Hablábamos del viento.
¿O será mejor decir que hablábamos del miedo? A los dos meses las cosas volvieron a su cauce, los matones se fueron, se acabaron las castraciones y las muertes, pero casi de inmediato recomenzó el eterno chorreo de robos, asaltos y violaciones.
Fue por aquel entonces cuando hicieron su entrada en escena «Los Limones».
Victorino, Otelo y Calixto Limón, primos hermanos, tenían al parecer bien merecida fama de violentos allá en su ciudad natal, Tuluá, en el Valle del Cauca, y por si no lo sabe le diré que, incluso entre los colombianos, el Cauca está considerada región harto violenta, donde la represión política de los años cincuenta alcanzó proporciones de auténtica catástrofe.
Asesinos a sueldo de la ultraderecha más reaccionaría, los terratenientes del Cauca habían utilizado a «Los Limones» para liquidar a la oposición liberal y campesina, y por lo que tengo entendido cumplieron tan a la perfección su macabro cometido que al fin no les quedó ya nadie digno de mención que empujar por delante.
Dicen que fue una asociación de comerciantes de la Carrera Siete la que los trajo, aunque otros aseguran que fueron dueños de hoteles y restaurantes, e incluso hubo quien acusó a un comisario de Policía que prefería mantenerse al margen de tan sucio trabajo.
Eran como una calcomanía el uno del otro; cetrinos, de nariz aguileña, medianos de estatura, flacos y silenciosos, con las manos ocultas siempre bajo los grises ponchos y el sombrero embutido sobre unos ojos que jamás te miraban, pero que parecían estarte acechando por más que te ocultaras.
Establecieron su cuartel general en un cafetín de la avenida Lima, en la mesa del fondo, la espalda contra el muro y con la esquina del mostrador delante, sin que ningún cliente osara ocupar un lugar tan bien protegido por más que se supiera que «Los Limones» no acostumbraran hacer su aparición hasta mediada la tarde.
Nadie supo jamás dónde vivían, nunca comían dos veces seguidas en el mismo restaurante, y nunca se acostaban con las mismas mujeres, saludables costumbres que habían adoptado en su lugar de origen y que les permitían continuar fumando sus eternos habanos a pesar de contar con tantos enemigos.
Las primeras semanas no se hicieron notar, mas luego se transformaban al caer la noche en el mismísimo manto «De la Vieja Inesperada», pues donde quiera que iban dejaban a sus espaldas tal reguero de difuntos que se podría pensar que había pasado más bien la negra de la guadaña.
Cadáveres sin nombre de chicos solitarios ni siquiera tenían tiempo de amontonarse en el Depósito, pues alguien había dado la orden de que los fueran echando a las fosas comunes antes de que se enfriaran.
Otra vez el espanto.
El terror en su más pura esencia y sin disculpas; la ley del tiro en la nuca o el tajo en la garganta, pues lo mismo les daba la bala o el cuchillo, sabiendo como sabían que nadie iba a exigirles explicación alguna de sus actos.
¿Qué fue de las «galladas»? Incluso la más temida: la del «Cóndor», que había implantado su ley durante años en pleno Parque Santander, se disolvió en el aire la madrugada en que su carismático líder, Gabino
Cagafeo
apareció ahogado en la fuente con la lengua cortada.
Dos días antes había gritado zumbado de «basuco» que a un auténtico Cóndor ningún Limón le asustaba.
Y empezaron de los quince hacia arriba, eligiendo muy bien a aquellos muchachos que habían visitado en alguna ocasión los odiados calabozos de «La Treinta» o Sesquilé.
Todo el que tenía ya una ficha policial dejó muy pronto de tenerla, y los archivos oficiales comenzaron a vaciarse día tras día, pues guardar fichas de muertos es un trabajo inútil y una evidente pérdida de espacio.
Quién les daba tales datos nunca pudo saberse, pero la fregona del cafetín de la avenida Lima juró más tarde que a menudo los veía estudiar largas listas donde tachaban nombres.
Aunque suene macabro se puede asegurar que por aquellos tiempos alguien muy poderoso se propuso limpiar los bajos fondos de Bogotá, y a falta de los tan cacareados «Limones del Caribe» decidió emplear los mucho más eficaces «Limones de Tuluá».
La violencia, señor, es como una piedra al borde de un abismo. Lo mejor es no tocarla, y cuando se la toca se la puede frenar con un pequeño esfuerzo, pero si se permite que ruede arrastrando tras sí rocas mayores, llega un momento que ya no hay quien la controle.
Así ocurrió en Colombia.
Hubo un momento, y que conste que le hablo de oídas, pues eso es algo que ocurrió antes de que yo naciera, en que unos pocos creyeron que la violencia era una sinrazón de su exclusivo patrimonio, pues tenían gran cantidad de tierras y riquezas, pretendían conservarlas, y cuando empezaron a descubrir que alguien les discutía la legitimidad de todo ello, imaginaron que eran también los únicos propietarios de la ley de la fuerza.
Lo fueron por un tiempo, más luego la piedra comenzó a rodar desmelenada y dudo que alguien pueda ya detenerla.
Quince o veinte mil muertos anuales, ¡resulta imposible saber la cifra exacta!, es lo que se suele cobrar la violencia colombiana, y lo más triste es que ninguna de esas muertes resolvió jamás el más pequeño de nuestros problemas nacionales.
«Los Limones» son un ejemplo muy claro en este caso, y se lo digo yo, que de violencia sé bastante.
Mataban a destajo, pero no tenían en cuenta que cada día que mataban a un «"gamín" hijo de puta» nacían cuatro o cinco hijos de puta que acabarían convirtiéndose a su vez en «gamines».
Era como tratar de contener el cauce de un río con las manos.
Cuando alguien se acostumbra a convivir desde niño con el hambre y el frío,
acaba
también por acostumbrarse a vivir con el pánico.
Y «Los Limones» habían pasado toda su vida asesinando en una ciudad pequeña y en el campo.
Bogotá se les quedó muy grande.
Su indiscutible éxito inicial se debió sin duda a la magnífica información que recibían sobre la identidad y las costumbres de sus víctimas, pero cuando llegó un momento en que los nuevos candidatos a seguir el camino del Depósito tomaron precauciones y comenzaron a preparar a su vez el contraataque, la «cumbia» les sonó ya de otra manera.
Como le conté ayer, Calixto Limón había adquirido el saludable hábito de no comer dos veces seguidas en el mismo restaurante ni acostarse dos veces con la misma puta, pero alguien descubrió que tenía la fea costumbre de jugar siempre al mismo número en la lotería de los sábados.
¡No puede ni imaginarse cómo son mis compatriotas para la lotería...!
¡Les vuelve locos!
Juegan a todas, casi todos los días, y hacen infinidad de cabalas sobre las terminales que van a salir dependiendo de un sueño que han tenido; de la fecha, y de si vieron a un tuerto o un jorobado... ¡Yo qué sé cuántas cosas!
¡Pura superstición!, pero gracias a ellos, miles de desgraciados malviven en Colombia.
Montan sus puestecillos en la calle, muy pegaditos los unos a los otros, o te persiguen por los parques y los bares insistiendo en que te lleves el numerito de la suerte.
Para Calixto Limón era uno que acababa en catorce, aunque en eso no debe hacerme mucho caso, quizá fuera otro distinto... ¡Cualquiera sabe!
Catorce o el que fuera, ¿qué más da?, lo cierto es que él lo buscaba con ahínco, y había conseguido que una vieja vendedora de la Carrera Ocho se lo guardara siempre.
Aquel sábado, «Los Limones», que en todo se fijaban, no le dieron sin embargo mucha importancia al hecho de que por culpa de unas obras, la viejita hubiera desplazado su mesa plegable un poquito a la izquierda; cinco metros escasos.
Otelo y Victorino, con las manos ocultas bajo los ponchos, vigilaban.
Calixto compró su numerito, señor, su numerito de la suerte, y en el momento en que iba a pagarlo, de la rejilla que estaba bajo sus pies y que sirve de ventilación a un pasaje subterráneo, surgió una barra de acero con la punta afilada que le entró justamente por el ano y le subió hasta la garganta.
Allí se quedó «empalado» y lanzando tal chorro de sangre por la boca, que la pobre vendedora se empapó de arriba abajo en un instante.
Y el hierro estaba fijo al suelo. No sé cómo lo hicieron, pero cuentan que mientras Calixto Limón lanzaba aullidos de dolor y agonizaba, entre Otelo y Victorino tuvieron que sacarlo como se saca un «pincho moruno» de su alambre, tirando de las nalgas y subiéndolas por encima de sus propias cabezas.
La gente les miraba.
Por lo que tengo sabido, se formó un corro de curiosos que observaba en silencio cómo dos hombres empapados en sangre se esforzaban por salvar a un tercero, sin que ni uno solo de los testigos hiciera el más mínimo gesto por ayudarles.
Cuando al final se lo llevaron dejando atrás las tripas del que ya era un cadáver, alguien clavó en el hierro un enorme letrero que decía:
«Aquí se exprimen limones.»
Macabro sentido del humor, ¿no le parece?
Así son por allá, y al fin y al cabo ellos se lo buscaron, pues hay que ser muy gallito y harto pendejo para creer que se puede llegar a una ciudad como la mía y ajustarle las tuercas.
Son demasiados tornillos y demasiadas tuercas.
¿Recuerda aquella película de Charlot en la que apretaba tornillos y acababa volviéndose loco? Eso fue lo que debió ocurrirle a «Los Limones».
Cualquier asesino cuerdo que hubiese visto cómo toda una ciudad se ponía en su contra hubiese adoptado la sabia decisión de empadronarse en otro municipio, pero Victorino y Otelo Limón, que tanto habían matado, no quisieron aceptar las reglas de su juego y por lo visto juraron tomar cumplida venganza contra quienes le habían dado por el culo a Calixto con un pedazo de acero.
Durante cuatro días nadie les vio siquiera el poncho, pero el sábado en la noche masacraron, y aunque debo admitir que la mayoría de los muertos se habían ganado a pulso su puesto en el cementerio, hubo por lo menos dos que no habían cometido más delitos que intentar ahogar en ron sus muchas penas.
¿Por qué lo hicieron? Por venganza tal vez, aunque yo más bien me inclino a creer que cuando se está en ese oficio el único capital que tienes es el terror que impone tu presencia, y ellos no podían largarse con el rabo entre piernas después de lo ocurrido con Calixto.
Tenían que dejar bien sentado que aunque ya tan sólo fueran dos, seguían siendo «Los Limones», por lo que tras dejar a sus espaldas un nuevo reguero de difuntos, se esfumaron.
Pero cundió el ejemplo.
Quienquiera que fuese el que los trajo debió llegar a la conclusión de que su labor había sido harto beneficiosa, y que valía la pena continuar con la tarea aunque quienes la llevaran a cabo no actuaran de una forma tan espectacular y sin tapujos.
Comprendieron que de seguir con la labor había que hacerlo de un modo más discreto, y resultó evidente que asesinos anónimos era una especie que abundaba en las calles de aquella ciudad repleta de miserias.
Rara era por tanto la noche que no apareciera algún nuevo cadáver, y fue por aquel entonces cuando empecé a escuchar unos términos que más tarde llegarían a serme muy familiares.
«Para-militar» y «para-policial».
Es una forma hipócrita de designar a unos canallas que no se diferenciaban del clan de «Los Limones» más que en el hecho de que los de Tuluá tenían el valor de dar la cara.
Los otros se disfrazaban jugando a ser ciudadanos libres de toda sospecha, demasiado a menudo incluso pagados para hacer cumplir la ley o imponer la justicia, pero que al caer la noche solían transformarse en auténticos verdugos.
Para ellos, «Sanear el País» no fue nunca sinónimo de necesidad de cambiar unas estructuras o una organización social que cualquier estúpido advertía que estaba enferma, sino que imaginaron que destruyendo algunos frutos del monstruoso árbol que habían creado, el árbol se secaría.
Nadie acudió a ofrecernos un plato de comida, un lugar donde dormir, o un par de zapatos y una manta.
Tampoco nos ofrecieron una escuela o tan siquiera un trabajo. Nos ofrecieron abandonar las calles o una bala entre los ojos.
Y cada vez eran chicos más jóvenes.
Ricardito
el Calvo
fue uno de ellos.
Lo sorprendieron sentado en una acera, metiéndole al «basuco» con la vista perdida en un letrero luminoso que anunciaba una máquina de coser, y le tiraron el coche encima dejando que agonizara por más de cuatro horas en un charco de sangre.
No le estoy pidiendo que me crea. Es usted muy dueño de pensar lo que quiera, pero le advierto que no pienso molestarme en inventar historias sólo por distraerle.
Mentir requiere mucha imaginación, y yo de eso tengo muy poco. Lo que sí tengo es una excelente memoria.
Un mes después nos quemaron la furgoneta.
Por fortuna habíamos ido a esperar las sobras de «La Casa Vieja», un restaurante de lujo que está a menos de doscientos metros, y que solía botar a la basura cosas muy buenas.
Vimos pasar un coche verde, dio un par de vueltas, lanzó al aire una botella y adiós Furgoneta.
Tan sencillo como eso.
Todo lo que teníamos ardió en un par de minutos.
El coche se detuvo justo en la esquina, y los dos tipos que iban dentro se quedaron mirando lo bien que lo habían hecho, puesto que de lo que había sido hasta momentos antes «nuestro hogar» no quedó más que un montón de hierros retorcidos y una mancha en el suelo.
Ramiro se lo tomó por la tremenda, agarró un pedrusco y si no lo sujeto se lanza a romperles la cabeza, con lo cual lo más probable es que me hubiese quedado sin casa y sin amigo, puesto que el más joven de aquellos dos hijos de puta se echó de inmediato la mano al bolsillo sacando una pistola.
¿Acepta que le diga que no tendría más allá de veinte años? No llegó a disparar, pero por lo que a estas alturas sé de cómo se empuña un arma, estoy por asegurar que si Ramiro decide tirar la piedra, el muy cabrón le vuela la cabeza.
Tampoco lloré esa noche.
Me sobraban razones para hacerlo, pero ni siquiera me enfurecí por lo que había sucedido, convencido como estaba de que aquélla era sin duda una noche de suerte, ya que lo lógico era que nos hubieran convertido en un par de «arepas» chamuscadas.
El coche verde se alejó y a los pocos minutos hizo su aparición un extraño señor muy elegante que lo había visto todo desde la ventana del hotel.