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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Sicario (12 page)

BOOK: Sicario
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Y ése es un negocio difícil, señor, muy difícil. Difícil y peligroso.

En mi país suele decirse que los que están en el negocio de las piedras tienen la sangre verde porque el hechizo que ejerce sobre ellos los transforma hasta el punto de que ya no ven la vida más que a través de ellas.

¿Ha probado a ver el mundo a través de una esmeralda? Resulta muy hermoso, pero tenga por seguro que absolutamente distorsionado.

El Lindo Galindo
no supo entenderlo y tal vez imaginó que tras haber enredado a tantas mujeres y haberse burlado de tantos cabrones, podía atreverse con unos esmeralderos que, según él, no eran más que una partida de bestias analfabetas que andaban perdidos en sus selvas y montañas destripando la tierra y esperando que alguien como él viniera a enseñarles lo que era la vida.

Lo que quedó claro es que supieron enseñarle lo que era la muerte.

¡Dios, qué gente! He conocido tipos duros a lo largo de estos años; duros entre los duros, capaces de descuartizar a su madre y cenar junto a sus pedazos sin perder el apetito, pero en cuanto dejamos a la espalda Chiquinquirá y pusimos rumbo a Muzo, empecé a sentir un vacío en el estómago que me hizo comprender que aquella endiablada carretera llevaba a los mismísimos infiernos.

Era la primera vez que salía de Bogotá, y admito que eso me tenía algo nervioso, pero créame si le digo que más que miedo era una especie de presentimiento harto asqueroso el que se me había clavado entre las tripas o quizá más abajo.

Éramos tres «protegiendo» al jefe y las cinco mejores chicas de la casa, incluida Virginia, pero aunque los otros habían demostrado a menudo tenerlos muy en su sitio, en cuanto empezamos a toparnos con la gente del «Rey Verde» comprendí que no éramos más que palomas de ciudad en el país de los cóndores.

Yo alardeaba de haber matado a un policía, pero aunque hubiese acabado con todo un batallón, seguiría siendo un aprendiz frente a aquellos salvajes.

Controles y más controles con gente cada vez de peor calaña; todo un ejército de asesinos que protegían una inmensa fortaleza a la que no nos permitieron aproximarnos ni
a
tres kilómetros.

Las chicas estaban aterrorizadas y alguna incluso empezó a sollozar rogando que diéramos media vuelta.

Demasiado tarde.

Al llegar a un último control nos quitaron las armas, y a los otros dos guardaespaldas y a mí nos «rogaron» amablemente que regresáramos a Bogotá en uno de los coches y procuráramos mantener la boca cerrada.

La última vez que vi al
Lindo Galindo
estaba más verde que las esmeraldas que había ido a buscar, y las chicas apenas se mantenían en pie.

Se los llevaron en una furgoneta y ahí mismo nos volvimos a la ciudad.

Le garantizo, señor, que eso fue todo.

Jamás volvió a saberse ni de
Galindo
ni de las chicas, por lo que me quedé sin empleo de la noche a la mañana.

Pese a lo que le hayan podido contar, le juro que nada tuve que ver con la tan mentada desaparición de don César Galindo y sus muchachas, y esa ridícula historia de que las violamos y asesinamos es pura invención. Regresamos más corridos que soldado con permiso y tampoco supe nunca qué fue de aquellos dos matones.

Debieron entender que estando por medio gente de «sangre verde» lo mejor era olvidar el asunto y que te olvidaran.

Aún hoy, con todo lo que he visto y lo que sé, procuro mantenerme a distancia de los esmeralderos, pues aprendí que el suyo es otro mundo y les pertenece. Con su pan se lo coman.

Comprenderá que no me siento en absoluto orgulloso de mi comportamiento de aquellos días. Nada orgulloso.

Me pagaban por defender a un hombre de sus posibles enemigos, pero cuando ese hombre se empeña en meterse en el mismísimo nido
de
los cóndores y cuatro asesinos te apuntan con metralletas, comprendes que seis mil pesos son una cantidad ridícula si te la quieren pagar en puro plomo.

¿Qué fue lo que ocurrió? ¡Cualquiera sabe! Galindo debió pensar que aquellos bestias no habían visto nunca una mujer de verdad y sus cinco putitas le abrirían todas las puertas, pero no tuvo en cuenta que cuando alguien maneja un negocio de millones de dólares dispone de las mejores mujeres del mundo aun en plena selva.

Imagino que al «Rey Verde» debió ofenderle el hecho de que un pendejo de ciudad, por muy «Rey de Putas» que creyese ser, tratase de engañarle en su propia casa, se lo echó a los caimanes, y dejó que sus hombres se divirtieran con las chicas hasta arruinarlas.

Eso debió ser lo que pasó, aunque no podría jurarlo. El resto son patrañas.

Fuera lo que fuera, me crea o no, lo cierto es que perdí un empleo de cojones y me encontré en la calle.

Resultó muy triste volver a los atracos y a llenarme de mierda en las cloacas, sobre todo teniendo en cuenta que mi sistema «había hecho escuela», y ya eran muchos los que trabajaban de ese modo.

Los policías «pelaban el ojo» en cuanto veían una tapa de alcantarilla abierta y tomaron la puta costumbre de apostarse
a
la espera para acribillarte en cuanto aparecías corriendo para intentar colarte dentro.

Pasamos un par de meses apurados.

Me quedaba algún dinero, pero doña Esperanza insistía en cobrar y Ramiro asistía a una academia privada que costaba una pasta.

Valía la pena, porque aprendía harto de prisa y tenía el cuartito lleno de libros que nunca conseguí entender para qué coño servían.

Yo ya sabía leer un poco, pero las cosas que Ramiro estudiaba eran como de genios y por más que intentara explicármelas no conseguía entenderlas. Al paso que iba, muy pronto sería capaz de llevar la contabilidad de una empresa, y cuando se ponía a hacer números me dejaba con la boca abierta.

Aunque por muchos números que hiciera las cuentas no salían, y estaba claro que si no daba un buen golpe o encontraba a alguien a quien «proteger», en un mes nos veríamos los dos «comiéndonos un cable».

Por desgracia, mi prestigio como posible guardaespaldas se había ido a hacer puñetas. Que te paguen por cuidar a alguien, y desaparezca con cinco chicas más constituye una carta de presentación poco recomendable, sobre todo cuando corre la voz de que la Policía te anda buscando para hacerte unas cuantas preguntas.

Mi fama en aquellos momentos era más bien la de frío asesino
capaz
de liquidar a su propio jefe y a cinco putas de un solo carajazo.

Fue entonces cuando me hablaron de don Matías José Bermejo.

Por lo visto don Matías José Bermejo andaba fregando a mucha gente desde un puesto clave en el Departamento de Planificación, especulando con terrenos, permisos de construcción y chanchullos que nunca entendí, pero que por lo que tengo oído mueven dinero en bruto.

Alguien quería levantar una torre muy alta, allá por la plazuela Sanmartín, pero cuando ya lo tenía todo listo, don Matías José Bermejo se inventó una triquiñuela legal y le paró la obra.

Por lo que me contaron, su plan era arruinar al constructor y cuando estuviera ya «pidiendo cacao» comprarle el terreno y cuanto tenía por cuatro pesos para concederle entonces el permiso a alguno de sus compinches.

Lo hacen con frecuencia. Consulte a un abogado. Así es, y así ocurren las cosas.

El constructor debió calcular que las corruptelas de don Matías José Bermejo le iban a costar unos veinte millones de pesos, mientras que a mí con cuarenta mil me arreglaba.

Me lo dieron todo hecho: la hora, el restaurante, la mesa en que solía sentarse, la gente que le acompañaría, el lugar donde se situarían sus matones, e incluso el tipo de chaleco antibalas que utilizaba.

Yo conocía bien la cocina de aquel restaurante. Había ido mil veces a pedir las sobras, y aún tenía un amigo pinche que había ascendido a camarero.

Se «transó» por dos mil pesos.

Me proporcionó uno de sus viejos uniformes, me franqueó la puerta de atrás en el momento justo, y me puso una bandeja en la mano.

Recuerdo que don Matías José Bermejo alzó el rostro y abrió la boca con la intención de pedirme algo, pero se quedó como pasmado cuando vio el revólver y escuchó la tenue detonación que le quitaba la vida.

Fue como si hubieran descorchado una botella, y le garantizo que casi nadie se dio cuenta de lo que había ocurrido hasta que me encontré en la calle.

No. En absoluto.

Dudo que haya venido hasta aquí para escuchar cómo justifico mis actos. No es el caso. Ha venido para que le cuente mi historia, y eso es lo que estoy haciendo. Don Matías José Bermejo sabía muy bien que jugaba con fuego cuando se dedicaba a arruinar a la gente, y buena prueba de ello está en el hecho de que no salía a la calle sin un par de gorilas que me sacaban con mucho dos cabezas.

Un paso en falso y me achicharran. Él decía las cosas por un precio, y yo, que estaba empezando, por otro muchísimo más bajo. Ésa es la única diferencia. Si lo entiende, bien, y si no lo entiende tampoco importa porque existen millones de cosas que jamás conseguiremos entender por más que nos expliquen.

Mi primer muerto fue por venganza. El segundo por dinero. Si es usted
capaz
de decidir cuál de las dos razones tiene más peso, le felicito. Yo nunca lo he sabido.

Fue un trabajo bien hecho.

Está feo vanagloriarse, pero convendrá en que en su estilo fue impecable, y «dar de baja» a un tipo tan bien protegido como don Matías José Bermejo sin causar un rasguño a testigos inocentes ni permitir que sus matones tuvieran ocasión de levantar el culo de la silla fue una proeza memorable en un país en el que se acostumbra a matar mosquitos a cañonazos.

En Colombia, si alguien molesta, lo normal es enviarle un «coche bomba» que destroza a veinte transeúntes o a un drogadicto que ametralla ciegamente a todo el que se le pone por delante.

Y no son modos.

Porque lo peor del caso estriba en que la supuesta víctima acostumbra a salir ilesa en tales lances, y su lógica reacción es devolver el regalo provocando una nueva y estúpida masacre.

Puede escribir sin miedo a equivocarse que casi la mitad de los entierros de mi país se deben a la triste circunstancia de que el pobre difunto se encontraba en un buen lugar en un momento inoportuno.

Es lo que llaman en el argot «Un Muerto Tampax».

Y es que lo más paradójico de nuestra especial «violencia» es que muy pocas veces afecta directamente a los auténticos violentos.

Cuando una bala le atravesó la cabeza a Gonzalo Rodríguez Gacha,
el Mexicano,
aquel que fuera brazo armado del «Cártel de Medellín», tenía ya en su haber más de mil de esos pobres «Muertos Tampax» que nada tenían que ver con sus negocios, y tal vez ni siquiera conocían su existencia.

Y es que su gente era muy chapucera.

El Mexicano
era capaz de ofrecerle un contrato a un chiquillo ciego de «crack», permitiéndole que entrara en un colegio para cargarse a un tipo aunque tuviera que llevarse por delante a quince párvulos.

Y no son modos, repito; no son modos.

En el ambiente en que me tocó desenvolverme, lo normal es que una vida no valga nada, y estoy de acuerdo en ello, pero también opino que si una no vale nada, dos pueden valer muchísimo.

Ramiro, que se lo leía todo, me comentó que quien entrevistaba durante la cena al cerdo de don Matías José Bermejo, era una famosa periodista a la que asesinaron no hace mucho, pero que durante todos estos años ha llevado a cabo una labor muy importante en favor de la infancia abandonada.

¡Imagínese que yo hubiera sido un loco enganchado al vicio y aquella noche me la cargo! Flaco servicio le hubiera hecho a los míos.

Los niños de Bogotá, naturalmente; los que continúan viviendo en las cloacas. Ésos son lo únicos seres humanos a los que aún, pese a los años transcurridos, continúo considerando en cierto modo como míos.

Y no es que recuerde a ninguno en especial de aquellos tiempos, no; la inmensa mayoría han muerto o andan desperdigados por esos mundos de Dios. Es que cada uno de ellos, sea quien sea, me obliga a pensar en los dos asustados chiquillos que pasaran tantas noches de hambre, frío y espanto, aguardando a un despiadado ejecutor, y eso me obliga a sentirme cerca de ellos.

No. Ramiro no aprobó en absoluto lo que había hecho; si le digo otra cosa le miento. Por más que me sintiera en cierto modo satisfecho por cómo había llevado a cabo el encargo, él se mostraba frontalmente opuesto a la idea de que pudiera llegar a convertirme en un auténtico «sicario»; un vulgar asesino a sueldo de los que infestan, por desgracia, las calles de Bogotá.

—No hemos pasado tantas calamidades para acabar en eso —me decía—. No nosotros.

Nunca entendí por qué razón Ramiro abrigaba aquel firme convencimiento de que «nosotros» teníamos que ser de algún modo diferentes al resto de los «gamines» que habían conseguido sobrevivir, ni qué carrizo esperaba que nos ofreciera en el futuro una vida que tan poquísimas cosas nos había ofrecido en el pasado.

Fueron sin duda los libros. Eso de tanto leer le llenó de mierda la
cabeza
impulsándole a imaginar que lo que esos libros contaban tenía algo que ver con lo que en realidad nos ocurría, y no era cierto.

Tal vez alguno de los protagonistas de sus libros consiguiera salir de las cloacas para alcanzar el triunfo a base de estudio, esfuerzo y constancia, pero lo que yo tenía muy claro era el hecho de que si no cometía más atracos o aceptaba un nuevo contrato, a Ramiro se le acababa el chollo y no seguiría estudiando.

Las cosas se ponían cada vez más difíciles, la crisis aumentaba de día en día, y ni siquiera Ramiro podría haberse aprendido todos aquellos libros si hubiese tenido que trabajar doce horas descargando sacos de harina o tragando barro en la fábrica.

La tos le habría matado.

Para abandonar las alcantarillas o el chircal no existía otro camino que el camino de la violencia, puesto que se mire por dondequiera que se mire, en Colombia la violencia circula por todos esos caminos.

Los políticos alcanzan el poder gracias a la violencia; los empresarios la emplean o la sufren; los abogados viven a su costa; los jueces y los periodistas mueren por ella; los policías y los militares la han convertido en su oficio, y los narcotraficantes la adoran.

Pocas cosas existen en mi país que no estén directa o indirectamente ligadas a la «Violencia Histórica», y a menudo me pregunto si no hubiera sido mucho mejor sumirnos de una vez en una auténtica guerra civil, zanjar nuestros problemas, y empezar de nuevo partiendo desde cero.

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