Sicario (15 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Sicario
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No. Muy sencillo. Yo no trabajaba en el «laboratorio»; eso queda para los «cocineros», pero aunque mi misión fuera la de impedir que nadie se acercase, en mis ratos libres aprendí cómo es la cosa.

Cada dos o tres días llegaba una avioneta, daba un par de vueltas y en cuanto le hacíamos una señal con un espejo, dejaba caer grandes fardos de hojas de «coca» que teníamos que recoger rápidamente.

Luego, los «cocineros» las extendían sobre un plástico y las «salaban» con carbonato de sodio. Al día siguiente lo echaban todo en un bidón de gasolina, lo dejaban doce horas, y le añadían ácido sulfúrico rebajado con agua. Lo pasaban por la prensa y así obtenían el «guarapo».

El «guarapo» es el primer paso; lo que llaman «pasta», y que suele tener ya entre la mitad y una tercera parte de pureza. Eso se mezcla con permanganato de potasio y amoníaco, se deja secar al sol y se obtiene la «base» que ya es cocaína casi pura.

Entonces viene lo peligroso; la auténtica «cocinada» en la que es necesario emplear éter, y al menor descuido aquello explota y todo se va a tomar por el culo, pero si el «cocinero» es bueno obtiene «coca-cristal», la mejor del mundo, y se gana mil quinientos dólares por kilo.

Si es malo, hay que recoger sus pedazos de las copas de los árboles.

El «laboratorio» no era en realidad más que una gran choza oculta entre la maleza y nada había allí que valiera un peso, excepto la «mercancía», pero, que yo recuerde, hubo días en que esa «mercancía» podía valer muy bien diez millones de dólares a precios de mayorista, y ésas son cifras que por desgracia despiertan la curiosidad de mucho maleante.

¿Sabe usted lo que son los «cri-cri»? Según los venezolanos, los «cri-cri» son las ladillas de las ladillas, y allá en la selva tomamos la costumbre de llamar «cri-cri» a los traficantes que pretenden vivir a costa de robar a los traficantes.

Pagar a los campesinos, plantar la «coca», recolectarla, llevarla a los «laboratorios» y «cocinarla», requiere una inversión y un esfuerzo muy considerable, tan sólo justificado por los inmensos beneficios que produce ese jodido negocio.

Pero hay quien opina que es aún mucho mejor negocio vagabundear por la selva con los ojos muy abiertos, grandes orejas y una buena nariz para el amoníaco.

Y de entre los «cri-cri», señor, los peores solían ser los soldados y policías, puesto que ellos lo tenían todo a su favor, gozaban de absoluta impunidad y, a la hora de entrar en un «laboratorio» y destruirlo, procuraban siempre no dejar testigos.

No les gusta que luego vayan contando por ahí que en realidad incautaron cincuenta o sesenta kilos de «mercancía» en lugar de los treinta que han declarado oficialmente, y que el resto se han preocupado de esconderlo en el monte para revenderlo a buen precio un par de meses más tarde.

¿Le sorprende? Aún no hace un mes que un tribunal de Miami ha condenado a treinta años de cárcel al que fuera ministro del Interior de Bolivia, Luis Arce Gómez, por su vinculación con el «narcotráfico».

Se supone que ese coronelito era el principal encargado de combatirnos y, sin embargo, en los dos años que estuvo en el poder, mangoneó más cocaína de la que yo haya visto en mi vida.

Con tal ejemplo, ¿qué espera que haga el pobre «guripa», o el sargento que se juega la vida en la jungla, y al que el sueldo apenas le alcanza para mantener a sus cuatro mocosos? ¡Lo normal! La mitad para el Gobierno y la otra mitad «al saco»...

Hay que tener el «ojo pelao» contra toda esa gente, y le juro que aquél es un trabajo duro y agotador donde los haya.

Éramos doce, aparte los «cocineros», una mujer decente y tres putas que se ocupaban de la comida y el «relajo», y aunque nadábamos en «coca», nadie podía probarla porque estaba muy claro que si en plena selva le metías al vicio, a las dos semanas eras una piltrafa que a la hora de la «escucha» los ponías a todos en peligro.

«La escucha» era la base del trabajo y consistía en formar un círculo de un par de kilómetros de diámetro en torno al campamento, e instalarnos en lugares estratégicos atentos a la aparición del enemigo.

Nos comunicábamos por medio de transmisores portátiles, y cada media hora teníamos que dar la novedad, aunque la línea estaba siempre abierta por si se presentaba algún peligro.

De seis de la mañana a seis de la tarde, con dos horas para comer y echar una cabezadita.

De noche, no. Ningún «cri-cri» en su sano juicio trataría de aproximarse en la oscuridad a un «laboratorio» clandestino rodeado de minas y trampas para pumas y jaguares.

Ni los jaguares, ni los pumas, ni casi ningún bicho de la selva solían caer en ellas y menos aún pisar las minas.

El truco es muy simple: se rodea la trampa o la mina con un pedazo de piel de pécari que es una especie de jabalí salvaje que siempre ataca en manada, y a los que las bestias del monte procuran evitar a toda costa. En cuanto lo olfatean, se alejan. Sin embargo, el hombre no es
capaz
de percibir su hedor hasta que lo tiene en los morros.

Los pécaris de noche duermen.

Y si los oyes de día lo único que puedes hacer es trepar a un árbol y quedarte allí hasta que se larguen.

Yo descubrí que lo mejor era andar con una piel de pécari enrollada a la cintura, y aunque apestara a demonios y las putas me rechazaran, al menos tenía la certeza de que cuando estaba en el puesto de escucha ningún hijo de puta de jaguar me iba a saltar al cogote.

Andaba acojonado, ¿qué quiere que le diga? Aquello no era lo mío.

Ni lo mío ni lo de la mayoría de los que allí estábamos, y excepto dos de las putas, un indio y el capataz, los demás éramos gente de la sierra a los que todo aquel monte bravo nos volvía medio locos.

¿Tiene una idea de la «carajera» que arman los loros, los guacamayos, los monos y los infinitos pajarracos que viven en esas selvas amazónicas? ¿Y de los mil ruidos, rumores, susurros, chasquidos y hasta suspiros que se pueden percibir cuando estás
agazapado
en tu escondite? Acabas de los nervios, y llega un momento en que hasta las ramas de los árboles se te antojan enemigos, ves salvajes en la sopa, y cada cinco minutos te vuelves con el arma amartillada convencido que están a punto de atacarte por la espalda.

Cuando había que recibir la «mercancía» el peligro era triple, pues los «cri-cri» estaban muy atentos y en cuanto escuchaban el ruido de un motor trepaban a las copas de los árboles para ver dónde «cagaba» y venir luego a por nosotros.

Y el día de recogida ya era la hostia. Teníamos que descuidar la escucha y quedarnos junto a la pista, atentos a ver llegar la avioneta, quitar la maleza que cubría la «pista», confiar en que el negrito no se la pegara contra un árbol y correr luego a descargar todo cuanto traía, que era normalmente comida, munición y los productos químicos que necesitaban los «cocineros», para dedicarnos luego a bombear a toda prisa en los depósitos del aparato la gasolina que traía en bidones de plástico.

Aquel jodido tenía en verdad muchos cojones para volar en un viejo trasto cargado de éter y gasolina para aterrizar en una pista enfangada del tamaño de un sello de correos.

Se alejaba luego a orinar, comer algo y fumarse un cigarrillo, y en cuanto el cacharro estaba cargado, se echaba al coleto un cuartillo de ron, se encajaba en su asiento y se disponía a elevarse con veinte millones de dólares en «coca».

Tenía que haber visto cómo hacía rugir el motor a toda potencia hasta el punto en que parecía que las alas se le iban a caer en pedazos, mientras entre ocho hombres manteníamos aferrada una larga «cabuya» sujeta a la cola para que el avión no se marchara solo, y cómo, de pronto bajaba el brazo para salir como si le hubieran metido un cohete en el culo y alzarse lo justo para peinar las copas de los árboles.

¡Era un milagro! Cada vez que
El Negro Valencia
levantaba el vuelo era un milagro, y no me sorprendió cuando me contaron que se había retirado a Santo Domingo podrido de millones. Se los había ganado a pulso, y si alguien de este puerco negocio merece un buen retiro, sin duda es ese «coño-e-madre» que nunca hizo daño a nadie, aunque estuviera a punto de matar a más de uno de un infarto.

Contaba los peores chistes de este mundo, eso sí, pero también los celebraba a carcajadas, y jamás olvidaba el encargo que le hicieras por absurdo que fuera.

Él me traía las cartas de Ramiro; por ellas tenía constancia de que los patrones pagaban puntualmente la cifra convenida, y que la mayor parte de ese dinero estaba ya en una cuenta en el Banco.

No lo sé. Jamás tuve una idea muy clara de quiénes eran en este caso los «patrones», aunque siempre sospeché que no era patrón, sino patrona, pues por aquel entonces la mayor parte del tráfico de la zona estaba en manos de doña Griselda Blanco.

Doña Griselda era en verdad una mujer «arrecha» que empezó como carterista en Medellín pero se casó con cuatro traficantes de marihuana y «coca» y se los cargó a los cuatro. Hasta que la trincaron y la metieron en la cárcel en Norteamérica, junto a tres de sus hijos, fue la dueña absoluta del cotarro, y le gustaba a tal punto su negocio, que a uno de sus hijos lo llamó Michael Corleone en honor al protagonista de
El Padrino.

Su increíble fortuna nunca pudo calcularse.

Tenga en cuenta, que, por aquellos tiempos, un kilo de hojas de «coca» se pagaba en Perú a unos cincuenta centavos de dólar. Como se necesitan casi mil para conseguir un kilo de cocaína, la mercancía que nos llegaba valía unos quinientos, y una vez «cocinada» y convertida en «cristal», se pagaba en Medellín o Bogotá a casi diez mil dólares.

Cuando ese mismo kilo conseguía entrar en Miami subía a treinta y cinco mil dólares, y como entonces lo «cortaban» varias veces, adulterándolo con lactosa, estricnina o vidrio molido, su valor total en el mercado podía alcanzar más de cien mil dólares.

Calcule el beneficio de algo cuya materia prima cuesta quinientos dólares y acaba vendiéndose en cien mil. La cocaína es sin duda la mercancía más valiosa de la tierra, y su volumen de negocio tan sólo es superado por el de la industria del petróleo.

Doña Griselda controló el tráfico durante años, y lo que nunca entenderé es por qué razón una mujer atractiva, con cuatro hijos y miles de millones, siguió en tal oficio hasta conseguir que la encerraran de por vida.

Cuentan que su gran error estuvo en mandar asesinar a su mejor amiga por una cuestión de celos o de envidia.

Y es que Leonela Arias era también de armas tomar, pues a los veinte años mandó asesinar a su marido, y con el dinero del seguro se metió en la organización de Griselda. Llegaron a ser íntimas, pero Leonela no se conformaba con seguir de segundona, intentó quitarle a su jefa el hombre y el negocio, y acabó con un tiro en la nuca.

La ambición humana no tiene límite, señor, se lo dice alguien que ha visto manejar muchísimo dinero.

¿Le gusta el juego? ¿Se ha dado cuenta de que cuando está en un Casino y va ganando acaba teniendo la impresión de que las fichas carecen de valor? Pues algo semejante ocurre cuando se trabaja en el negocio del vicio, pues llega un momento en que no caes en la cuenta de que lo que tienes en la mano vale millones, y sólo con eso podrías vivir feliz el resto de tus días.

A veces, en vísperas casi siempre de que llegara
El Negro Valencia,
nos asaltaba la tentación de prenderle fuego al «laboratorio», repartirnos la «mercancía» y largarnos a ser ricos en cualquier rincón del mundo, pero siempre acabábamos por tomar conciencia de que a través de aquella jungla no llegaríamos muy lejos y que, aunque lo consiguiéramos, el largo brazo de los patrones nos alcanzaría dondequiera que nos ocultásemos.

¿Qué podía hacer un serrano como yo cargando con seis kilos de «coca» por una espesura en la que a veces incluso para volver al campamento tenía problemas? No soy Tarzán, señor, y mucho menos Rambo, y tenga por seguro que si me sueltan en el monte bravo ando más perdido que culo en presidio, y a los dos días soy capaz de regalarle todo lo que lleve encima a quien me saque sano y salvo de aquel maldito infierno.

Ni los aviones, ni el mar, ni la selva son lo mío, y no me duele admitirlo.

Usted debe estar muy loco, señor, perdone que le diga, aunque no me sorprende, pues ya me lo pareció la primera vez que vino a verme. A quien le guste la selva, o es mono, o está para que lo encierren.

Tal vez, cuando acabe de contarle lo que allí me sucedió, me dé la razón y opine de otra manera.

Fue una historia muy triste.

Llegaron cuando temíamos, a las tres horas, que un avión nos hubiese lanzado «mercancía», y llegaron en dos helicópteros, armados hasta los dientes, escupiendo tanto plomo que hubiera bastado para recomponer todas las cañerías de Bogotá.

Me agarró en mi puesto y con los ojos bien abiertos, pero comprenderá que no había mucho que ver porque la maleza es allí tan tupida, que apenas te permite distinguir algún trozo de cielo.

Cinco minutos de explosiones y fuego de ametralladora me bastaron para llegar a la conclusión de que el campamento se había vuelto un lugar poco recomendable, por lo que agarré puerta monte adentro y no paré ni para mear hasta que no se escucharon ya más que los gritos de los loros y los tan conocidos rumores de la jungla.

Tenía una cantimplora de agua, un trozo de queso y un poco de «cazabe». También tenía una metralleta, un revólver y ochenta kilos de miedo.

Nada hay que pese más que el miedo, señor, nada en absoluto. El miedo es como una cruz o una losa que te rompe el espinazo, y que te nubla las ideas impidiéndote reaccionar como siempre has esperado de ti mismo.

No le oculto que mientras estaba a la escucha, me preguntaba con frecuencia cómo reaccionaría si tuviera que adentrarme en la selva, y tampoco quiero ocultarle que todo cuanto tenía pensado de aquel tiempo se me olvidó en el acto.

Y es que en cuanto me detuve a tomar aliento llegué a la conclusión de que me había perdido, y es aquél un laberinto de árboles y lianas en el que resulta imposible encontrar la salida.

Una vez había visto una brújula, pero aun teniéndola, de poco me habría servido, pues ni sabía cómo se utilizaba, ni por aquel tiempo tenía muy claro ese asunto de los puntos cardinales.

En Bogotá bastaba con buscar la cima del Monserrate para tener una idea de dónde estabas.

Y la ignorancia aumenta el peso del miedo. Lo multiplica.

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