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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Sicario (7 page)

BOOK: Sicario
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Era de Barranquilla, allá en la costa, y cuando supo que nos habían quemado la casa, nos cogió de la mano, nos condujo al «Tequendama», y exigió que nos dieran una habitación aunque fuera en el sótano.

Debía ser un tipo importante porque al final le hicieron caso.

Dormimos en dos camas inmensas.

Al día siguiente entró una vieja con cara de mala leche que dijo que el señor se había marchado, pero que nos había dejado mil pesos a cada uno a condición de que nos bañáramos.

También nos había comprado ropa nueva.

La vieja nos bañó, nos dio la ropa y los pesos y nos puso en la calle.

¿El señor? Nunca supe quién era, pero le juro que a partir de ese día jamás le hice daño a ningún barranquillano. Para mí, son sagrados.

Sí. Ya sé que en Barranquilla hay mucho hijo de puta suelto, pero aquel hombre fue el único que hizo algo por mí sin pedir nada a cambio.

Estábamos limpios, parecíamos niños bien, y teníamos dos mil pesos en el bolsillo.

¿Qué cree que hicimos? Entramos en una pizzería y nos inflamos.

Fue una sensación maravillosa eso de sentarte, enseñar tu dinero, y pedir una enorme pizza de jamón y cebolla.

Y comértela sobre una mesa, con una «cola» al lado, sin nadie que te la quite, ni nadie que te venga a joder pidiéndote un pedazo.

Y de postre un helado.

Hay cosas que un hombre no debe olvidar por más que viva, y yo siempre recordaré al que me proporcionó mi primera cama mullida, mi primer baño, mi primera ropa nueva, y mi primer almuerzo como un ser civilizado.

Al caer la tarde nos fuimos al mercadillo nos compramos una manta y como no teníamos aspecto de andar «gamineando» pudimos entrar en una casa de vecinos y dormir tranquilos en el último rellano.

Esa noche sí que hablamos.

Del hotel, de la pizza, de lo bonita que era la ropa e incluso del baño.

Tres días más tarde nos topamos de pronto con el coche verde aparcado.

¿Se imagina? El mismo coche verde con su techo oscuro, su parachoques abollado y su jaguar de peluche acostado en la parte trasera.

Le reventamos la tapa del depósito, metimos un pedazo de trapo atado a un palo, y cuando estuvo bien empapado de gasolina, lo dejamos colgar un poco y le arrimé candela.

¡Carajo! Eso sí que fue un petardazo.

Quedó como la furgoneta, chatarra pura, y cuando el jovencito de la pistola salió de un restaurante dando alaridos, le dedicamos el más genial corte de mangas que se haya visto en Bogotá.

¡Vaina cómo corrimos! Si nos coge nos mata, pero era un niñato de mierda que no aguantó el tirón más allá de tres manzanas.

Esa noche no pude pegar ojo de pura excitación, tan feliz como creo que no lo había estado jamás anteriormente.

Tendría poco más de doce años, pero era la primera vez que demostraba que era algo más que un «gamín» de basurero o un sucio perro al que se puede apalear impunemente.

Ya era un hombre.

¡Un hombre! ¡Qué idea tan estúpida, señor, tan falta de sentido! Aquella noche no sólo no nos convertimos en hombres, sino que incluso empezamos a dejar de pertenecer a la subespecie de los «gamines» o los perros.

A partir de aquel momento fuimos ratas.

Se desató la represión, señor, se abrió la veda del niño mendigo, ladrón o abandonado, porque alguien llegó a la conclusión de que era una lacra para el país tanta misera como mostrábamos al mundo.

A algunos los enviaron a «Casas de Acogida» o «Colonias Infantiles» en el campo, que no eran en realidad más que reformatorios que nada tenían que envidiar a un penal de asesinos, y en los que la «virginidad» duraba el tiempo justo de tener que levantarse del asiento.

Lo primero que tenían que hacer los chicos si querían seguir vivos era darle el culo o acceder a chupársela a los más grandes, y al que salía «gallito» le abrían la barriga y le anudaban las tripas en el cogote a modo de corbata.

Pregunte por ahí a quien haya estado, aunque dudo mucho que encuentre ya ninguno.

Yo conocía a un par de ellos y quizá salgan a relucir más adelante si es que aún le continúa interesando lo que pienso contarle.

La voz de lo que ocurría en los asilos corrió pronto por la ciudad, y todos cuantos no teníamos el más mínimo interés por convertirnos en maricas corrimos a escondernos.

Te echaban el lazo como a un perro.

Estabas tan tranquilo en una esquina pidiendo una limosna sin meterte con nadie y de pronto un «hijo-e-madre» te agarraba por el pescuezo y al instante aparecía una camioneta azul y te zampaban dentro.

A Ramiro lo atraparon a la puerta del cine, pero le arreó tal tajo en el brazo al fulano que lo soltó en el acto.

Ramiro era rápido con la navaja. ¡Muy rápido! La llevaba siempre aquí, escondida en la muñeca y en un abrir de ojos tiraba un viaje que hacía daño a juro.

Por desgracia, la ropa nueva, el baño caliente y los mil pesos nos duraron muy poco, y pronto fuimos una vez más «gamines» callejeros de la peor ralea.

Conviene que comprenda a estas alturas que incluso entre los «gamines» existen diferencias, pues no es lo mismo «gaminear» teniendo madre y casa, aunque sea una chabola en las afueras, que no vivir con nadie.

Si te atrapaban y podías demostrar que tenías un techo fijo y un familiar responsable, la cosa no solía pasar de unas patadas, pero los que como Ramiro y yo andábamos «por libre», sin un trabajo fijo y durmiendo en los portales, íbamos a parar al asilo por cojones.

También podíamos acabar con un tiro en la nuca, o aplastados por un carro como Ricardito
el Calvo.

Dicen que en Río de Janeiro, donde son mucho más aficionados a todo eso de hacer números y apuntar las cosas, cuatrocientos cuarenta niños menores de catorce años fueron «exterminados» el año pasado sólo por andar mendigando en las calles, pero le garantizo que si algún día alguien se dedicara a contabilizar los de Bogotá, tal cifra parecería ridícula.

Seis de cada diez de los niños que mueren en Brasil mueren asesinados, señor, ¡seis de cada diez!, ¿qué le parece? Y yo por mi parte le garantizo que nosotros no debemos andar muy lejos de tan amarga cifra.

Somos pueblos a los que nos apasiona engendrar hijos y nos molesta cuidarlos.

Tal vez algún día cambiemos.

Tal vez nos eduquen de un modo diferente.

Dudo mucho que contarle mi historia pueda hacer que nadie cambie, del mismo modo que porque un negro le cuente la suya dudo que sus primos puedan volverse blancos.

Lo llevamos en la piel o en la sangre.

Siempre será más fácil seguir teniendo hijos, abandonarlos y dejar que sean otros los que se ocupen del problema.

La mañana que descubrimos el cadáver de un cojito oculto entre los árboles del Parque, comprendimos que la «arepa» se estaba chamuscando harto de prisa.

Tenía las manos atadas a la espalda con un alambre que le cortaba las muñecas y un tajo en la garganta que casi le separaba la cabeza.

Y era mucho más pequeño que nosotros. ¿Entiende lo que ese hecho significa? Mucho más pequeño, cojo, e incapaz de hacerle daño a nadie, pero allí estaba, con los ojos abiertos como platos, contemplando las flores y más muerto que un viejo de noventa.

De igual modo podíamos haber sido Ramiro o yo, ya que apenas la tarde antes habíamos rondado por allí como solíamos hacer casi todas las tardes.

Resulta muy duro sentarse en la hierba a contemplar cuál puede ser tu fin a poco que te descuides.

Resulta más duro aún cuando apenas tienes doce años y no puedes comprender la razón por la que alguien sea capaz de hacer ese tipo de cosas.

Tampoco a mi edad lo entiendo, en eso tiene razón, pero créame si le digo que aquella mañana pasé uno de los momentos más amargos de mi vida sentado frente a un cojo sobre el que zumbaban ya las moscas, y sin saber qué hacer hasta que al fin pasó un guardia y le llamamos.

Era un buen hombre. Tan bueno que incluso vomitó al contemplar aquel horrendo espectáculo, cosa que nosotros ni siquiera habíamos hecho.

Luego nos pidió que nos marcháramos a casa, y cuando comprendió que no teníamos casa alguna adonde ir, nos miró con profunda tristeza y estoy convencido de que se compadeció sinceramente de nosotros.

—Buscaros una —dijo—. Buscaros una o alejaros de esta ciudad maldita... ¡Sois tan niños! / Acojona que incluso un guardia demuestre de ese modo su impotencia, en especial si es tu vida la que se encuentra en juego, y resultaba evidente que aquel pobre individuo parecía resignarse ante el hecho de que fuerzas que estaban fuera de su control habían tomado la firme decisión de acabar con la «lacra social» de los «gamines».

Según el diccionario, «lacra» es la marca que deja una enfermedad en las personas.

Supongo que «lacra social» será, por tanto, la marca que deja una enfermedad en la sociedad.

Los «gamines» éramos, en efecto, esa marca, pero no fuimos nunca la enfermedad en sí, e intentar acabar con nosotros sin acabar con el mal era como tratar de borrar las señales que le va a dejar el SIDA a un moribundo.

Cuando ya ese cadáver apeste; cuando lo lleven a enterrar comido de gusanos, aún habrá individuos que pretendan ocultar sus pústulas, pues lo que en verdad importará no es que haya muerto, sino que haya muerto de una enfermedad tan mal mirada.

¿Me sigue? Y si no me sigue, ¿que más da? ¡Qué terror, señor; qué largo día de terror! Vagamos como sonámbulos cogidos de la mano, pues aunque nunca lo habíamos hecho anteriormente, creo que sin sentir el contacto del otro hubiéramos sido incapaces de dar un solo paso.

Algunos debieron tomarnos por maricas adolescentes, pero no estaban los tiempos como para preocuparte por tales pendejadas, pues lo que en verdad nos preocupaba era buscar la forma de encontrar un hogar y una familia que respondiera por nosotros.

«Soy Fulanito de Tal, mi mamá se llama Fulanita de Tal, y vivo en Tal Número de Tal Calle.» ¿Sencillo, no? Muy sencillo si en cuanto cae la noche puedes ir a ese número de esa calle donde te está esperando esa supuesta madre.

Aunque te arree dos bofetadas o te rompa un palo en las costillas, no importa. Lo que importa es que exista, pues eso significa que aunque te hayas pasado el día «gamineando» no eres verdaderamente un «gamín» y nadie va a mandarte a un reformatorio o asesinarte.

Caía la noche.

Llegaba, tan puntual como siempre, sin un minuto de retraso, y ya nuestras mentes infantiles se habían hecho a la idea de que con las tinieblas alguien se abalanzaría sobre nosotros para atarnos las manos a la espalda con un alambre y separarnos la cabeza del cuerpo de un solo tajo.

¿Hay algo que pueda volar más lejos que el miedo que se apodera de un niño abandonado? Sólo una cosa: el miedo de dos niños que sin querer decir palabra se transmiten ese pánico con cada gesto y con cada mirada.

Tomamos asiento en un banco observando cómo se iban encendiendo luces mientras las calles comenzaban a quedarse vacías, y le aseguro que quizá fue aquélla la primera vez que llegué a plantearme lo injusto que resultaba que con tantos edificios inmensos y tantas ventanas iluminadas no hubiera un solo rincón, ¡uno tan sólo!, en el que dos pobres muchachos asustados pudieran dormir en seco y sin peligro.

Hasta aquel momento lo había visto como una simple circunstancia de la vida que me había tocado vivir, sin experimentar el más mínimo sentimiento de rebeldía por ello, pero creo que debió ser aquella noche cuando se me empezaron a revolver mil gatos en las tripas.

Estábamos allí, solos y sin más pertenencias que una bolsa que contenía una manta raída, un pedazo de pan y otro de queso; sin que los pies nos llegaran al suelo ni la camisa al cuerpo, preguntándonos dónde podríamos pasar la noche sin miedo a los asesinos; tan desesperanzados y abatidos como jamás lo debió estar ningún niño anteriormente.

¿Por qué? ¿Qué delito habíamos cometido a nuestra edad para merecer semejante castigo? Si usted tiene una respuesta, señor, le quedaría muy agradecido si me la comunicara, pero me temo que nadie en este mundo sabría responder a tal demanda.

Estábamos allí porque a millones de adultos mucho más hijos de puta que nosotros les importaba un carajo que estuviésemos.

Fue el propio Ramiro el que mucho más tarde comentó sin mirarme:

—Sólo hay un lugar al que jamás irían a buscarnos.

—¿Cuál?

Señaló la redonda placa que se encontraba justo frente a nosotros, y añadió con un susurro:

—Las cloacas.

¿Ha descendido alguna vez a una cloaca? No. Naturalmente que no. ¿Qué se le ha perdido a alguien como usted en una cloaca? El hedor tumba de espaldas incluso a quien como yo estaba acostumbrado a llevar la peste encima, pero peor que ese olor o incluso que las ratas que correteaban de un lado a otro, era el temor que imponía aquella gigantesca catacumba en las tinieblas.

Habíamos comprado una linterna, pero su propia luz aumentaba la sensación de oscuridad a cuatro metros de distancia, y no creo que sea necesario que le diga que hubo un momento en que pensé que prefería que me mataran al aire libre que pasar tan siquiera un hora en aquella gigantesca tumba pestilente.

Pero Ramiro insistió en quedarse, encontramos una especie de nicho en el muro, a metro y medio del nivel del agua, y allí nos acurrucamos sobre la manta tratando de aislarnos de la tremenda humedad que rezumaban el suelo y las paredes.

Fue una noche muy larga.

La más larga quizá que había vivido, con el oído atento al chillido de las ratas que se superponía a menudo al rumor de las aguas que corrían sin descanso.

Nunca olvidaré ese sonido, pues no se parece en nada a ningún otro, ya que es como el fluir de un riachuelo que resonara como una flauta de caña en vacías bóvedas de alturas diferentes.

Es una sintonía macabra.

Macabra y repugnante.

Con la llegada del día, ¡cuánto tardó, señor, no se imagina!, una extraña claridad se filtró a través de los desagües de las calles, y aquellos interminables pasadizos y aquellas salas de muros desconchados semejaban la absurda fantasía de un decorado de terror de película muda.

Más tarde, en una de esas salas en las que confluían varios canales, descubrimos un grupo de muchachos que dormían sobre un ancho saliente a tres metros de altura.

Estaba claro que no éramos los primeros en elegir tal escondite, ni seríamos desde luego los últimos, pues en los meses que siguieron las cloacas de Bogotá se fueron poblando de tal forma que podría llegar a pensarse que en lugar de mojones de mierda, aquellos riachuelos arrastraban diamantes.

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