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Authors: Frank Thompson

Símbolos de vida (2 page)

BOOK: Símbolos de vida
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—Lo sé, cuando iba a la universidad estuve en la isla de Pascua —corroboró Jeff.

—Genial —Hurley estaba impresionado. Miró más de cerca la roca tallada que sujetaba en la mano—. Pues esto me recuerda a una de esas cosas. Es como si... —se esforzó por encontrar la descripción adecuada—... como si fuera de una isla de Pascua marciana.

Jeff rió con ganas.

—Bueno... he estado en la isla de Pascua, pero nunca he estado en Marte.

Hurley miró a su alrededor, hacia las otras piezas. Cuando llegó al dibujo que había captado su atención al principio, pareció sorprendido. Señaló las formas que se entreveían tras las misteriosas criaturas sombreadas.

—¿Qué significan esas cosas?

—Repito, tu opinión es tan buena como la mía —respondió Jeff, encogiéndose nuevamente de hombros.

—Pues yo he visto algo parecido —aseguró Hurley, concentrándose en ellas.

—¿En la tele? —se interesó Jeff con una sonrisa.

—No, no... —negó Hurley, agitando la cabeza. Se dio unos golpecitos con el puño en el cráneo, buceando en sus recuerdos—. No fue en la tele, fue en la vida real. Fue aquí, en esta isla.

—2—

Jeff Hadley contempló los ojos de la modelo.

Lo que demostraba su gran profesionalidad y su intensa concentración, porque la atractiva joven no llevaba ni una sola prenda de ropa. Cuando terminase la pintura, su desnudo se erguiría encima de la típica nube en forma de champiñón de una bomba atómica, pero plasmada en colores muy vivos, en lo que intentaba que fuera una imagen surrealista, mezcla de sensualidad y desastre. La concebía como una especie de parodia de
El Nacimiento de Venus,
de Botticelli, pero situando la figura en un contexto apocalíptico. Era típico del trabajo que estaba haciendo aquel artista de treinta años, una especie de fenómeno en el mundo artístico londinense: interpretaciones hiperrealistas, casi fotográficas, de formas humanas, situadas en escenarios místicos, humorísticos o —como en el caso actual—, horripilantes. Como esas formas humanas solían ser con frecuencia femeninas y estar desnudas, el trabajo de Jeff había interesado a un público más amplio que el que atraían algunos de sus colegas. Pero ese mismo trabajo también era elogiado por los críticos y los marchantes de arte, que encontraban en sus pinturas mensajes subliminales, lo bastante vagos como para que se debatiera sobre ellos interminablemente, quedando siempre pendientes de nuevos exámenes y evaluaciones más atentos.

Jeff planeaba sus pinturas al detalle. Al no creer demasiado en la inspiración, su arte era meditado, preciso y tan perfecto como le era posible. Para sus detractores, el resultado era de una frialdad sin alma; pero, para sus seguidores —que sobrepasaban a los primeros por un considerable margen —, su precisión era el resultado de una técnica impecable, de unas ideas fantásticas convertidas en realidad.

Sabía que, con aquella nueva pintura, esas opiniones volverían a repetirse. Pero, en aquel momento, se limitaba a concentrarse en los ojos de la modelo. El impacto de la pintura no dependería de la terrorífica visión de una explosión aniquiladora o del erotismo que desprendiera el cuerpo de la chica. El significado tenía que concentrarse en sus ojos, que debían expresar una mezcla de seducción y desesperación.

Y también sabía que había encontrado a la modelo perfecta para su obra. La mayoría de ellas tenían aspiraciones de actriz y, por aburridas que pudieran resultar, gracias a eso le era más fácil convencerlas de que adoptasen una expresión o una actitud concretas. Ivi Tennant no era actriz, ni pretendía serlo. Era una estudiante luchadora de veintidós años, que, ocasionalmente se sacaba un poco de dinero extra posando para estudiantes de arte o, para su vergüenza, posando desnuda en reportajes fotográficos que luego se colgaban en las páginas web porno de Internet.

Fue gracias a una de esas páginas web como atrajo la atención del pintor. Tras dar una conferencia en una facultad universitaria, descubrió su adorable, aunque triste, rostro entre los asistentes. Después, mientras los estudiantes vaciaban la clase, Jeff oyó como dos chicos hacían comentarios
sotto voce
y se reían de Ivy al pasar por delante de ellos. Habían visitado una página web y la chica les impresionó lo suficiente como para recordarla y reconocerla al instante. Cuando él les pidió la dirección, se mostraron muy ansiosos por compartirla. Al día siguiente, tras haber estudiado algunas de las fotografías más explícitas de Ivy, le pidió que posara para él. Creía que su cuerpo era casi perfecto, pero había algo que apreciaba todavía más. La seducción y la desesperación que Jeff buscaba estaban allí, en los ojos de la chica... una intrigante mezcla que, además, parecía su estado natural.

Y, en ese momento, veía una sombra de preocupación añadida en los ojos de Ivy.

—¿Lo estoy haciendo bien, señor Hadley? —preguntó en voz baja.

—Por favor, llámame Jeff —respondió él, dejando de pintar—. ¿Qué quieres decir con eso?

Ella se ruborizó y bajó la mirada.

—No, nada.

—Por favor, ¿a qué te refieres? —y le sonrió para darle ánimos.

—Bueno, es que normalmente, cuando estoy posando, el pintor, o el fotógrafo, o quienquiera que sea, no deja de decirme lo preciosa que soy o qué cuerpo tan tentador tengo. Ya sabe, esa clase de cosas lujuriosas.

—Entiendo.

—Pero, usted... —Ivy lo miró a los ojos— Usted no ha dicho ni una palabra. Y actúa como si mi cuerpo ni siquiera fuera digno de ser mirado.

Jeff permaneció silencioso un segundo.

—¿Te sentirías más cómoda si te dijera lo mismo que los demás?

—No, no exactamente cómoda —reconoció ella—. Es que... ¡lo admiro tanto! Quisiera complacerlo.

Acercó un taburete a la posición de la chica y se sentó en él. Alargó la mano para coger la de ella.

—Ivy, eres una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. Pero te he elegido para este proyecto por algo más que por tu belleza. Tienes una cualidad especial, algo que sólo tienes tú. Mereces algo más que ser devorada únicamente con los ojos. Deberías ser atesorada.

—No me gusta lo que me dicen —reconoció Ivy, agitando la cabeza.

—A mí tampoco me gustaría —le soltó la mano y se puso en pie—. Espero que te sientas muy orgullosa de este cuadro.

Ella volvió a sonrojarse.

—Ya me siento orgullosa. Muchas gracias.

"Sería tan fácil...",
pensó Jeff.
"Como coger una fruta de un árbol".
E inmediatamente procuró apartar la idea de su mente. ¡Había tenido tantos escarceos con sus modelos! Y aquella chica era demasiado frágil. Debía ser protegida, no utilizada.
"Sí",
pensó,
"esta vez me comportaré noblemente".

Aquel día no trabajaron más. Cuando Jeff volvió a ponerse en pie y miró a Ivy a los ojos, ya no encontró la cualidad que buscaba. En su lugar, vio un brillo de placer. Bien para ella. Malo para el cuadro.

En su primera sesión juntos, Jeff e Ivy habían trabajado hasta muy tarde. El propietario de una prestigiosa galería le presionaba para que completase su cuadro y él se exigió a sí mismo tanto como a su modelo, hasta que ambos terminaron exhaustos.

No es que ella se quejase. Muy al contrario: cuanto más se alargaba la sesión, más energía parecía desplegar. Tras casi una semana de trabajo, Jeff fue muy consciente de que en su estudio flotaba un tipo de aura muy distinto. Hacía tiempo que había completado los ojos y ahora se dedicaba, sesión tras sesión, a capturar en el lienzo el cuerpo lujurioso de su modelo, tan lujurioso que a veces se olvidaba de su promesa de buena conducta. En algunas ocasiones, tras contemplarla intensamente durante interminables horas, echaba un vistazo al rostro de Ivy para encontrarse con una leve pero reconocible sonrisa.

Jeff miró su reloj.

—¡Oh, Dios mío, son casi las dos! Lo siento.

—No importa —dijo Ivy, estirándose y bostezando—. Mañana no tengo clase hasta el mediodía.

—Bien. Deberías irte a la cama.

—Estaba pensando lo mismo —aseguró ella mordazmente, clavando los ojos en los del pintor.

—Ivy...

Ella le acarició la mejilla, y después lo besó suavemente en los labios.

—Jeff... —susurró, sonriendo picaramente. Ahora, sus ojos sólo brillaban de seducción.

—Es tarde —protestó Jeff débilmente—. Deberías vestirte.

—O no —respondió ella.

Y no lo hizo.

—3—

—¡Tenemos pescado!

El grito provenía del exterior, de la playa. Hurley hizo una mueca.

—Jin ha vuelto a conseguirlo —comentó. Y añadió, agitando la cabeza—: Odio el pescado.

Jeff no conocía más a Jin que a cualquier otro en la isla. Aunque este caso era más justificado ya que Jin no hablaba inglés, sólo coreano. Por lo que sabía, Sun, la esposa de Jin, tampoco hablaba inglés. En cierta forma, la barrera del idioma los convertía en algo lejano, algo ajeno a los demás náufragos. "
¡Qué diablos!",
pensó.
"Yo también debo de parecer ajeno a los otros".

Consciente de que no podían considerarse amigos exactamente, disfrutaba viendo a Jin trabajar entre las olas. Parecía tener un don especial que le permitía traer suficientes peces para todos, un talento que les faltaba a casi todos. Locke aportaba de vez en cuando un jabalí, y el cambio de pescado por carne siempre era bienvenido. Pero a Jeff le gustaba el pescado, y pensaba que Jin era un verdadero héroe para los náufragos.

Hurley se deslizó al exterior a través de la abertura del estudio y Jeff lo siguió. Un par de supervivientes ya estaban limpiando el pescado y otro amontonaba leña para cocinarlo. El joven los observó melancólicamente y dijo:

—¡Lo que daría por un buen bistec... o por unos huevos rancheros.

—Es una isla grande —comentó el artista—. Quizá haya vacas y gallinas detrás de las montañas.

Hurley no pareció muy convencido, así que se acercó al grupo para ayudar a encender una fogata. Jeff quedó rezagado, demasiado preocupado para sentirse hambriento. El dibujo en el que había estado trabajando todavía lo tenía enervado —algo que últimamente le sucedía muy a menudo— y agradeció la oportunidad de aclararse un poco la cabeza. Aspiró profundamente la fresca brisa que corría por la playa, disfrutando de la calidez del sol en su piel. Se sentó en la arena y contempló la vastedad del océano que se abría ante él.

Siempre se había sentido fascinado por la sensaciones que le despertaba la isla: por una parte, su paisaje era de una belleza que cortaba la respiración; por otro, su conjunto le parecía profundamente terrorífico. En cierto modo había aceptado que pasaría allí el resto de su vida. Otros hablaban interminablemente de rescates o de formas de poder escapar, pero Jeff, en el fondo de su corazón, sabía que no había huida posible. Se sentía incómodo, como un personaje de una de esas obras de teatro devastadoramente aburridas que tubo que ver cuando era estudiante, cuando tenía edad para confundir el tedio pretencioso, confuso, con la profundidad de pensamiento. Incluso las mejores del género presentaban un punto de vista implacable sobre la humanidad. Ionesco, Beckett... Ninguno ofrecía esperanza de ningún tipo. La existencia era algo sin sentido, grotesco y sombrío. Malgastamos nuestras vidas sin hacer nada y después morimos. Y después de la muerte... otra vez nada.

Incluso en los días en que una oscuridad semejante invadía su imaginación, Jeff era capaz de mirar la isla desde una perspectiva completamente diferente. Incluso admitía que aquel lugar le parecía un verdadero paraíso. Estaba lleno de comida y agua fresca. Siempre tenía nuevos lugares que explorar, nuevas y excitantes cosas que ver y hacer, y llegaba a preguntarse si sufría una especie de doble personalidad que le impulsaba a experimentar aquel lugar como si fuera a la vez el cielo y el infierno.

En la parte infernal se encontraban algunos de los extraños e inexplicables acontecimientos que tuvieron lugar en la isla tras el accidente. Jeff había experimentado algunos de ellos por sí mismo: los horribles ruidos cuando se estrellaron, el origen desconocido de los mismos, las señales de que la isla escondía una especie de bestia... o bestias feroces. Y había visto cómo la tensión de ser náufragos iba minando la cordura de algunos de sus compañeros. El ambiente se caldeaba a menudo y las rivalidades, incluso las enemistades, podían surgir ante el más mínimo conflicto.

Pero él tenía poco que ver con los demás. Los monstruos de la isla, sobre los que algunos de los supervivientes más excitables discutían una y otra vez, eran algo ajeno a él, nunca había visto nada concreto y no era nada supersticioso. Si alguna vez una especie de criatura surgida de una película de terror mostrase su fea cara, ya se preocuparía de ella entonces. A veces, incluso deseaba que una bestia de largas piernas surgiera en medio de la noche, aunque sólo fuera para romper la monotonía. Entretanto, su conciencia ya le ofrecía terror más que suficiente para toda la vida.

Pero durante aquellas primeras semanas en la isla, ni siquiera su conciencia lo acechaba. Su mente estaba demasiado ocupada en repasar una y otra vez los horribles últimos momentos del vuelo transoceánico 815.

—4—

Ivy se levantó a media mañana, hizo un poco de café, se duchó y se fue a la facultad un poco antes de las once. Jeff ni siquiera se despertó durante todo ese proceso.

Cuando sí lo hizo, a la una del mediodía, el olor de la almohada todavía le recordaba las extraordinarias primeras horas de la madrugada. Se recostó en la almohada con un gruñido; no era del tipo que suele tener una conciencia culpable, pero, por un instante, sintió una punzada de remordimiento. Durante toda una semana, se había repetido machaconamente que sólo se concentraría en el trabajo. Podía ver la vulnerabilidad en los expresivos ojos de la chica y ambos sabían lo que esos ojos pedían. Ella vería aquella experiencia como algo con más significado de lo que a él le gustaría. Y como a pesar de sus fallos de carácter, Jeff era en esencia un hombre cariñoso, no pretendía hacer daño a Ivy, sino ayudarla. Por eso había intentado instituir una estricta política de "manos quietas".

Lo cierto es que la experiencia de Jeff con Ivy no había sido la única. Parecía haber nacido con dos talentos: crear arte y atraer a las mujeres. Y él abrazaba y desarrollaba con entusiasmo ambos talentos desde su adolescencia: su lista de conquistas era casi tan larga como la de sus obras. De hecho, en muchos casos, ambas listas tenían muchos nombres en común, porque la mayoría de aquellas bellas mujeres habían terminado en sus lienzos y en su cama. A veces, pensaba apesadumbrado, sus exposiciones parecían un viaje a través de su memoria, un diario erótico plasmado en cuadros.

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