¿Qué podíamos hacer?
Para utilizar un baño público debíamos pagar, pero a la gente rica que lucía anillos y relojes no les obligaban a que sus malditos perros los usaran en lugar de ensuciar las aceras.
Yo nunca me cagué en mitad de una acera, se lo juro.
Buscaba un rincón cualquiera de la plaza, entre los matorrales, pero hasta allí me perseguía un vigilante furibundo, que minutos antes había visto impasible cómo un inmenso pastor alemán dejaba caer su plasta donde cualquiera podía pisarla.
¿Por qué tenía que ser peor mi mierda que la de un perro?
Creo que fue entonces cuando empecé a odiar a los perros, y no porque estuvieran mejor cuidados y recibieran más cariño que yo, sino por el simple hecho de que podían cagar donde quisieran.
¿Por qué sonríe?
¿Le parece divertido que la sociedad acepte que un chucho pueda tener más derechos que un niño de cinco años?
Si en verdad lo considera divertido será mejor que dejemos aquí mismo la charla, pues resulta evidente que no es usted alguien que pueda entender la mayoría de las cosas que pienso contarle.
No. No me enfado. Tan sólo le pido que cuando esté reventando salga a la calle y trate de hacer sus necesidades a cinco metros de donde las hace un perro.
¿Cree que a mí me gustaba que me vieran el culo? ¿Cree que resulta gracioso tener que echar de pronto a correr ensuciándote las piernas? Lo primero que Ramiro me enseñó fue a no cagar nunca bajándome los pantalones, pues si los vigilantes me sorprendían no podía huir y acababa apaleado y con mierda hasta el cuello.
Por frío que hiciera tenía que quitarme los pantalones, aforrarlos con fuerza, abrir mucho las piernas y estar atento a mi espalda porque cuando menos lo esperaba una patada me lanzaba volando por los aires, o un «coño-e-madre» de jardinero me empapaba con su maldita manguera.
¡Y Dios se apiade de ti si por casualidad estás estreñido!
Y tenga muy presente que no le cuento todo esto por gusto, sino porque quiero que entienda que para un mendigo de la gran ciudad tan difícil puede ser cagar como comer, e incluso más, pues si no comes, pasas hambre, pero si no cagas, revientas.
¿Vergüenza?
A menudo me despierto sobresaltado porque en mis sueños me veo acuclillado en mitad de la calle mientras la gente me contempla con gesto de asco o disgusto.
Algunos incluso me insultan.
Recuerdo que en una ocasión en que tenía unos terribles retortijones porque había comido algo podrido que encontré en un cubo de basura, un tipo que pasaba se desabrochó la bragueta y comenzó a mearme encima.
Yo aún no había cumplido los seis años, sudaba frío, y creo recordar que incluso echaba sangre por el ano, pero aquel adulto hijo de puta se descojonaba empapándome la cara.
¿Ya no sonríe?
¿Ya no se le antoja tan divertido?
No se inquiete. Al fin y al cabo fue gracioso, puesto que de improviso apareció Ramiro con un palo y le atizó tal fustazo en la punta del capullo que el muy cabrón aún debe dar alaridos cada vez que se lo toque.
Ramiro era ya más que mi hermano.
Nunca tuve .ninguno, que yo sepa, pero imagino que un hermano es alguien con quien compartes los padres y compartes de igual modo alegrías y tristezas.
Pero ni Ramiro ni yo teníamos padres, ni mucho menos alegrías, y como lo único que podíamos compartir eran miserias, nos sentíamos tan unidos como no creo lo haya estado jamás hermano alguno.
Una navaja, una manta y un cazo de latón era cuanto teníamos y en cierto modo nos bastaba, en especial cuando había algo con que llenar el cazo o cortar con la navaja, o un rincón en el que acurrucarse bajo la manta.
Ramiro hablaba poco y mentiría si le dijese que nos contábamos nuestros sueños sobre el futuro y nuestras ilusiones, porque, a decir verdad, ignorábamos lo que significaba nada de eso.
A lo más que llegábamos era a soñar despiertos sobre lo que significaría sentarse en uno de aquellos lujosos restaurantes para hartarse de comer caliente cosas cuyo sabor tan sólo conocíamos de recogerlas en los cubos de basura pasada la media noche, aunque en justicia debo admitir que era ése un recurso al que tan sólo recurríamos en último extremo y en muy contadas ocasiones.
Los días de mucha lluvia, cuando caía uno de esos «palos de agua» en los que parece que una mano gigante exprime las nubes como si se tratara de un limón, el hambre se agudizaba, pues con ese tiempo los escasos transeúntes iban perdiendo el culo a refugiarse en los portales, sin tiempo ni ganas de detenerse para echar mano al bolsillo y darte una limosna.
Los automovilistas cerraban las ventanillas y si te arriesgabas a colocarte en el borde de la calzada esperando que alguien se compadeciera de ti, lo único que conseguías era que al pasar por un charco un bus te empapara de los pies a la cabeza.
Y la tiritera te daba más hambre.
Eran malos los días de lluvia, sí. Muy malos.
Tenías que dormir con la ropa enchumbada, al día siguiente te dolían hasta los huesos, y cuando te despertabas, si es que habías conseguido un lugar protegido en el que dormir, el hecho de escuchar de nuevo el rumor de la lluvia te producía tal sensación de angustia que preferías morir antes tener que enfrentarte a otro día semejante.
No obstante, jamás pensé en suicidarme.
Ni yo, ni ninguno de los chicos que conociera en aquel tiempo.
Ya estaban allí el hambre y el frío para matarnos, y por lo tanto no íbamos a ser tan estúpidos como para facilitarles la labor.
La experiencia me ha enseñado, señor, que cuanto más miserable es la vida por la que luchas, menos ganas tienes de perderla, sobre todo cuando, como en mi caso, jamás se ha conocido otra mejor.
A los seis años me encontraba tan en el fondo del pozo, que el hecho de imaginar de un modo casi inconsciente que ya las cosas no podrían ir peor y todo lo que consiguiese de allí en adelante significaría un progreso, le daba un valor especial a mi vida evitando que se me pasara por la mente la idea de quitármela.
Tal vez, de haber sabido cuan equivocado estaba en mis apreciaciones, la cosa hubiera sido muy distinta.
Volviendo atrás podríamos decir que la mayor parte de nuestros sueños y nuestras ilusiones se limitaban a desear que nunca más lloviera.
Cinco días de lluvia convierten a un niño mendigo en un niño ladrón.
Y es que incluso la Naturaleza parece estar en contra de quienes, como yo, nos encontrábamos en la frontera de la muerte por hambre.
En verano, cuando con el buen tiempo la gente anda tranquila y relajada soltando con más facilidad la pasta, el calor te quita el apetito, pero en invierno, cuando raro es el día en que consigues una triste moneda, el frío te da un hambre de lobo.
Por ello alguna vez robábamos.
No me gustaba hacerlo y le aseguro que no es porque tenga nada contra el hecho de robar en tales circunstancias, sino porque en verdad resulta harto peligroso.
Fue robando como conocimos a Abigail Anaya.
¡Imagínese! Apenas sería dos años mayor que yo, ya era ladrón, y sin embargo incluso tenía nombre y apellido.
Ramiro era Ramiro, yo era
el Chico, a
casi todos los que iban por los alrededores no los conocíamos más que por el apodo o el nombre de pila, pero Abigail Anaya presumía de estar inscrito en el registro e insistía en que se le llamara por su nombre completo o no contestaba.
Y se las sabía todas.
No en vano fue su padre quien le enseñó el oficio, y tuvimos suerte, pues al viejo acababan de meterle en la cárcel y Abigail andaba buscando quien pudiera servirle de «reclamo», al igual que él había servido anteriormente.
Ramiro y yo atraíamos la atención de los empleados de las tiendas mientras él realizaba el «trabajo». Y era un maestro.
Iba siempre muy limpio y arreglado, con zapatos de suela y un precioso impermeable amarillo; con cara de «niño bien» y una lista de cosas «que su mamá le enviaba a comprar», aguardando su turno y ayudando a las señoras cargadas de paquetes.
En ese momento entrábamos Ramiro y yo, tan sucios y hediondos, con ojos de hambre y el aire de quien va en busca de «afanar» un pedazo de pan o una salchicha, y mientras toda la atención se centraba en nosotros y en la forma de echarnos a pesar de nuestras protestas, él arramblaba con cuanto tenía a mano y desaparecía como por arte de magia.
Nunca pude entender cómo diantres lo hacía. Abigail Anaya podía estar sentado ahí donde está usted y un segundo más tarde ya no sería capaz de averiguar dónde se había metido.
O aparecía de improviso donde nadie podía imaginar siquiera que estuviese.
El botín se repartía más tarde en cuatro partes; dos para él y el resto para nosotros.
Era lo justo, pues si bien Ramiro y yo cargábamos con los coscorrones y las patadas, era Abigail quien corría el riesgo de que se lo llevaran a Sesquilé, de donde lo más probable sería que saliese con un par de dedos rotos o la cara hecha unmapa.
Éramos niños y no tenían derecho a retenernos ni existíalugar al que enviarnos, y por lo tanto la única solución que nos quedaba era la de molernos a palos con la esperanza de quese nos quitaran las ganas de volver a las andadas.
Pero no conseguían quitarnos el hambre, y el hambre vence el miedo a una simple paliza. Le garantizo, señor, que sihay algo capaz de superar el terror que un niño siente ante unpolicía del «Retén de la Treinta» o Sesquilé armado de unaporra y dispuesto a romperle dos costillas, ese «algo» es elhambre que se le asienta en la boca del estómago y le acalambra hasta el punto de que llega un momento en que comprende que está en juego su propia capacidad de subsistencia.
Y aquél fue un invierno especialmente duro.
Frío, triste y harto lluvioso, con las calles muertas, los hoteles vacíos y los restaurantes sin clientes que dejaran sobrasque pudiéramos recoger de los cubos de basura.
¡Y éramos tantos!
Día tras día, gente desesperada bajaba de unos pueblo? y de unos arrabales en los que el fango les alcanzaba las rodillas, y eran como la plaga de la langosta o una invasión de famélicos cadáveres dispuestos a resucitar a toda costa.
Su hambre superaba mi hambre.
¡Aún me cuesta creerlo!
Lo recuerdo tanto tiempo más tarde, y me resisto a aceptar que hubo una época a lo largo de aquellos años de infinitamiseria en la que me sentí, en cierto modo, superior a alguien, puesto que yo era, al menos, un «veterano» que sabía cómo desenvolverme entre tanta basura y alguna que otra vez conseguía comer algo o dormir sin mojarme.
Fue por aquellos días cuando descubrí el auténtico significado de la muerte.
Abigail Anaya había conseguido abrir la puerta de un camión de mudanzas y habíamos dormido allí los tres, apretaditos y templados pese a que fuera soplaba un viento helado, pero cuando al amanecer lo abandonamos descubrimos el cadáver de una mujer que se había guarecido debajo.
Era relativamente joven, tenía ya la piel azulada, y parecía que nos estuviera sonriendo, tal vez tratando de hacernos comprender que allí donde ahora se encontraba las cosas eran bastante mejor que aquí en la tierra.
Estaba descalza y vestía un poncho oscuro y una de esas faldas de colores de las campesinas de la montaña, y sin saber por qué nos sentamos a contemplarla hasta que llegó el dueño del camión que comenzó a lanzar reniegos y mentar a la «puta madre» de la difunta.
Debía tener mucha prisa o muy pocas ganas de tratar con la justicia.
Lo que ocurrió más tarde incluso a mí me sorprendió, y aún lo tengo muy vivo en la memoria, pues tras estudiar con cuidado la posición del cuerpo, el tipo puso el camión en marcha, maniobró adelante y atrás subiéndose a la acera sin siquiera rozarlo y se perdió de vista dejándolo tendido cara al cielo, permitiendo que la fina lluvia que comenzaba a caer de nuevo lo empapara.
Aun así continuaba sonriendo.
Algunos transeúntes tempraneros se detenían un momento a observar el extraño grupo que formábamos tres niños ateridos y una muerta, pero no fue hasta que abrieron la tienda de discos cuando alguien decidió llamar a los guardias, tal vez considerando que resulta feo empezar a tocar música a cuatro metros de un cadáver, por más que anduviera descalzo. ¿Le gusta la «salsa»? Personalmente prefiero la cumbia y quizá mi único placer de aquellos años se reducía al hecho de detenerme delante de una de las innumerables disqueras de la Carrera Séptima y bailar durante horas al son de una música que atronaba los oídos invitando a los que pasaban a comprar algún disco.
Me fascinaban las carátulas.
Aquellas brillantes fotos de mujeres hermosas y grandes orquestas de tipos sonrientes que tocaban un sinfín de complejos instrumentos se me antojaba lo más parecido al paraíso que pudiera imaginar un niño, y cuando no llovía, tan sólo el hambre conseguía apartarme de los escaparates.
Aunque durante aquel largo y maldito invierno incluso la música sonaba diferente.
La cumbia y el merengue nacieron para bailarse bajo la luz del sol y sudar a chorros, pero no existe ser humano
capaz
de motivarse con su ritmo cuando tiembla de frío y un poncho empapado le pesa como una losa sobre la espalda.
Y llovía, señor.
Seguía lloviendo.
Día tras día, minuto tras minuto; tan en silencio la lluvia y tan furtiva, que incluso el oído te engañaba, y en mitad de la noche tenías que buscar la luz de una farola para conseguir cerciorarte de que aún caía, monótona e implacable; sin el menor asomo de violencia, segura de sí misma y de su fuerza, indiferente a la desesperación del hombre y su impotencia.
¿Ha visto alguna vez llover de esa manera? ¿Ha visto alguna vez paralizarse una ciudad por culpa de aguas mansas que penetran hasta en el último rincón de sus cimientos, inundando las calles, humedeciendo los cables, inmovilizando los carros, fundiendo las bombillas y enmoheciendo incluso el alma? Es como una maldición del Cielo que pretende demostrarte que para acabar con toda la mierda de aquí abajo no necesita tomarse siquiera la molestia de enfadarse, limitándose a mearte en la cabeza hasta que llega un momento en que suplicas que te ahogue si quiere, ¡que te hunda!, pero que deje por lo menos de empaparte.
Y con la lluvia caían sobre la ciudad nuevos hambrientos.
¿A qué venían? ¿Qué esperan encontrar entre tanto cemento? Raro era el amanecer que no alumbrase cadáveres de gentes que habían muerto, más aún que víctimas del hambre, de un paralizante terror y desconcierto; «cholos» cuyas raíces tal vez hubieran conseguido mantenerse en el barrizal en que se habían convertido sus lugares de origen, pero que no encontraban a qué aferrarse en el asfalto de una ciudad hostil y degradante.