasta llegar a un tono casi grisáceo, colgaba como un pellejo.
Sherlock Holmes me entregó la escopeta, volvió la cabeza hacia el final del pasillo, desde donde Macphail nos observaba con la mirada perdida, y me dijo:
—Vigile a ese hombre.
Y entonces se aproximó a la cama para examinar el cuerpo más de cerca. Se agachó con cierta cautela sobre el cadáver, e iba a proceder a tocar la herida del hígado con una pluma que sacó del bolsillo de su gabán cuando la cabeza del profesor se giró levemente, y a continuación soltó una dentellada a tal velocidad que ni siquiera lo vi venir. Sherlock Holmes dio un paso atrás y soltó un grito. Había escapado del bocado por los pelos.
—Por Júpiter… —susurró Holmes—. ¿Profesor Presbury? ¿Me reconoce?
—Oh, Señor Mío —dije yo—, está vivo…
El rostro del profesor, que hasta ahora no había sido más que un fiel retrato de la muerte en agonía, se había transmutado en una horripilante expresión de odio feroz… y quizá de algo más, pues siguió mordiendo el aire, impulsándose hacia delante. Sus dientes restallaban con fuerza, y los míos comenzaron a castañetear.
Sherlock Holmes se había convertido en una estatua que observaba con fascinación los vanos intentos de esa cosa por atacarnos con sus fauces.
—Les dije que no se acercaran —Macphail había entrado por la puerta—. ¿Le ha llegado a morder, señor?
—No —respondí yo, pues Sherlock Holmes seguía embebido, estudiando aquel grotesco espectáculo y escuchando el sonido de las dentelladas. Es de suponer que, al igual que yo, estaba asimilando la existencia de esa siniestra caricatura de persona que estaba atada a la cama.
—Pues yo no he tenido tanta suerte —dijo el cochero, y levantó su brazo vendado para que lo viéramos—. Pronto me convertiré en una de esas cosas. ¿Qué le parece, amigo?
Miré el brazo del cochero, luego al viejo de la cama, y a continuación alcé la escopeta y apunté con ella a Macphail.
—Así se hace, señor —me dijo, casi sonriente—. Así se hace. ¿Les parece que vayamos al salón ahora?
—¿Y los demás? —preguntó Sherlock Holmes.
Macphail negó con la cabeza y salió por la puerta.
U
N RELATO DE TERROR
El cochero nos condujo al salón comedor, que estaba en penumbras, y encendió varias lámparas. Sobre la mesa había una botella de buen vino abierta, y otras cuatro o cinco apiladas en un rincón, en el suelo. Los platos sucios se habían acumulado junto con otros desperdicios, como algunas hogazas de pan duro, pedazos de cecina mordisqueada y un montón de raspas de bacalao seco. Estaba claro que el servicio de la casa no estaba haciendo un buen trabajo.
No obstante, los muebles y los adornos de la habitación se encontraban en un estado impecable… Y no pude menos que fijarme en lo valiosas que eran algunas de las posesiones del profesor Presbury: Había un estupendo carillón antiguo al que alguien espabilado habría podido sacarle sus buenas libras, al igual que una maravillosa —y seguro que carísima— vajilla de porcelana, y algunas piezas de orfebrería de oro y plata con engastes de piedras preciosas, colocadas aquí y allá por los estantes de la sala. Incluso los cubiertos desperdigados por la mesa eran buenos, pues llevaban grabadas las iniciales de Presbury. Me dije que si había que quemar esa casa, merecería la pena salvar primero algunos de esos bienes. Comprendo que era un pensamiento un tanto mundano para una situación como aquella, pero creo que es una buena costumbre aferrarse a las rutinas cotidianas y mantener los pies en la tierra cuando uno se enfrenta a la locura. La personalidad se forja a través de los hábitos.
—Tomen asiento, por favor… Y, señor Holmes, le recomiendo que si tiene algún arma, la saque e imite a su compañero —dijo Macphail—. Quizá tenga que usarla en cualquier momento.
—¿Debo asumir que contra usted… o contra alguien más? —dijo Sherlock Holmes mientras se palpaba el bolsillo del gabán, donde con toda seguridad llevaba su revólver—. Explíquese, por favor.
—Sí, contra mí o… contra alguno de los otros.
—Entonces, los demás miembros de la familia también están… ¿contagiados? ¿La joven Edith y el señor Bennett? ¿El resto del servicio?
El cochero asintió, y se echó a reír. Pero no era la risa de un hombre feliz, sino la de alguien desquiciado y atormentado.
—Las criadas se marcharon el día en que el señor Bennett murió…
—Por favor, Macphail, comience por el principio. Y sea ordenado, se lo ruego.
Macphail cogió la media botella de vino, echó un trago y comenzó:
—Quiero que sepan ustedes, ante todo, que yo me he limitado a cumplir las órdenes de mis amos… Sobre todo las del señor Bennett, que no deseaba que nada de esto saliera de la casa. Después de todo ese desagradable incidente de hace un mes con el maldito perro, que casi acabó con la vida del profesor Presbury (y usted lo sabe bien, señor Holmes, pues estaba presente), las cosas no fueron a mejor. El profesor había sufrido una grave herida en la garganta, y el joven señor Bennett se estaba encargando de tratarla. La señorita Edith estaba al lado de su padre todo el tiempo. Pero… el amo no mejoró. Su cuarto olía… bueno, ya lo saben ustedes… a muerte. La señorita le pidió al señor Bennett que llamara a algún especialista, e incluso mencionó su nombre y el del doctor Watson, pero su prometido insistía en que él se bastaba y sobraba para curar al profesor.
—Debieron contactar conmigo —dijo Sherlock Holmes—. Usted mismo pudo haberlo hecho, Macphail.
—Señor, yo solo soy el cochero, no tengo potestad para tomar esa clase de decisiones en contra de la voluntad de mis amos. Además, yo no estaba en la casa, pues como ya sabe usted, mi cuarto se encuentra en las caballerizas; lo que sabía era a través de comentarios y cuchicheos de las mujeres del servicio… Sí, la habitación olía mal, y el profesor no mejoraba. Por mi parte, yo seguía cuidando de los caballos… y de Roy. Después de que atacara al señor, el perro pasó un par de días tumbado en su caseta. Su comportamiento era extraño: no ladraba, no gruñía, dejó de comer… Empezó a convertirse en un animal violento, como las veces en que había atacado al profesor, y lo encerré de nuevo en las caballerizas. Intentó atacarme a mí, señor Holmes, como si se hubiera vuelto rabioso. Por suerte, esta vez la cadena y el collar sí lo retuvieron. Los caballos no soportaban tener a esa bestia cerca de ellos, se estaban poniendo muy nerviosos. Expliqué la situación al señor Trevor y a la señorita Edith, y les pedí permiso para sacrificar al perro. Como el señor Trevor estaba demasiado ocupado cuidando de la salud y de los asuntos pendientes del profesor Presbury, me dijo que hiciera lo que creyese más conveniente. De modo que le disparé en la cabeza con la escopeta… Y el monstruo, señores, sigue ahí fuera, incapaz de morir. Un agujero enorme entre ceja y ceja, y volvió a levantarse.
—¿Y no intentó rematarlo de algún modo? —pregunté.
—Pensé en seguir disparándole a las patas para inmovilizarlo y luego prenderle fuego y reducirlo a cenizas. Comprendo que estas medidas les resulten repulsivas, pues a mí tampoco me agrada maltratar a los animales, pero no creo que esa cosa de las caballerizas siga siendo un perro. Finalmente, y por orden del señor Trevor, no acabé con esa criatura infernal: Cuando le expliqué que había sobrevivido a un disparo, él mismo quiso ver el «milagro», como lo llamó, y me dijo que prefería que lo dejara con vida para poder estudiarlo más tarde… por si tenía alguna relación con los problemas del profesor.
—¿Y cree usted que Bennett tuvo buen juicio en ese punto? —dijo el señor Holmes.
—Usted podrá decírmelo: Roy mordió al señor Bennett cuando intentó examinar la herida del disparo, y ahora el señor está atado a una cama en su cuarto, igual que el profesor.
—En el mismo estado, ¿verdad? Como si hubiera sufrido un contagio —apuntó el detective.
—No, señor Holmes: El perro lo mató. Casi le arrancó el cuello de un bocado, y cuando lo encontré, Roy estaba comiéndose su rostro. Llevamos al señor Bennett a su cuarto, pero murió desangrado en cuestión de media hora.
—¿Y no llamaron entonces a un médico?
—La señorita Edith… Dios mío, pobre señorita Edith… La señorita Edith no estaba muy bien desde que su padre había empezado a… bueno, ya han visto… a lanzar dentelladas a diestro y siniestro. Y cuando ella vio a su prometido en ese estado, no pudo soportarlo más y… yo diría que se volvió loca. No dejó que nadie se acercara al cadáver del señor Trevor, y volvió a hablar del honor y del buen nombre de la familia, y del escándalo que se formaría si alguien llegara a saber alguna vez todo lo que estaba sucediendo…
Macphail echó otro trago, y tuvo un acceso de tos. Tanto el señor Holmes como yo mismo nos percatamos de que el cochero estaba empezando a sudar con mayor intensidad. Su estado era febril.
—Debería verle un doctor —dije yo.
—Sí —dijo el detective—, traeremos uno…
—Yo estoy acabado —dijo Macphail—. Hagan lo que quieran, pero déjenme terminar. Quizá sería buena idea que pensaran en atarme, ¿no creen? Además, ya ni tan siquiera me apetece el vino…
Empezó a toser de nuevo como si fuera un tuberculoso, e incluso escupió en el suelo un pedazo rosáceo y sanguinolento de sí mismo. El señor Holmes y yo intercambiamos una significativa mirada: Tal y como el mismo Macphail afirmaba, se encontraba más allá de cualquier ayuda.
—La señora Hammond, la cocinera, y Christine y la otra criada, Rosie, se marcharon la misma tarde en que murió el señor Trevor. Ni siquiera hablaron con la señorita Edith para decirle que se iban. Me dijeron que no soportaban la peste que se estaba extendiendo por todas las habitaciones, que estábamos todos locos, y que preferían quedarse en la calle a pasar un minuto más en esta casa. Yo les rogué por Dios que no le contaran nada a nadie, tal y como deseaba la señorita, y no sé si habrán cumplido su palabra… Espero que sí.