Se ponía de pie y le caían pedazos de gusano patas abajo, y por más que le recetaran purgantes y más purgantes, ni a tiros conseguía librarse de ella.
Andaba jodido.
Jodido y acomplejado, y pasó una temporada en la que se podría creer que le afectaba más tener aquel bicho en las tripas, que haber convivido dos años con ratas y cucarachas.
Por fin la echó. ¡Dios, qué alegría! Temí que se muriera sudando frío sentado en el retrete, pero cuando al fin comprendimos que había expulsado seis o siete metros de aquella repelente lombriz blanca y aplastada decidimos celebrar por todo lo alto su cumpleaños.
Ni puñetera idea de cuándo había nacido, pero como tenía que elegir alguna fecha acordamos que fuera aquel once de marzo.
Y como además éramos tan amigos y a mí me daba también igual haber nacido un día u otro, llegamos al acuerdo de que ése sería también mi día, con lo cual siempre lo celebraríamos juntos.
Ya sé que suena a pendejada, pero recuerde que no tendríamos más que dieciséis o diecisiete años mal cumplidos.
Y tan mal cumplidos. Más nos valía haber cumplido tan sólo dos o tres decentemente.
Volvimos a la pizzería. La misma pizzería en que comimos por primera vez como personas; elegimos el mismo menú en la misma mesa, y nos planteamos con la seriedad de dos adultos un futuro en el que hasta aquel momento jamás habíamos pensado, probablemente porque jamás imaginamos que llegara a presentarse.
Teníamos claro que habíamos conseguido el milagro de sobrevivir y eso era ya en sí mismo todo un triunfo tanto mayor cuanto más inesperado.
¡Eran tantos los que se habían quedado en el camino! Hipólito, Ricardito
el Calvo,
Mingo, Darío
el Tenazas, el Pingüino, el Papafrita,
el venezolano Elías y un sinfín de otros cuyos rostros ni siquiera recordaba ni deseaba recordar.
Y si la suerte había querido que nos librásemos por el momento de la desagradable visita de «La Vieja Inesperada», no era cuestión de seguir confiando tan sólo en el azar, sino que había llegado el momento de echarle una mano a la fortuna y planificar mejor las cosas.
Uno de los dos tenía que aprender, y estaba claro que era a Ramiro a quien le gustaban los papeles y las letras, mientras que yo había demostrado saber desenvolverme a la perfección en los ambientes callejeros.
Acordamos por tanto que él dedicaría todo su tiempo a la escuela, y a echarme de tanto en tanto una mano facilitándome la huida, mientras que yo me ocuparía de las «finanzas», sin correr excesivos riesgos ni ir nunca más allá de lo estrictamente necesario.
Me costó convencerle, y tan sólo lo conseguí a base de hacer una concesión de la que nunca tuve que arrepentirme: acepté que me enseñara a leer el periódico y a escribir mi nombre.
Poco después conseguimos papeles.
Documentos, ya sabe.
Falsos, naturalmente, ¿qué otra cosa esperaba?, pero lo cierto es que, por primera vez éramos «gente», teníamos nombre, apellido y una dirección en la que recibir correspondencia.
Nunca recibí una sola carta. ¿Quién coño iba a escribirme? Jesús,
Chico,
Grande Restrepo y Ramiro Blanco Restrepo.
Es que por doscientos pesos más, doña Esperanza consintió en que Ramiro apareciese también como hijo suyo.
¡Jo, qué madre! Daba vergüenza verla, pero tenga por seguro que ni la mía, ni la de Ramiro, debían tener a aquellas alturas mucho mejor aspecto.
Fue una época espléndida.
De lo mejor que yo recuerde.
Con tres mil pesos al mes nos arreglábamos, y había que tener muy mala suerte o muy mal ojo a la hora de elegir para no conseguirlos de un solo golpe, lo cual hacía que el resto del tiempo lo dedicáramos a nuestras cosas; es decir, Ramiro a estudiar y yo a «vender» periódicos, patearme las calles y verme todas las películas que estrenaban.
De vez en cuando incluso conseguíamos llevar al cine a un par de chicas para meterles mano en las últimas filas.
Seis o siete meses, creo. Cuando se es tan feliz no suele contarse el tiempo.
Me metieron un tiro en una pata.
Aquí puede ver la cicatriz y por contento me di, porque lo cierto es que aquel tipo pudo meterme la bala en la espalda, pero debía ser una buena persona o calculó que por un puñado de pesos no valía la pena cargarse a un mocoso.
¿Quién se iba a imaginar que el encargado de una floristería tan pequeña pudiera cargar con un revólver? ¡Hijo de puta! Por suerte la bala me atravesó de parte a parte, limpiamente, y salvo que largaba sangre como por una cañería, el resto no ofreció otro problema que el hecho de que dolía de cojones y pasé más de un mes cojeando.
Procuramos que la vieja no se enterara, ya que la creíamos muy capaz de denunciarnos, Ramiro se ocupó de comprar alcohol y vendas, y me tiré una larga temporada sin salir del cuarto alegando que había trincado unas purgaciones de caballo.
Más tarde supimos que doña Esperanza siempre sospechó la verdad, pero como era una astuta arpía se libró muy bien de decir una palabra, pues de ese modo no se implicaba en el asunto y podía protestar ignorancia en caso de que la Policía viniera a hacer preguntas.
¡Qué coño Policía! La Policía bastantes problemas tenía con luchar contra unos «narcos» que les andaban poniendo bombas a todas horas, y no tenían tiempo que perder con un minúsculo atracador de tres al cuarto.
Pero a nosotros el susto no nos lo quitaba nadie, y cada vez que resonaban pasos en la escalera se nos ponían los huevos en la garganta.
No era miedo a la cárcel, señor. La cárcel no entró nunca en mis planes. Era miedo a que si me llevaban a Sesquilé lo más probable era que a los cuatro días apareciera en un portal o un descampado con el mismo aspecto con que apareció Darío
el Tenazas.
Las cárceles de Bogotá eran para otra clase de gente.
Demasiada gente. Ya no sabían dónde meter a tanto delincuente, y le aseguro que en aquellos días un insignificante pistolero como yo, una «lacra social» tan diminuta, no tenía sitio en celda alguna, y su destino era el cementerio.
Había llegado el momento de plantearse seriamente si valía la pena arriesgarse a que me metieran un balazo en la espalda por mil pesos, o era cuestión de empezar a aspirar a empresas más réntales.
¿Pero cuáles? Ramiro hizo algunas preguntas y consiguió averiguar que
el Lindo Galindo,
un chulo que se había hecho rico explotando miañas y era dueño de cinco de los mejores prostíbulos de la ciudad andaba buscando un guardaespaldas que los tuviera bien puestos.
El Lindo Galindo
medía un metro noventa y aunque ya era un hombre maduro, conservaba gran parte de la prestancia que le había valido el apodo, al igual que una despectiva forma de hablar que me obligó a aborrecerle desde el primer momento.
Me miró de arriba abajo y comentó ronco y desabrido:
—Yo lo que necesito es un guardaespaldas, no un guardaculos.
Soy rápido con el revólver, señor, bastante rápido —en serlo me va la vida—, y antes de que el gigantesco matón que tenía a su lado pudiera hacer siquiera un gesto saqué el arma y se la metí en uno de sus preciosos ojos negros.
El Lindo Galindo
dejó de ser lindo más de un minuto, pero me contrató en el acto.
Comenzó por pagarme seis mil pesos con derecho a tirarme todas las putas que quisiera en horas de asueto.
Quedaban excluidas, lógicamente, las de «La Casa Roja».
Y es que las de «La Casa Roja» eran algo muy especial, sí señor, y aunque han perdido bastante aún siguen siéndolo.
¿Nunca ha estado en «La Casa Roja»? Se la recomiendo. Pasar un par de días allí es una experiencia que todo hombre que se precie de serlo debe tener una vez en la vida.
No es que fueran putas excepcionales; es que eran diosas.
Aquel cerdo conocía bien su oficio, sabía dónde encontrar a las mejores chicas, y sabía cómo enseñarles personalmente los más sofisticados trucos.
He visto a ministros, embajadores, banqueros, empresarios, esmeralderos y hasta «narcos» de primera línea, perder la cabeza por una de aquellas muchachas, y le podría señalar a más de cuatro «señoras» de alto copete, casadas con tipos harto importantes, cuyo olor más íntimo aún impregna las sábanas de aquella bendita casa.
Y es que no sé cómo carajo se las arreglaba, pero
el Lindo
era
capaz
de tener de esporádicas pupilas a muchas «niñas bien» de las que uno jamás hubiera imaginado que pudieran dedicarse, ni tan siquiera como inocente pasatiempo, a tal oficio.
Supongo que en cierto modo, para una determinada clase de mujer de una determinada esfera social, frecuentar una corta temporada las camas de «La Casa Roja» debía tener un innegable morbo, y significaba desde luego una satisfactoria experiencia que no sé si más tarde sus esposos apreciarían en todo su valor.
De lo que no cabe duda es de que mi jefe fue el maestro de por lo menos dos generaciones de magníficas amantes.
Me caía fatal pero en el fondo de mi alma «machista» le admiraba.
¡Joder, cómo le gusta sonreír como un conejo! Ríase abiertamente o cállese la boca.
Era un chulo y todas ellas muy putas, pero a mí se me llevaban los demonios al comprobar que hiciera lo que hiciera seguía siendo un segundón que nunca podría aspirar a beneficiarme a alguna de aquellas maravillosas criaturas.
Diez mil pesos... Tal vez más, y como comprenderá no era cosa de gastarse el sueldo de dos meses en un capricho semejante.
Por la cara, ni flores.
¿Me ha visto bien? Y además en aquel tiempo era aún más flaco y tenía granos.
Entiendo que un guardaespaldas con acné juvenil suena ridículo, pero ellos sabían que es a esa edad cuando uno está dispuesto a dejarse matar más fácilmente, les había demostrado que era el más rápido, disparaba bien, y jamás me arrugaba.
Mi país está lleno de chicos que matan y mueren a esa edad.
De hecho, el mayor porcentaje de «sicarios» decididos a todo son aún más jóvenes.
No. No podía considerárseme un auténtico «sicario». Aún no mataba por dinero. Cobraba por impedir que jodieran a mi jefe, o por evitar que algún indeseable hiciera daño a las muchachas.
Había una, Virginia, ¡qué nombrecito, señor, para una puta!, que me traía por la calle del viento.
Y lo sabía. La muy cabrona lo sabía y le encantaba verme sufrir enseñándome las tetas, lanzándome indirectas, o dejando que los clientes la manosearan hasta ponerme cachondo cuando yo estaba cerca.
Un día no pude aguantar más, y aun a sabiendas de lo que jugaba, le pedí que me permitiera verla a solas. Cuando se fueron los clientes nos encontramos en su dormitorio y se tumbó en la cama al tiempo que me pedía que le enseñara el revólver.
Lo hice y cogiéndome la mano se lo colocó bajo la barbilla y añadió:
—Amartíllalo.
La muy puta me obligó a levantar el percutor y sólo entonces dejó que se la metiera.
¿Ha probado a follarse a alguien con el dedo metido en el gatillo de un revólver amartillado? No. Desde luego que no, y no se lo recomiendo.
Los huevos se te suben a la garganta y no hay modo de concentrarse.
Aquella jodida estaba loca. Loca de atar, porque cuando al fin se corrió hasta quedar como bayeta de mostrador, se limitó a sonreírme y señalar que podía volver cuando quisiera siempre que no olvidara el arma.
Me fui de allí más caliente que mono de feria en domingo.
Le quité la pólvora a las balas.
¡A ver si iba a dejar que volviera a joderme! Le gustaba follar con un revólver en la garganta y el percutor alzado tras comprobar que tenía balas, pero lo que no sabía, y fue una idea que le debo a Ramiro, es que yo había vaciado la munición dejándola inservible.
Por último me contó que siendo casi una niña la habían violado con ayuda de un revólver.
¿Quién entiende a las mujeres? Cuando alguien me asegura que las conoce, me río en su cara, le cuento la historia de Virginia, y le suplico que dé una explicación de por qué se comportaba de aquel modo.
¿Entiende usted de mujeres? Más le vale. Me hubiera hecho reír.
Al fin descubrió el truco y me largó escaleras abajo amenazándome con contárselo al jefe si volvía a molestarla.
La verdad es que a mí ya no me importaba un carajo y estaba hasta el forro de tener que joder con una mano en alto. Se me cansaba el brazo.
Me alegra que le divierta. No todo lo que le cuento tiene que ser una tragedia. En «La Casa Roja» y en las otras que frecuentaba más a menudo ocurrían cosas realmente graciosas, porque hay que ver cómo cambia la gente cuando se baja los pantalones.
Recuerdo que en cierta ocasión una chica de Cali llegó a la final del concurso de «Miss Mundo» o «Miss Universo», no recuerdo muy bien cuál de los dos.
¡No sabe cómo son de guapas las caleñas! Algo fuera de serie, se lo aseguro.
Además, aquella prodigiosa criatura pertenecía a una de las familias de más solera de su ciudad y se había prometido en matrimonio con un millonario mexicano.
Pues le aseguro que,
el Lindo Galindo
consiguió que trabajara en «La Casa Roja» dos veces al mes, aunque tan en secreto que únicamente media docena de escogidísimos clientes podían disfrutar de ella pagando sumas astronómicas.
Yo era el encargado de recogerla en un apartamento de «El Pedregal» y meterla en el garaje de la casa con todo el sigilo del mundo.
El jefe debió ganar una fortuna.
Pero un día apareció disfrazada con una peluca rubia y tuve que acompañarla al aeropuerto donde tomó un avión hacia Puerto Rico.
Al día siguiente la Miss se casaba en Cali con su bello mexicano.
Descubrí el truco: el jodido
Galindo,
que por lo visto se conocía a todas las putas del mundo, había encontrado una muy parecida, y durante meses les metió gato por liebre a toda aquella cuerda de pendejos, porque el muy ladino había averiguado que la auténtica Miss venía cada dos semanas a Bogotá a tirarse a un ministro.
Mientras la caleña se encerraba con el ministro un par de días, él hacía creer a todo el mundo que en realidad estaba en «La Casa Roja».
¡Listo el chulo! Muchas veces me he preguntado por qué razón un hombre tan astuto como
Galindo,
que se acostaba con las mejores mujeres, ganaba una fortuna, vivía como un rey y se codeaba con todo el que era alguien en Bogotá, sintiera de pronto aquel ansia desesperada por meterse en el negocio de las piedras.