Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online
Authors: Alberto López Aroca
Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror
—Nuestro amigo Jekyll es el depositario de este pequeño prodigio. Y por el momento, seguro que todos estamos de acuerdo en que no es necesario que cambie de manos.
Jekyll asintió, y volvió a abrocharse la camisa y a anudarse la corbata.
—No creo nada de lo que están diciendo —comentó Barker—. Y tú tampoco deberías, Otis. Nos están tomando el pelo unos bromistas profesionales. Seguro que están conchabados, ustedes dos.
Jekyll y Holmes intercambiaron miradas y se encogieron de hombros.
—Señor Holmes —intervine yo—, todo eso de que el caballero llegó ayer a Londres, que no le gustó el desayuno y de que no ha vuelto a probar bocado…
—¿Sí? ¿Quiere los detalles, Mercer? ¿El billete para un pasaje en barco con la fecha de llegada de hoy que sobresale por un lado de la maleta de nuestro joven amigo, la mancha de mermelada en el zapato, los…?
—No, no… Es que se me ha ocurrido que quizá deberíamos ofrecerle algo de comer al señor Jekyll, e incluso podríamos tomar un bocado nosotros. He traído varios emparedados.
A nadie le pareció inverosímil ni ofensivo mi ofrecimiento. Ni siquiera a Barker.
Pasé el resto del viaje dormitando, mecido por el traqueteo del tren, pues cuando acabamos con el refrigerio que yo había improvisado, Sherlock Holmes comenzó a hablar de la «encantadora ciudad" de Camford, de su universidad, de "las lumbreras del futuro» que salían de sus aulas, y de no sé qué zarandajas más. La verdad es que había ocasiones en que me sorprendía que el señor Holmes, un hombre de mundo que conocía los entresijos de la miseria de Londres y todos sus escabrosos y desagradables secretos, tuviera puesta tanta fe en una clase social que, por cierto, las más de las veces despreciaba. Nunca le pregunté por el particular, pero supongo que sus años universitarios debieron de ser de lo más felices.
Yo al menos, no encuentro otra explicación. Esas «lumbreras» de las que hablaba el Maestro eran las mismas personas que escupían a los mendigos en la calle, que inventaban leyes para encarcelar a los pobres, y que para su regocijo personal, buscaban (compraban) niños para fines realmente abominables.
No es que esto no sucediera entre los míos, pero al menos nosotros no solíamos mirar a nadie por encima del hombro… salvo quizá a los indios, los chinos, los negros, los judíos y las mujeres. Y no necesariamente en ese orden, claro.
Desperté cuando Sherlock Holmes me dio un codazo para indicarme que ya habíamos llegado. Bajamos del tren y nos despedimos —unos con mayor efusividad que otros— del desconcertante Timothy Jekyll y su fantástica piedra; al parecer el joven se dirigía al campus universitario para visitar a uno de esos profesores. Casi como nosotros.
—Nos alojaremos en
Chequers
—le dijo Sherlock Holmes a modo de despedida—. Tienen un oporto estupendo, y el asado de pato es el mejor de todo Camford…. Yo diría que ni Londres no se hace uno semejante. Es un mesón del siglo XVIII, pero las camas son impecables. Aunque no creo que a usted le preocupen los picotazos de los chinches…
—Muchas gracias por el consejo, señor Holmes. Ha sido un placer, señores —dijo Jekyll, que salió de la estación con mi maleta. Un individuo despistado que andaba por ahí leyendo un periódico se dio de bruces con él y cayó de espaldas justo en la puerta. El muchacho ni se canteó, pero al menos se agachó para ayudar al pobre hombre.
—Es un buen chico —apuntó el señor Holmes—. Caballeros, si tienen la bondad de esperarme fuera, yo debo atender un asunto en la oficina de Correos y Telégrafos de la estación.
Sherlock Holmes se alejó de nosotros, y Barker me dijo:
—¿Qué crees que se trae entre manos, Otis? ¿A quién va a escribir?
—Creo que espera alguna respuesta, señor —respondí, y me encaminé a la calle. Allí no tuve problema para encontrar un coche para los tres, y le indiqué al cochero que esperara al tercer pasajero.
El señor Holmes apareció a los pocos minutos y se unió a nosotros a bordo.
—Llévenos a
Chequers
, por favor —indicó.
—¿Es que cree que necesitaremos a alguien más para este asunto, Holmes? —preguntó Barker.
Sherlock Holmes lo miró pensativo y dijo:
—Nunca se sabe.
L
OS COCHEROS
Ya había empezado a anochecer cuando cenamos en el mesón. La comida y la bebida de
Chequers
eran tan buenas como Sherlock Holmes había prometido, y cuando el camarero —que ya conocía al gran detective de su anterior visita— nos sirvió unas copas de oporto, Barker decidió que preparáramos nuestro plan de acción e investigación.
—Supongo, Holmes, que querrá echar un vistazo a la casa de Presbury —dijo.
—Así es —respondió Sherlock Holmes, que estaba dando unas largas caladas a su pipa recién cargada con un tabaco que ni yo en mis peores tiempos habría fumado.
—Y que para eso no necesitará la ayuda de Otis.
—Posiblemente no. Y yo presumo que usted querrá dejar el paquete con la botellita de suero en la dirección que le indicó Dorak y esperar a que salte la liebre, ¿me equivoco?
—En absoluto.
—Y supongo que para esa labor de vigilancia tampoco requerirá la asistencia del amigo Mercer.
—Bueno… No, en realidad no.
—De acuerdo, entonces. Mercer vendrá conmigo. Ya saben ustedes que sin Watson a mano, las visitas sociales se me hacen muy pesadas.
—Muy bien —dijo Barker, que apagó su cigarrillo en el cenicero y apuró el oporto de un trago.
—Estupendo. Si le parece, Mercer y yo le acompañaremos al punto de vigilancia, por si necesitáramos localizarlo a usted más tarde. ¿Vamos?
Esto a Barker lo cogió desprevenido. Y a mí también.
—¿Ahora? Son las nueve de la noche, Holmes.
—Y una vigilancia de veinticuatro horas, que es el plazo razonable para que asome la cabeza quien quiera recoger el paquete, puede empezar en cualquier momento del día, ¿no es así, Barker?
—Está bien —dijo, aunque estaba claro que le parecía mejor idea acostarse un rato.
Para sorpresa de Barker y mía, Sherlock Holmes ya había previsto que a esas horas quizá no sería sencillo encontrar un coche, de modo que le había pagado por adelantado al conductor, e incluso había estado cenando en el mesón, en una mesa cercana a la nuestra. Pero nosotros no nos habíamos percatado de ello.
—El amigo Dudley, que es un caballero paciente y servicial, nos llevará a la dirección que nos indique usted, Barker —explicó Holmes. Dudley era claramente un borrachín y un vago, pero estaba encantado de que un tipo de Londres lo tratara con un mínimo de decoro, y no a patadas. Y además, el tipo de Londres le estaba pagando (estoy seguro) el doble de su tarifa habitual, más los extras.
Dudley nos llevó hasta el 54 de
Pilgrim Road
, que en efecto era un solar, pues
Pilgrim
se terminaba en el número 53. Aquello caía, según Holmes, al sur de Camford, y el camino conducía a varias aldeas cercanas, de acuerdo con el mapa que había traído consigo.
—¿Y qué hacemos con el paquete? —preguntó Barker cuando llegamos—. ¿Dónde lo dejo?
Sherlock Holmes bajó del coche y saltó al descampado, por donde estuvo paseando en las penumbras durante un rato. Era tan solo una sombra que se deslizaba por el terreno oscuro, entre las malas hierbas que habían crecido sin control.
—Señor Dudley —dijo Sherlock Holmes—, si usted fuera cartero en lugar de cochero, ¿dónde dejaría el correo dirigido al número 54 de esta calle?
—Es solo Dudley, señor. Pero no sé a qué se refiere usted.
—Si usted tuviera que entregar un paquete en esta dirección, ¿qué haría con él?
—Pues… no lo sé, señor. Supongo que lo llevaría de vuelta a la oficina de Correos.
—Pero, amigo Dudley, pongamos que ha realizado ese trámite, y su superior, días después, le ordena que entregue el mismo paquete en la misma dirección, y que no lo traiga de vuelta. ¿Qué haría usted?
—Yo consideraría la posibilidad de quedármelo —intervine, pero el señor Holmes me hizo callar con un gesto.
—No, no —dijo Dudley—, no me lo quedaría ni aunque fuera una botella del mejor whisky de malta, ¿saben? Supongo que lo dejaría… ¿ahí, quizás? —Y señaló a un bloque de piedra que se alzaba a un lado del solar.
—¿Encima, Dudley? —preguntó Sherlock Holmes.
—¡No, señor; ahí podría verlo alguien que no fuera su propietario y robarlo! Creo que lo dejaría justo detrás de la piedra. Ahí no podría verlo nadie que viniese por el camino. Si, eso es lo que haría.
El señor Holmes parecía satisfecho. Se volvió hacia Barker y dijo:
—¿Qué le parece, amigo mío? ¿Es el lugar adecuado?
Barker no respondió, sino que se limitó a acercarse al bloque y depositó el paquete en el lugar indicado. A continuación, regresó con nosotros.
—Ya pueden marcharse. Buscaré un escondrijo discreto desde el que poder vigilar. Detrás de aquellos matorrales, al otro lado del camino, podré ver en las dos direcciones. Está muy oscuro, pero si alguien pasa por aquí, lo cazaré —dijo, y se palpó el bolsillo del abrigo donde llevaba un arma.
—Perfecto, Barker. ¿Sabrá volver a
Chequers
si nos necesita?
—Me las arreglaré, Holmes. Espero que ese individuo sea razonable y quiera compartir el suero con mi cliente.
—Si no regresa antes, enviaré a Mercer dentro de doce horas para que le traiga algo de comer, ¿de acuerdo?
Eran las diez de la noche, y cuando el señor Holmes y yo subimos al coche de Dudley, no pude evitar echar un vistazo atrás. La oscuridad sin luna del campo se estaba tragando a Bernard Baker, masón y detective. Qué dura es, a veces, la vida del sabueso.
Dudley nos condujo a través del Camford nocturno hacia la casa de Presbury, y fue mencionando los nombres de los colegios que dejábamos atrás (había toda una hilera de ellos), y a los propietarios de los carruajes que se hallaban aparcados en una avenida, rodeada por una espesa arboleda. A juzgar por los conocimientos locales de Dudley, la ciudad no podía ser muy grande, pues parecía saber quién era todo el mundo y dónde se encontraba todo.
Mientras el cochero seguía con su cháchara, Sherlock Holmes aprovechó para aclararme algunos detalles acerca de los habitantes de la casa del profesor: Allí habitaban la hija de Presbury, Edith, y su prometido y secretario del viejo, el joven Trevor Bennett —era evidente que si había conseguido cazar a la muchacha, el chico no sólo escribía cartas al dictado—. Además estaba el personal de servicio, que contaba con varias mujeres y un solo varón, el cochero Macphail, que al parecer vivía en las caballerizas. Por ese motivo le resultó interesante a mi jefe que fuera él quien atendiera a Barker en la puerta de la casa.
—¿Cree que alguien pasará a recoger el dichoso paquete? —le pregunté a Sherlock Holmes, pues la verdad es que los entresijos familiares de los Presbury me traían bastante al fresco.
—Sí —respondió—. Hoy mismo, un hombre ha estado buscándolo. Y no creo que ahora ande muy lejos del paraje de
Pilgrim Road
.
Aquello sí que fue una sorpresa.
—Las huellas en los matojos de hierba eran recientes —me explicó—. Algunas hojas y ramitas rotas lo indican. También había huellas de visitas anteriores, de otros envíos a ese mismo punto. Barker podrá apañárselas solo. Se trata de un único individuo, de cabello negro, envergadura media, mide algo menos de seis pies, y su centro de gravedad está ligeramente desviado hacia la derecha. Es más que posible que lleve puesta algún tipo de prótesis, presumo que en la mano derecha.
—¿Por qué una prótesis? ¿Por qué no puede llevar… no sé, una bolsa con algo de peso?
—Porque el leve desequilibrio entre las pisadas de uno y otro pie es idéntico tanto en las más antiguas como en las que ha realizado hace unas horas. Siempre el mismo desequilibrio, un sutil sobrepeso al lado derecho. Es una prótesis inusualmente pesada, sí, probablemente de hierro o de alguna aleación. Y con toda seguridad, le digo que esa prótesis no corresponde a un pie, pues las huellas de un pie prostético son definitivamente características. Así que debe ser en la mano, y acaso una parte del antebrazo.
—¿Entonces…?
—Si Barker está equivocado con respecto al perro de Presbury, volveremos para acompañarlo esta misma noche. En caso contrario… bien, tendremos que averiguar qué sucede en esa casa.
En ese momento, Dudley detuvo a sus caballos con un soberbio «¡sooooooo!» y dijo:
—Señores, ésta es la residencia del profesor Presbury. Pero sin ánimo de faltarles al respeto, les diré que no entiendo qué buscan en este lugar.
—¿A qué se refiere usted, amigo? —pregunté.
—Últimamente se oyen cosas raras acerca de este lugar, ¿saben? Cosas muy raras. Se habla de voces, y de olores extraños… Conozco a Macphail, el cochero de la casa, desde hace años. Y llevamos un tiempo sin verlo, ¿comprenden?
—Aguárdenos aquí, Dudley —ordenó el señor Holmes—. Según lo que hemos convenido, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, señor. Pero no puedo garantizarle nada…
—¿Ha cambiado de opinión, amigo Dudley?
—No es por mí, señor, pero a los caballos no parece gustarles nada esa casa. Están nerviosos, y no sé si podré retenerlos todo el rato…
—Seguro que sí —dijo Sherlock Holmes, y le entregó unas monedas al cochero.
Los caballos no relinchaban ni se estaban encabritando, pero en efecto, no se les veía nada tranquilos. Y a mí tampoco. Dejamos a Dudley acariciando a las bestias mientras nosotros entramos por el caminito, rodeado de un descuidado césped, hacia la entrada de la casa, que estaba cubierta por una tupida maraña de flor de la pluma de hojas púrpuras.
—Desde este arbusto —me indicó el señor Holmes, y señaló unos altos matojos a pocos pies de la puerta principal—, Watson y yo vigilamos los movimientos del profesor Presbury la noche en que Roy le atacó. Debería haberlo visto usted, Mercer, ¡era igualito que un mono trepador! Subía por aquel árbol y por las enredaderas con tal naturalidad que parecía haber nacido para eso… Imagínese, ¡un respetado científico de sesenta y un años!
—Asombroso —dije, y pensé de nuevo en el siniestro perro, que debía encontrarse todavía (o no) en las caballerizas.
—Es preferible que hablemos con alguien de la casa antes de cometer allanamiento de morada. Yo también siento curiosidad por el animal, pero tendrá que esperar.
—¿Cómo ha sabido lo que estaba…?