Los policías son iguales en todas partes por mucho inglés que hablen.
Y los auténticos «yonquis» te miran igual hasta en Nigeria.
Hay tal brillo de ansiedad en el fondo de los ojos de los adictos al «basuco» o al «crak», que ni el mismísimo Al Pacino, que es un actor que me entusiasma, conseguiría imitarlo.
Suele ser gente que se considera rebelde y agresiva, pero que sabe muy bien que está vencida de antemano, porque un simple gramo de vicio les derrota, y como ya le dije no son dueños de sí mismos ni tan siquiera una hora del día, ya que su única felicidad se centra en estar «enganchados» a su mundo de sueños hasta estirar la pata.
Me arrimé a uno de ellos, el más ansioso, y hablamos del «mercado».
Me aclaró muchas cosas, pero de todas ellas, la que más me interesó fue el hecho de que allí, en aquella misma plaza, las dos maletas que escondía a la orilla del mar podían valer muy bien cuatro millones.
¿Lo entiende ahora? La vida de Román Morales, la enfermedad de Luna, y todo lo que yo había sufrido para llegar hasta allí, valían dos millones y medio de dólares contantes.
Ésa era la diferencia de precio entre cincuenta kilos de «coca» en Cartagena de Indias o en Miami.
Y era una diferencia por la que según sus dueños, valía la pena arriesgar vidas ajenas.
Pero no habían tenido en cuenta que una de esas vidas era la mía.
Y la de un pobre infeliz que no había hecho daño a nadie; y lo que es aún peor, la de una inocente vendedora de frutas, cuya fantástica risa valía mucho más que esa cifra.
Llegué a un acuerdo con mi «amigo», y perdone que empleé esa misma palabra, porque lo cierto es que se me olvidó su nombre si es que alguna vez me lo dijo.
Si me conseguía un buen comprador para dos kilos de «coca», se ganaría diez mil dólares.
A poco pierde el culo.
Se me quedó mirando con la boca entreabierta, como un lelo, calculando sin duda cuántas dosis podría conseguir con aquella astronómica cifra, me pidió que esperara, y media hora después me envió a un cubano relamido con cara de tener más padres que la Constitución Americana, que me espetó sin más preámbulos:
—¿De dónde la has sacado?
—Soy colombiano.
¡Palabra Santa, oiga!, como la llave que abre todas las puertas, o como un conjuro mágico.
El tipo, no era tonto, por algo era cubano, entendió mi posición, me miró de frente, y me largó trescientos dólares para que me comprara ropa, buscara un hotel, y me presentara al día siguiente con los dos kilos en unas señas determinadas.
—Aquí mismo —le dije—. Trae tú la «pasta».
Me observó fijamente y me creyó.
Los negocios del vicio son así. Si estás en ello te basta con mirar a alguien a la cara y saber si habla en serio o está zumbado.
Aquel cubano relamido, hijo de siete putas y que no hubiera dudado ni un minuto a la hora de cortarme en rodajas con un pedazo de lata, olió que yo olía a dinero aunque andará en la más negra «carraplana» y arriesgó trescientos dólares con la seguridad de ganar treinta mil.
Me gasté ciento cincuenta en ropa y en comer, veinte en un maletín, y veinte en información sobre un hotel en el que no hicieran preguntas tontas.
Para no hacérselo largo le diré que fui a buscar los dos kilos de «mercancía», dejé el resto en el mismo lugar, y a la noche siguiente cerré el negocio con el jodido cubano sin el menor problema.
Le entregué al «yonqui» los diez mil prometidos y me esfumé en el acto.
Vendí barato, pero pese a las rebajas, comisiones, y el dinero que le entregué al viejo Augusto para él y para que cuidaran bien a Luna, me quedaron limpios más de cincuenta billetes grandes, y eso incluso en Miami es un montón de plata, sobre todo cuando sabes que tienes cuarenta y ocho kilos de «coca» más enterrados en una playa.
Conseguir documentación falsa en Miami es mil veces más rápido y barato que conseguirla auténtica, y los falsificadores son tan hábiles, que incluso los más expertos se las ven negras a la hora de distinguir un pasaporte bueno de uno de encargo.
Para que lo entienda mejor, le aclararé que hay quien dice, y yo le creo, que casi la mitad del dinero que se mueve en Florida es dinero con más mierda que papel, y eso hace que abunde todo tipo de gente con buena nariz para esa clase de mierda.
Es una ciudad corrupta, y pese a que la televisión nos la presente como de una corrupción llamativa y casi sofisticada, debe saber que aunque no tengan aún «gamines» que vivan en las cloacas, no anda lejano el día en que los hijos de los negros y de los inmigrantes ilegales acaben de igual modo.
Jamás había visto rascacielos tan prodigiosos a menos de trescientos metros de un barrio en el que no puedes dar un paso sin que te atraquen.
Me mudé a «Miami-Beach»; a un hotel discreto y elegante, con un pasaporte ecuatoriano en el que se aseguraba que era un comerciante natural de Vilcabamba, y aunque no tengo la más mínima idea de dónde queda eso, lo único que conseguí averiguar es que se trata de un pueblo de las montañas en el que la gente suele vivir más de cien años.
Pues no lo sé. Una vez le pregunté a un viejito y me contestó que sólo había una forma de conseguirlo: habiendo nacido el siglo pasado.
Pero en ese Vilcabamba parece ser que hay un montón de gente en tales circunstancias.
El tipo que falsificó el pasaporte tenía sentido del humor, no cabe duda.
De lo que tampoco cabe duda es de que, ni aun habiendo nacido en ese lugar, nadie tendría ocasión de llegar a centenario en Miami, aunque en invierno hay partes de la ciudad en las que te da la impresión que no queda una persona de menos de setenta.
Ya no es, como dicen que era, el paraíso de los jubilados de clase media, pues a no ser que puedas comprarte una mansión y rodearla con una valla eléctrica, sufres tantos sobresaltos que más te valdría instalarte en la selva.
Yo, la verdad, nunca llegué a entender muy bien cómo funciona aquella ciudad, ya se lo he dicho, en parte por culpa del idioma, aunque el español sea allí casi tan utilizado como el inglés, y en parte porque no puse el menor interés en su funcionamiento.
Desde el primer momento tuve muy claro qué era lo único que me interesaba de Miami, y a ello dediqué todo mi esfuerzo.
En cuanto me sentí seguro con mi nueva personalidad y mi discreto hotel, fui a una cabina y llamé a Ramiro para tranquilizarle sobre mi paradero, y tener noticias de cómo andaban las cosas por «El Sótano».
Me maldijo el alma por haberle tenido tanto tiempo sin noticias, me preguntó por Luna, de la que ya le había hablado, y le entristeció saber que nuestra historia de amor había acabado, aunque no le conté nada de lo ocurrido, limitándome a decirle que nos habíamos separado.
¡Pobre Ramiro! Imagino que por unos días debió hacerse la ilusión de que había encontrado una especie de Herminia que me obligaría a sentar la cabeza definitivamente.
Supongo que sí. Supongo que si ella me hubiera aceptado lo habría hecho. ¡Cualquiera sabe! Son cosas en las que nunca he querido pensar pues lo más probable es que me hubiera vuelto irracionalmente agresivo, y tenía muy claro que para hacer lo que tenía que hacer, lo más importante era mantener la cabeza despejada.
«Elucubrar», ¿se dice así?, es una jodida palabra que casi nunca me sale, sobre si las cosas pudieron haber sido de una forma o de otra nunca se me dio muy bien, pues para hacerlo se necesita imaginación y ya le he repetido hasta la saciedad que yo de eso tengo muy poco.
Tal vez a estas alturas sería padre de un par de mulatitos, o me habría muerto de un ataque de risa.
¡Cómo echo de menos aquella risa, amigo! ¡Cómo la necesito! Recuerdo una noche que en el momento más apasionado susurré en el colmo del éxtasis: «Me voy; me voy...» y la muy hija de perra me respondió en el acto: «Pues llévate el paraguas que está lloviendo.» Como comprenderá, ni me fui, ni me llevé el paraguas.
Así era siempre.
Y ahora apenas mueve los ojos cuando le hablan.
No. Nunca quise volver a verla.
Tiene todo lo que pueda necesitar hasta el fin de sus días, pero cuanto tenía que llorar ya lo he llorado.
¿Sabe una cosa, amigo? Creo que nunca fui a verla, porque un día descubrí que en el fondo era más la compasión que sentía por mí, que la que sentía por ella.
Y es que a ella le falta la razón, pero a mí me falta ella.
Supongo que cuando uno va al cementerio, a rezar ante la tumba de la persona amada, la sigue viendo tal como la viera en vida, y cuando le habla escucha sus respuestas haciéndose la ilusión de que le contesta desde un lugar muy lejano.
Pero ir a un hospital a ver a María Luna convertida en un guiñapo, y comprender que de su boca no sale ya una palabra es algo muy diferente, y yo, que a tantos ayudé a convertirse en cadáveres sin tan siquiera un suspiro o un pestañeo, no me siento con fuerzas para enfrentarme a ese espectáculo.
¡Pero dejemos eso! Lo que ahora importa es que, tras hablar con Ramiro y enterarme de cómo iban las cosas por Bogotá, hice una nueva llamada y cuando un tipo con acento antioqueño respondió secamente, le dije que era Román Morales, que acababa de llegar a Miami, y que tenía un regalo para «Eduardo».
Escuché susurros, voces nerviosas y por fin otro tipo, éste «costeño», se puso y me preguntó por qué coño había tardado tanto.
—La próxima vez vendré en «Avianca» —repliqué, pero no pareció verle la gracia.
Querían su «mercancía» para esa misma noche, pero les hice ver que me había quedado solo y tenía que buscarla.
—¿Dónde está el otro?
—Se cayó al agua.
—¿Y la negra?
Luna no es negra, ya se lo he dicho. Es apenas mulata, pero aquel hijo de puta dijo «negra» como podía haber dicho «rata».
A punto estuvo de hacerme perder la calma, y me costó un gran esfuerzo tranquilizarme y replicar que como no era mi «novia» había preferido «licenciarla».
Silencio y más susurros. Estaban excitados. Contentos y excitados, y eran varios. Tres por lo menos, aunque más probablemente, cuatro.
Cité a uno de ellos, ¡uno solo!, para la noche siguiente en una hamburguesería de la avenida Lincoln, no lejos de la playa, y les advertí que si no llevaba la plata que me debían podían despedirse de sus maletas.
Mi descripción ya la tenían; el conocido tarambana Román Morales, que antaño ocupaba páginas enteras en las revistas de la farándula colombiana vestido de marrón.
¡Lógico! No tenían la más mínima idea de quién era yo, pero encontrar al auténtico
Marrón
Morales les iba a costar harto trabajo, téngalo por seguro.
El que viniera a mi encuentro tenía que venir de traje oscuro y con el dinero en una bolsa roja.
¿Y qué quiere que le diga? Así es como lo suelen hacer en las películas, y a esa clase de pendejos les encantan las películas de gángsters.
A la hora indicada un tiparrón de «paltó» oscuro entró en la hamburguesería, pidió un refresco y se sentó, no lejos de la puerta con una bolsa roja bien a la vista.
Yo llevaba ya más de una hora fuera y tengo la experiencia suficiente como para saber cuándo alguien llega solo a un lugar o tiene gente guardándole la espalda.
Cuando me convencí de que no había nadie más, agarré una de las maletas y me dirigí directamente a él.
Se la mostré agitándola para que comprendiera que estaba vacía.
—Me envía un tal señor Morales —dije—. Me ha pedido que le diga que si esta maleta es suya y quiere recuperar lo que había dentro, no tiene más que seguirme. Y le advierto que yo no soy más que un «mandao».
Como habrá podido comprobar, yo tengo verdaderamente cara de «mandao». Siempre fui de ese tipo de gente en la que nadie repara, y en ello no influye únicamente el hecho de que sea tan canijo, sino que es algo que flota a mi alrededor sin que pueda evitarlo.
Y no me importa. No, en absoluto. Cuando se tiene un oficio como el mío, lo mejor que te puede ocurrir es que nadie sea nunca
capaz
de describirte.
Aquel cretino cometió un error al preocuparse más de si la maleta era auténtica o no, de si era auténtico o no el que la llevaba.
Debió influir el hecho de que era grande, fuerte y con pinta achulada; un hombretón seguro de sí mismo al que un escuchimizado como yo jamás impondría el más mínimo respeto.
Me siguió sin problemas.
No es que se lo tomara a la ligera, conviene que me entienda; es que mientras me seguía, iba más atento al peligro que pudiera llegarle de cualquier otra parte, que a mí mismo.
Cuando se quiso dar cuenta se encontró en el pasillo de un viejo edificio abandonado y con el cañón de un revólver en los morros.
Fue entonces cuando tomó conciencia de que cuando quiero tengo verdadera facha de asesino.
De auténtico «sicario».
Le ahorraré detalles de mal gusto que sin duda herirían sus sentimientos y le harían cambiar, a peor, el concepto que tiene de mí, y que me imagino que debe ser bastante deleznable.
Ya he admitido que fui atracador, asesino, y traficante, y admitiré sin empacho que también estoy capacitado para convertirme en un magnífico torturador, si es que me lo propongo.
El tipo se llamaba Rudy Santana, y lo primero que me sorprendió fue que llevara doscientos mil dólares y un pasaporte encima.
Era de Yuramál, pero no se trataba desde luego del antioqueño que se puso el primero al teléfono, y aunque aguantó el tirón más de tres horas, comenzó a venirse abajo cuando le conté que Román Morales se había quedado colgando en el petrolero, y que mi «novia» se había convertido en una piltrafa humana.
Pero lo que le acabó de vencer fue comprender que yo había sido un «gamín» bogotano, que tenía más de veinte muertes encima, y que él sería el próximo por mucho que inventase.
—Hay dos caminos —le dije—. El fácil y el difícil. El fácil es que me cuentes lo que quiero saber, y te apaño de un tiro. El difícil nos puede llevar tres días y las vas a pasar muy putas.
Eligió el camino fácil.
Tenga en cuenta que los que están en el vicio saben muy bien que viven expuestos a que cosas así les ocurran, puesto que si no ocurrieran, hasta el último imbécil se metería en un negocio que mueve tantísimo dinero.
Si la ganancia es grande, grande es el riesgo, y hay que aceptarlo.
Rudy Santana lo aceptó y debo reconocer en honor suyo que los tenía bien puestos.