Charlamos largamente, casi como dos conocidos que hablan de cosas intrascendentes, pues desde el momento en que le até a una silla se relajó y se dio por muerto, aceptando cada minuto más como un regalo al que no tenía derecho.
Estaba en el vicio, pero en el vicio duro: la «coca» a puñados, y resultaba evidente que entre eso, y su afición a los jovencitos, se había hecho tiempo atrás a la idea de que cualquier día se lo llevarían por delante por robarle cuatro pesos.
—Quizá sea mejor así —musitó apenas—. Al menos sé que me matas por cabrón, no por marica.
Incluso me contó un chiste: los cubanos habían encontrado al fin la fórmula del agua bendita: «H-Dios-O», y estaban intentando convencer a Fidel Castro para que se fuese pronto al cielo a conseguir del Padre Eterno los derechos de explotación.
En un principio no quiso hablar de su gente, pero cuando le ofrecí prepararle una buena dosis que le ayudara a sobrellevar el último mal rato, abundó sobre cuanto me contara Rudy Santana.
Cuando le pregunté la razón por la que no se limitaba a meter la «mercancía» en el magnífico escondite que habían descubierto para recogerla luego en el puerto sin tener que arriesgar tantas vidas, me aclaró que lo hicieron así hasta que perdieron dos envíos.
—Los petroleros no son como los buques de línea. A menudo cambian de destino a mitad de travesía, y acaban en Nueva Orleáns, Tampa o Nueva York.
No podían dedicarse a buscar por todos los puertos de América dónde estaba su barco y acabaron por enviar siempre dos acompañantes.
—¿Por qué dos? —quise saber.
—Porque tienen el doble de posibilidades de sobrevivir, que uno —replicó el muy cabrón sin inmutarse.
¿Qué le parece? Raro era el viaje en que no perdían al menos uno de los correos, pero durante el último año y medio habían introducido casi tres toneladas de «coca» en los Estados Unidos, lo que les habían reportado —descontando pérdidas e imprevistos— poco menos de doscientos millones de dólares.
Doscientos millones de dólares, y era una organización pequeña, casi artesanal, independiente y sin formar parte de un «Cártel» como el de Medellín, o una «Hermandad» como la que dirigió en su día Griselda Blanco.
¿Se da cuenta de la cantidad de dinero que se puede ganar en ese negocio? Sí. Ya sé que se da cuenta. Se lo he dicho mil veces.
Luego llegó la pregunta clave, ¿quién dirigía todo aquel tinglado?, y su respuesta fue inmediata: un cerdo loco, pero más listo que el hambre, que se llamaba Carlos Alejandro Criado Navas.
Hubiera preferido cualquier otra respuesta, pero así estaban las cosas. Por pura curiosidad le pregunté si me habría dado ese nombre de no estar absolutamente convencido de que iba a matarle, y me respondió que no, porque en ese caso, quien le hubiera hecho matar sería Criado Navas.
Es alguien que puede hacerte salir de una cárcel o meterte en la tumba, pero de lo que estoy seguro es de que aún no ha aprendido a resucitar a nadie, y por lo tanto me importa un carajo que lo jodas. Se lo merece.
Estuvimos más de dos horas hablando de sus costumbres, sus gustos y sus métodos de trabajo. De sus contactos dentro y fuera del país, y de aquellas jaquecas que le obligaban a darse cabezazos contra la pared, aullando de dolor, aterrorizado por la idea de que acabarían volviéndole loco.
—Apenas duerme —concluyó—. Y no tiene más que treinta y dos años aunque aparenta casi cincuenta.
¿Extraño, no le parece? Casi se podría decir que hablamos de dos personas distintas, pero tenía la absoluta seguridad de que era la misma.
Al amanecer me fui de allí dejando las cosas de tal forma, que obligaban a creer que se trataba de un «crimen pasional». Un tipo que vive con un gato de angora, doscientos gramos de «coca», vestidos de mujer, lencería fina, y uniformes «nazis», no llama demasiado la atención cuando aparece estrangulado en una cama revuelta.
Y no es que me importara la Policía; sabía que apenas movería un dedo. Me interesaba que el bueno de Criado Navas no se alarmara.
Al día siguiente me fui a ver al negro Augusto, que estaba de lo más feliz con su nuevo bar del varadero, y me inclino a pensar que de haberme dado una pequeña esperanza sobre María Luna, tal vez me hubiese calmado dejando las cosas de ese tamaño y cogiendo puerta hacia otra parte.
Pero sus noticias continuaban siendo tan descorazonadoras como siempre. Mi mulatita nunca más volvería a vender sabrosas frutas frente a la «Plaza de Los Zapatos Viejos», y eso reavivó mi mala leche.
¿Qué hubieras hecho? Ya es hora de que nos tuteemos, ¿no te parece? Aunque quizá que le tutee un asesino no sea cosa de su agrado.
¡Palabra que no me ofendería si me lo dijese a las claras! Me ofendería mucho más si no fuese sincero.
¡De acuerdo, entonces! ¿Qué hubieras hecho en un caso semejante? ¿Marcharte, ¡Dios sabe dónde!, a pasar el resto de tus días como un «huevón» acojonado, o demostrarle a aquel «coño-e-su-madre» que no se podía andar por la vida jodiendo a todo el mundo impunemente? Creo que la respuesta es evidente, y aunque sea lento, cuando decido hacer algo lo planifico muy bien y suelo llegar hasta el fondo del asunto.
¿Sabes lo que significa en venezolano «Navegar con Bandera de Pendejo»? Hacerte el tonto.
Obligar a los listos a que crean que te llevan un kilómetro de distancia, para que cuando lleguen a darse cuenta descubran que les estás esperando a la vuelta del camino.
Eso fue lo que hice.
Conseguí un disco de una colombiana que cantaba muy bien, pero que apenas trascendió fuera de mi país, lo pasé a una simple cinta magnética y me busqué unas fotos de una peruana preciosa con cara de no haber roto nunca un plato.
Cuando lo tuve todo, me presenté en las oficinas de Carlos Alejandro Criado Navas, y le hice saber al fulano que me recibió que estaba dispuesto a invertir todo el dinero que hiciese falta en convertir a «Mi Soledad Alvarado» en la cantante más famosa de América.
El tipo «olió» el negocio.
Entendió que un enano escuchimizado y con cara de mono al que sobraba al parecer la plata, estaba «encoñado» con una niña que no cantaba mal, y que ése era un asunto del que se podía sacar una buena tajada.
Si el enano era, además un «ecuatoriano» afincado en Miami, que no daba ningún tipo de explicación sobre la procedencia de sus millones, mejor que mejor.
Yo me había instalado ya en la «Suite Presidencial» del «Hotel Fontainebleau», y ésa era una tarjeta de presentación que impresionaba a cualquiera.
Se apresuró a comunicarme que estudiaría con detenimiento la propuesta, se la trasladaría a su jefe y me tendría al corriente.
¡Di algo! ¡Felicítame al menos! A los tres días el mismísimo Carlos Alejandro Criado Navas me invitó a almorzar para discutir el tema.
¡Era un encanto! Más listo que el hambre el «hijoputa» con más «tablas» que Reagan, y te juro que si llega a vender alfombras me «enmoqueta» la casa que no tengo.
Hay gente hábil para embaucar a la gente, y aquél se llevaba la palma, pues tenía siempre a punto la frase oportuna para hacer que te sintieras importante, y la verdad es que para que alguien como yo se sienta importante hay que saber darle mucha coba.
Le dejé hacer, y, sin decirlo, ni tan siquiera insinuarlo, le obligué a creer que andaba metido hasta el cuello en negocios de vicio que me proporcionaban tantos millones que no sabía en qué demonios gastármelos...
¿Qué otra cosa puedes suponer de alguien dispuesto a emplear dos millones de dólares en «promocionar» a una cantante por el simple placer de llevársela a la cama.
Me debió ver como al «Ciudadano Kane» aquel que construyó un teatro de ópera para su amante.
Por su parte, y en eso también demostró ser muy listo, no hizo la menor alusión a que estuviera interesado en ningún tipo de negocio relacionado con la droga, pues debes tener muy presente que en Florida, por cada «narcotraficante» hay cinco agentes de la DEA dispuestos a tenderle una trampa.
Aquel mismo año se habían decomisado más de treinta toneladas de «coca» en el sur de Florida, y el índice de criminalidad de Miami doblaba el de Nueva York y triplicaba el de cualquier otra ciudad de los Estados Unidos.
Estos datos te darán una idea de que si estabas en el ajo debías andarte con pies de plomo si no querías que te jodieran vivo.
Y de todos los «narcos» prudentes, Criado Navas era el más cauto, pues dudo mucho que aparte de sus compinches, Irving González y yo, alguien tuviese la más remota idea de que estaba en el negocio del vicio.
Ni siquiera su amante.
¡Y qué amante tenía! Al sábado siguiente me invitó a cenar al «Plaza Saint-Michel», en «Coral Cables» muy cerca de su casa y apareció con ella.
¡Joder! Si la primera vez que la vi me cortó el hipo, en esta ocasión la trajo decidido a deslumbrarme y te garantizo que lo consiguió.
Se llamaba Diana y ahora creo que anda liada con un multimillonario chileno que la tiene enterradita en diamantes, tal como se merece. Cada vez que se inclinaba me dejaba contemplar el mejor par de tetas que he visto en mi vida, y te juro que jamás imaginé que pudieran existir tetas semejantes.
¡Y sabía de todo! A mí aún me sigue maravillando que existan personas a las que el mundo parece quedárseles pequeño, y que cuando les menciones cualquier tema den la impresión de que lo han mamado en la cuna.
Yo, de lo único que entiendo un poco —y porque me lo enseñó Abigail Anaya— es de pintura, pero aquellos dos jodíos me daban siete vueltas, y a los diez minutos se habían enfrascado en una discusión sobre Tiziano que me dejó en ayunas.
Pero lo que importa es que conseguí hacer amistad con ellos, o al menos que todos fingiéramos ser amigos mientras planificábamos cómo conseguir que mi amada «Soledad Alvarado» se convirtiese en una figura de la canción.
Incluso me propuso producir una telenovela en la que fuese una de las protagonistas, lo cual significaría que en muy poco tiempo medio mundo estaría loco por ella. Luego buscaríamos al mejor compositor, una orquesta de lujo y un vestuario apropiado, y con aquella voz y aquella cara, Carlos Alejandro me garantizaba el éxito al mil por cien.
¿Quieres saber lo más gracioso...? ¡Me lo creí! Me creí mi propia mentira y aquel jodido vendedor de alfombras me convenció de que con la voz de una colombiana que ya sólo debería cantar en la ducha, y la imagen de una putita peruana daríamos el gran golpe.
Repito: ¿qué hubieras hecho sabiendo que el cabrón que te había destrozado la vida, y se andaba follando a una tía tan cojonuda intentaba liarte con algo tan estúpido? Llevártelo por delante, imagino.
Llevártelo por delante, pero no de un solo carajazo.
Me divertía la idea de írsela metiendo poco a poco.
Y por donde más le jodierá.
El «costeño» me había facilitado tanto las cosas que lo tenía en mis manos, y estaba en condiciones de sacarle la piel a tiras sin que llegara a imaginar que era yo quien se la estaba jugando.
Y lo más divertido de todo aquello es que no tenía la más remota idea de que yo estaba dispuesto a todo por acabar con su paciencia.
Dejé pasar unos días dándole largas a la espera de la llegada de «Soledad», y mi siguiente paso fue cargarme al jamaicano; un negro altísimo que había llegado a jugar en la NBA y que parecía siempre recién salido de las páginas de moda de la revista
Ebony.
Por lo que sabía, era el máximo responsable de la «caleta» de la Vía Española con la avenida Collins, de la que no solía alejarse hasta que alguno de sus compinches venía a relevarle.
La mayor parte del tiempo libre se lo pasaba jugando al tenis en las cercanas pistas de «Flamingo Park», o tirándose a un montón de tías, la mayoría casadas, con las que establecía contacto en el bar de las pistas.
El tipo debía ser un auténtico garañón, pues por su apartamento pasaban más mujeres en una semana que por mi cama en tres años.
Al que le correspondiera el «cipote» de aquel negrazo debió tener indigestión una semana.
Caimanes.
Se lo eché a los caimanes.
¡Qué tontería! ¿Por qué habría de mentirle? Tenía interés en que desapareciera sin dejar rastro, y te aseguro que cuando tiras algo comestible a una charca del «Parque de los Everglades», los caimanes no devuelven ni el envase.
Es muy sencillo: agarras al tipo, le das un buen golpe en la cabeza, lo metes en el portaequipajes de un coche alquilado y a media tarde enfilas la carretera que va al Oeste a través de los Everglades.
Cuando comienza a anochecer te fijas bien en una laguna oscura y profunda, y media hora después giras en redondo, te detienes un momento en el punto elegido y tiras el paquete al agua con un buen pedrusco metido en los pantalones.
Incluso tienes tiempo de cenar con los amigos en cualquier lugar de Miami.
Lo difícil no fue deshacerse del jamaicano. Lo que en verdad me costó sudar tinta fue que me diera la clave de la caja fuerte de la «caleta», en la que guardaban veintidós kilos de «coca» y más de novecientos mil dólares en billetes.
Cargarme al jamaicano no tenía gracia. Jamaicanos hay muchos. Lo que a mí me interesaba era que Carlos Alejandro Criado Navas llegara al convencimiento de que el negro se había largado con su «mercancía» y su dinero, al igual que se había largado dos meses antes el tal Rudy Santana.
¿Vas comprendiendo? A pesar de haberse cambiado de «caleta», dos socios se la habían jugado, y a un tercero se lo habían cargado en un turbio crimen de homosexuales.
En menos de nueve semanas había perdido setenta kilos de la mejor «coca», tres hombres, y un millón doscientos mil dólares.
No cabe duda de que su perfecta «organización» había quedado casi desmantelada y que le iba a costar un terrible esfuerzo levantarla de nuevo.
Le dio una jaqueca que le duró una semana.
Por lo que me contó Diana cuando acudí de lo más afligido a interesarme por su salud, el cráneo parecía a punto de estallarle, y tan sólo se calmaba cuando el médico le inyectaba morfina.
—¡Estoy asustada! —sollozaba agitando sus preciosos pechos—. De vez en cuando se mete «una raya» y no sé cómo reaccionará ahora con tanta morfina.
Me dieron ganas de responder que ojalá se quedara tan alelado, como María Luna para el resto de sus días, pero me limité a brindarle todo mi apoyo para cuanto pudiera necesitar, y desearle un pronto restablecimiento a su amado.